Göreme

Por: Alfredo Cortes Daza
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Relato del viaje de una pareja a Capadocia y de las anécdotas que tuvieron que vivir en un pueblo de espanto cuando rehusaron entrar en una ciudad subterránea.

Cuando bajábamos de las áridas colinas del centro de la Capadocia, después de visitar Derinkuyu, la ciudad subterránea a la que me resistí a entrar por una claustrofobia inesperada, el guía turístico preguntó si alguien prefería quedarse, por su cuenta, en la pequeña ciudad de Göreme, camino del hotel en Ábanos, o si ya el cansancio reclamaba descansar en el silencio de la habitación. 

Más se demoró el turco en hacer la propuesta que levantarnos los dos de nuestro asiento y bajarnos en la primera esquina de esta población extraña y misteriosa. Y distinta a todo lo que habíamos visto hasta ahora, no solo en Turquía sino en los países adonde nos había llevado nuestra tardía vocación de gitanos. Allí, cada calle decidía su propio derrotero, achicándose o ensanchándose de acuerdo con los caprichos del terreno, o desapareciendo a la entrada de las famosas “chimeneas”, como llaman a esas formaciones fantasmales, altas y delgadas, labradas hace siglos en un descuido de la naturaleza, para asombro y admiración de la humanidad. 

Nos desentendimos del polvorín de las calles y del furioso calor del verano para poder entrar en ese laberinto sobrecogedor donde, al lado de tiendas mal surtidas y ventorrillos de jugos milagrosos, hoteles “boutique” sin estrellas ofrecían comodidades difíciles de creer, más propias de Alí Babá y sus cuarenta ladrones. 

Pero allí estaban y eran muchos, algunos con nombres cargados de historia como el Spelunca (cueva, en latín), como si hubiera sido fundado por un romano en los tiempos remotos del Imperio. 

Más arriba, coronando una pequeña cuesta, una delgada mujer nos invitaba a conocer su hogar, que no era otra cosa que el remate de una “chimenea” convertido en una sola habitación cubierta de alfombras, ya sin fuerzas para emprender el vuelo soñado en nuestra infancia. 

‒Huele y no a ámbar, le dije a mi esposa Elsa, pues allí no se veía nada que se pareciera a un baño y el fuerte olor de la dueña de casa lo confirmaba. 

‒Tenga usted estas monedas, mi señora, y adiós. 

En turco solo sé decir Galatasaray, el nombre del equipo donde jugó Farid Mondragón como portero, de manera que lo único que hice fue pasarle en silencio dos liras a la supuesta odalisca de la chimenea y retomar el camino escaleras abajo. 

Mientras nos resguardábamos del sol bajo un alero primitivo, una voz fuerte y destemplada, como de alguien a quien estuvieran ahorcando, llenó todos los espacios a nuestro alrededor y reafirmó nuestros temores de que aún nos esperaban más sorpresas en este pueblo de espanto. 

Pero no había tal. La población seguía sin inmutarse, como pudimos comprobarlo en una pequeña explanada, a la que llamaban parque, donde envejecían dos árboles añosos y dos bancas de madera descoloridas. A un costado, un minarete esbelto se imponía desde el techo de la mezquita, invitando, casi mejor, obligando a todos a acudir a la oración. 

De allí venía esa voz que se regó por todos los rincones y que me fue sumiendo en una fascinación que luego me dejó perplejo. Sin duda, a un músico de profesión le debía parecer un abuso de estridencias y de pésimos acordes. A mí, un descubrimiento cargado de interrogantes. 

Estaba recibiendo, a través de mis sentidos, la realidad del mundo musulmán, de su religión, definida en un libro escrito por el analfabeta Mahoma bajo la inspiración, el dictado infalible de un ser superior, como en muchas de las grandes religiones.

Y esa era, en el fondo, la razón de ser de ese pequeña y sucia fuente de las abluciones, instalada bajo la sombra de los árboles del parque, donde todos debían ir cinco veces al día a lavarse pies, manos y cara porque así estaba escrito desde el siglo octavo después de Cristo. 

Solo atiné a ver dos ancianos despojándose de sus medias para poder purificar su cuerpo y entrar, con ellas al hombro, a la casa de Alá, el grande, el único, el todopoderoso. 

Era, pues, el mismo dios el que se acercaba al hombre, lo llamaba a comunicarse con Él para que lo alabara, lo bendijera y se postrara sumiso ante su magnificencia, así tuviera que vivir en esta tierra que, de ser la prometida, según el Profeta, habría que pensar más bien en devolverla, porque no había en ella ríos de miel ni cuernos de la abundancia. 

Con mucho sigilo avancé hacia la mezquita. Solo vi hombres dejando sus zapatos en la entrada y, cuando quise seguirlos, fue el mismo Imán quien se interpuso en mi camino. 

Not for tourists…! 

Me volví a poner los zapatos, caminé hasta el parque y me senté, mudo y pensativo, en unas de las bancas milenarias. 

‒¿Cómo te fue?, me dijo Elsa, mientras me ofrecía unos dátiles exquisitos. 

‒Esta tierra ya tiene dueño, le dije. Alá es grande y caprichoso, pero no deja de ser simpático. Hasta muy humano me parece, pues tiene sus preferencias. Es él quien define cuándo y con quién comunicarse. Y está claro que con turistas como nosotros, nunca. Es posible que esta tierra se comprenda mejor desde el aire, desde el globo que ayer nos dejó ver el amanecer, en un cielo azul y libre de parlantes, por donde grita un dios fanático y discriminador.

 Goreme, tierra apasionante y perturbadora, una síntesis quizá de este mundo en que vivimos. En la ciudad subterránea, retazos de frescos pintados por los primeros cristianos mientras se refugiaban allí de sus perseguidores, que no aceptaban el mensaje de Jesucristo. Hasta que Constantino la convirtió (aunque él nunca lo hizo) en religión del Imperio y los papeles se trocaron y fueron los infieles los que tenían que esconderse de las amenazas y condenas de los seguidores del Evangelio. 

Ruinas de la arquitectura romana, y también de la griega y de regiones vecinas, y el recuerdo del imperio otomano que se vive todavía en el aire seco y caliente de esta tarde de verano. 

‒Invítame más bien a un helado, le supliqué a Elsa, antes de que me suba a ese minarete, el más alto de todos, y me dé por gritarle al mundo que hagan lo que quieran con sus dioses y sus religiones, pero que ¡no olviden que los turistas somos gente decente, que nos bañamos todos los días con agua y jabón!

Alfredo Cortés Daza

Mayo, 2022

12 Comentarios
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12 Comentarios

GERMAN BERNAL 27 mayo, 2022 - 7:08 am

inolvidable Alfredo: no puedo dejar de enviarte un emocionado saludo lleno de afecto…. desde hace TANTOS AÑOS… sin verte pero me he leído TU CRÓNICA SABOREANDO como un helado tan refrescante como el que terminaste gustando tras la fantasmagórica visita a GOREME… TU corto artículo es una joyita de ingenio y picardía. Desde Bogotá, la fría y lluviosa te envío mi abrazo lleno de afecto. Germán Bernal

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Alfredo Cortes Daza 27 mayo, 2022 - 7:22 am

QUERIDO GERMÁN, RECIBO TU ABRAZO LLENO DE EMOCIÓN Y AGRADECIMIENTO. COMO SI NO HUBIERAN PASADO LOS AÑOS, MI MEMORIA ME LLEVA OTRA VEZ A LA CEJA CUANDO TE ESCUCHÉ TOCAR ACORDEÓN POR PRIMERA VEZ… UN FUERTE ABRAZO DESDE ALICANTE DONDE TIENES TAMBIÉN TU CASA.

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Rodolfo de Roux 27 mayo, 2022 - 9:35 am

Carísimo Alfredo, hijo dilecto de la Alejandría del Caribe, hemos leído el picaresco relato de tu peregrinación por estas tierras que vieron florecer a tantas y fervorosas comunidades que dieron testimonio de la verdadera fe antes de que se llenaran con esas mezquitas que mezquinamente te impidieron visitar y movidos por la admiración ante tu eximio ejemplo de literatura de viajes te enviamos nuestro apostólico saludo.
Afectuosamente,
Padres capadocios

P.S. El doctor Chica, que fue nuestro devoto servidor en Santa Rosa de Viterbo, te manda también un saludo.

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Alfredo Cortes Daza 27 mayo, 2022 - 9:45 am

Que me has hecho reír! Menos mal que el cartagenero Chica no era capadocio..

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Jaime López V. 27 mayo, 2022 - 9:43 am

Exquisito relato. Para leerlo y releerlo y exprimirle el encanto de su contenido y el sabor de su forma.

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Alfredo Cortes Daza 27 mayo, 2022 - 9:51 am

Mil gracias, Jaime, creo que ha sido uno de los viajes que más me ha marcado en la vida.

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Luis Arturo Vahos 27 mayo, 2022 - 11:47 am

Me encantó sobre todo ese final, que recrea la posibilidad de un púlpito ecuménico. Abrazos.

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Alfredo Cortes Daza 27 mayo, 2022 - 12:05 pm

Gracias, Luis Arturo, nada como el infinito viajar para tratar de entender este mundo. Un abrazo.

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Bernardo Guerrero 30 mayo, 2022 - 9:22 am

Excelente relato , Alfredo.Hermoso texto para disfrutar de la belleza de Capadocia y de la picardía latina.

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Alfredo Cortes Daza 30 mayo, 2022 - 9:27 am

Muchas gracias, Bernardo, un abrazo.

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Humberto Sánchez Asseff 1 junio, 2022 - 3:43 pm

Me uno al coro de capadocios en las alabanzas a tu escrito.
Que Alá te bendiga.

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Alfredo Cortes Daza 1 junio, 2022 - 3:52 pm

Gracias, Humberto, por unir tu espléndida voz al coro capadocio…

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