Así lo llamaban todos en el pueblo. Nadie sabía su nombre de pila. Él tampoco. Era alto, negro y delgado. Siempre llevaba terciada una especie de vihuelita –que había hecho de hojalata y con solo dos cuerdas–. Tenía una edad tan imprecisa, como los pensamientos de su cabeza. Eran como los meandros del río Naya. Acostumbraba a llegar a nuestra casita de madera frente al río, “casualmente”, a la hora del desayuno. No se anunciaba. Sacaba un viejo misal, no sé en qué idioma, y comenzaba en una jerga ininteligible a cantar letanías… sin parar, acompañado por la vihuela.
Nos fuimos haciendo amigos. Yo le pedía que me contara historias, por lo general al atardecer. Un día, estaba hablándome, se me acercó y me dijo, en voz muy baja: le quiero mostrar mi secreto. ¿Me acompaña?
Sentí un poco de temor. La luz del día se apagaba. Llegamos a una enorme casa en ruinas, abandonada. Entramos por una especie de sótano… Al llegar a la sala principal, encendió unas teas y fue apareciendo de las tinieblas una enorme estructura de madera: tendría unos siete metros. Después de un largo silencio, emocionado, me dijo: “Este es el hidroavión que le voy a regalar al Papa, cuando venga a Puerto Merizalde”[1].
[1] Puerto Merizalde es una población afrodescendiente de unas 3 500 personas, a 3 horas en lancha desde Buenaventura, Colombia. Toma el nombre de su fundador, el sacerdote Bernardo Merizalde, quien construye esa descomunal iglesia como testimonio de su labor evangelizadora en 1935, rodeada de casas de madera paradas en zancos.
4 Comentarios
Realismo mágico!!
Que tarde más enriquecedora. Gracias
Queda uno con ganas de que siga…
Muy breves los relatos y muy significativos. Gracias por transmitirlos.