Hoy amanecí pensando que todos en la vida nacemos con una dotación original y personal. Un ‘kit’.
Unos nacen con fuerte carácter, mientras otros son serenos y pacíficos; los de allá nacen alegres y optimistas, seguros de obtener lo que quieren, los de acullá traen caras largas y tristes como si estuvieran a punto de caer en la olla pitadora. Los hay inteligentes y también existen los corticos de mente, fuera de los dementes que hoy tienden a ser mayoría.
Ricos, pobres, bonitos y feos, mujeres y hombres de todos los colores y culturas caminamos por la corta pasarela de la vida exhibiendo nuestras galas o tapando con las dos manos nuestras miserias como Adán cuando, por bobo, se dejó engañar y lo botaron de la finca. Así podríamos continuar la lista de rasgos de carácter o temperamento -dotación específica en la que cada uno viene empacado-.
Lo interesante es que buena parte de la historia personal viene ya prefigurada y en borrador desde el nacimiento. Este el ‘hardware’ sobre el cual nos esforzamos después por montar nuestro ‘software’ -plataformas y programas personales que nos permitan ajustar un poco la infraestructura a los propósitos de nuestra superestructura moral- al revés de lo que pensaba Marx o al menos volviéndolo patasarriba,como lo hizo el loco Althusser que ahorcó a su mujer.
En fin, todos nacemos con un equipo de tendencias y sentimientos más o menos profundos, unos hacia el bien y otros al revés. La tendencia al bien nos inclina a respetarnos a nosotros mismos, y nos induce a comportarnos bien con los demás: a ser amables, generosos, siempre dispuestos a perdonar y a socorrer a quienes lo necesiten, a pensar bien de quienes nos rodean y de aquellos con quienes nos topamos en el camino. Si somos bondadosos, tratamos de no criticarlos verbal ni mentalmente.
A esos fundamentos de la personalidad se les añaden otros más: la cultura de la época, familiar, nacional y mundial. Todos estamos condicionados a tender hacia una cosa o la otra, sucesiva o simultáneamente, y casi siempre actuamos en conformidad. Hasta cierto punto, buenos o malos, todos somos títeres de la corriente general. Y si no creen, miren ustedes a su alrededor las diferencias entre naciones y regiones. La cultura las arrastra.
No es nada fácil. La mente es un tribunal infatigable. Policía de tránsito que pita sin cesar y reparte comparendos a diestra y siniestra. Cada segundo la mente está valorando y emitiendo juicios sobre lo divino y lo humano. Ojalá la Fiscalía, las Cortes y los jueces fueran así de diligentes.
Hay personas admirables que parecen no juzgar a nadie ni para bien ni para mal. Simplemente, meten sus juicios al congelador. Es una minoría a la que admiran los que no han arruinado su capacidad de sorprenderse. Porque también abundan los escépticos que se niegan a creer en nada ni en nadie.
Hay un terreno neutral y resbaladizo entre bien y mal. El reconocimiento. Nos gusta ser reconocidos, por más que nos esforcemos en restarle importancia. Somos sensibles a la aprobación o la crítica, al qué dirán (uy! qué vergüenza!). El deseo de reconocimiento es justo e importante. Es un acicate decisivo para esforzarse por ser alguien en la vida, bueno o malo, brillante y útil o apenas medio-medio… Aquél que no le importa el reconocimiento ajeno, tiene algo de cínico. Les confieso que a mí -cosa rara- ser el centro de la atención o recibir mucho reconocimiento, me abruma. No sé qué hacer.
Por el contrario, también hay algunos que se enorgullecen tanto de ser lo que son, que se vuelven soberbios y necios. Más necios que las 1.000 (vírgenes?). Menosprecian a los más pequeños. Buena parte de los políticos y grandes empresarios sacan pecho y dan muestras de que les importa un c…omino lo que piensen de ellos los de más abajo. Si acaso los aguantan cuando no queda di’otra.
También tenemos tendencias más o menos profundas al mal, a lo que rebaja nuestra propia condición humana y termina reflejándose en daño que nos hacemos a nosotros mismos o que les deseamos e infligimos a los demás. Y ahí caben desde los chismosos y calumniadores hasta los peores criminales. Que los hay los hay, y terribles. Tan perversos que uno ni se los alcanza a imaginar. Casos espantosos me vienen a la mente, pero es mejor ‘no meneallo’. Dejémoslo así.
El gran interrogante que surge de todo esto es cuando nos preguntamos si somos realmente libres. Si gozamos en verdad de lo que llaman libre arbitrio -es decir, de la capacidad de imaginar, desear, decir o hacer lo que nos parece bien o porque nos da la pura gana-, o si también todos nuestros pensamientos, deseos y actos son parte de ese ‘kit’ misterioso que, a punta de complicados algoritmos, nos ha programado desde el principio en un sentido o en el otro. Espero que no sea así, pero no lo excluyo.
Cada uno conoce y reconoce parcialmente sus profundos condicionamientos físicos, intelectuales, culturales y morales. Es el caso, por ejemplo, de las líneas rojas. En la dotación inicial de la vida todos cargamos con alguna o algunas líneas rojas. Se trata de reacciones instintivas e irrefrenables aunque las pongamos bajo el ojo crítico de la razón. Están incrustadas en eso que llamamos el ‘alma’, así se encuentre en el cerebro, el corazón o el hígado, o en todo el cuerpo y sus laberintos interiores. Son líneas resabiadas que nunca se dejan domeñar del todo. Cuando más, las podemos acomodar y ajustar a circunstancias hostiles dejando a veces la piel en las alambradas.
Si esas líneas chocan con las contrarias de aquél o aquella a quien amas, la cosa es dura y difícil. Para ninguno de los dos es fácil (y no hablo de los tres, cuatro o más que hoy se entrelazan hoy como víboras en serpentario). En todo caso, el choque de líneas rojas liquida la convivencia en muchos matrimonios. Ese tipo de conflicto requiere una profunda madurez y una relación muy fuerte para poder hacerle frente negociando cada vez lo que haremos, cediendo el uno o el otro, aunque en esas concesiones mutuas no haya nunca un total equilibrio. Todos ponen como decía Mockus, pero unos terminan poniendo más que otros. El más rico de alma suele terminar haciendo el gasto mayor. Lo que en este caso hay que evitar a toda costa es que uno de los dos le mienta al otro y actúe a sus espaldas.
Exceptuando este hecho innegable, todos nos sentimos autores de la propia travesía por los complicados vericuetos de la vida. Estamos convencidos de que somos libres. Lo que hemos hecho o dejado de hacer, bueno o malo, lo hemos llevado a cabo bajo nuestra propia responsabilidad. Esa convicción es universal. Allí se basa el juicio que se forja la sociedad sobre sus miembros, en eso se funda la pretensión de justicia del grupo, la sociedad y el Estado, y ni qué decir de todas las religiones que, si no existieran el bien y el mal, quedarían sin oficio.
Finalmente, perdonen esta loca disquisición que no tiene nada qué ver con la seriedad y gravedad de lo que continúa aconteciendo en Ucrania.
Luis Alberto Restrepo
Marzo, 2023