Si fuera a contarles aventuras…, esta experiencia inesperada en una estación casi que perdida de la República Checa, con mi esposo y mis dos hijos adolescentes, sí que fue una aventura de verdad.
Después de unos días en Praga, tomamos el tren con destino a Viena. Teníamos que hacer una escala en la población de Nadrazi, para un cambio de tren. Supuestamente todo estaba planeado para que así fuera, pero el tren salió dos minutos retrasado de Praga, lo cual hizo que perdiéramos la conexión en nuestro camino a Viena. Corrimos de un lado a otro con nuestro equipaje para tratar de tomar a tiempo a nuestro tren, pero el esfuerzo fue inútil. Salió, sin que pudiéramos alcanzarlo.

Bueno, lo perdimos, nos dijimos. Quizás habrá otro pronto, pero supimos que el siguiente tren pasaría ocho horas después. ¿Esperar ocho horas en esa estación? ¡Ni de vainas! Averiguamos y descubrimos que podíamos irnos en un taxi. Estábamos apenas a dos horas y media de Viena por carretera.
Allí comenzó la nueva aventura. Nadie hablaba inglés, francés, español o portugués. Nos daba la impresión de que todos estuvieran enojados. Nadrazi era un pueblo sombrío, un poco frío, viejo y acabado. Parecía como si se hubiera quedado en 1900. Además, su gente tenía una actitud poco amigable. Se veían refunfuñones y amargados…
En esa estación de tren emprendimos la tarea de preguntar uno a uno quién hablaba alguno de los idiomas antes mencionados. Al fin, alguien entendió algo y fue a buscar a un chico libanés. Le expusimos nuestra idea de conseguir un taxi que nos llevara a Viena. El chico, con unos dientes muy blancos y una sonrisa amable, se dispuso a colaborarnos. Yo lo amé de inmediato, pues su sonrisa contrastaba ante tanta indiferencia y mala cara. Este ángel nos ayudará, pensé…
Después de 10 minutos volvió y nos dijo:
‒Encontré un hombre que está dispuesto a llevarlos hasta el hotel en Viena. Les costará 200 euros. No tendrán de qué preocuparse. Es bueno, conoce el camino y sabe dónde queda su hotel… Eso sí, ¡solo habla checo!
Aceptamos, más por salir de ese ambiente hostil que por otra cosa, pues ocho horas de espera en esa estación y sin poder comunicarnos, se sentirían como si fueran 16.
Nuestro salvador llegó. Nos saludó con un gesto. Era alto, flaco, de ojos azules saltones, peludo y de barba descuidada. Darío se hizo adelante y yo atrás con nuestros tesoros, Santiago de 16 y Camilo de 15. Ese carro partiría a lo desconocido para nosotros, rodeados solo por una campana de fe y confianza. Todo estará bien, me dije.
Todos íbamos en silencio, mirando el paisaje, montañas bajas y mucha planicie, llena de molinos de viento, uno que otro pueblo desolado, sin un alma en la calle, y una carrilera que a veces se dejaba ver, también vacía y triste.

Yo, con mi mente positiva y tratando de respirar con normalidad, hilaba pensamientos para tener algo que decir. Era extraño: se había enmudecido el diálogo familiar. De pronto, Darío le comenta al señor algo sobre los molinos de viento y el taxista le responde: humm…, humm, y seguimos callados. Decidí romper el silencio y hablar con los chicos: intentamos relajarnos admirando el paisaje y comentando al respecto entre nosotros cuatro.
Transcurrieron las dos horas y media y nos fuimos adentrando en una ciudad con cara de gente. ¡Esto es Viena, dijimos!

Tras 15 minutos de recorrido por la ciudad, el taxista se detuvo y se bajó del carro. Empezó a sacar el equipaje y nosotros todavía adentro. Debe ser aquí el hotel, nos dijimos. ¡Sí, síii! ¡Bajémonos! Le agradecimos al señor: gracias, merci, thank you, obrigado… Probablemente entendió por nuestras caras felices. Le pagamos y se devolvió a su mundo triste y hostil…
Buscamos la dirección y nos dimos cuenta de que la entrada al hotel era en la esquina. ¿Es aquí! ¡Hemos llegado! ¡Qué alivio!, pues la mente colombiana que a veces se imagina cosas hace que el estrés florezca. ¡Ya estábamos en Viena, la ciudad donde compusieron Mozart y Beethoven! Ahora, ¡a disfrutar su música, sus conciertos, sus palacios, sus museos, sus jardines, su arquitectura, sus parques!

Viena es realmente una ciudad que te inspira, te hace tomar un fuerte suspiro y decir otra vez: ¡Gracias, estamos en Viena! ¡A gozársela!
Pilar Balcázar
Julio, 2009
4 Comentarios
PILAR; qué hermosa historia. Mi experiencia de viajes por Europa es que no siempre se encuentra la persona o el apoyo que se necesita. Pero Ustedes lo consiguieron. Espero que hayan gozado con la música y los recuerdos de Viena. Saludos
Pues se perdieron de haberse encontrado con Luis Fernando Monroy, queridísimo amigo, guía incomparable y generoso anfitrión. estuvo pendiente de mi visita de 5 días en viena y me llevó a todas partes. Para él, mi recuerdo agradecido.
Qué aventura tan agradablemente narrada. Mantuve la expectativa hasta el final. Gracias Pilar por esta nota tan familiar, tan bien ilustrada y contada. Esperamos otras más. Abrazos
Pense que estaba leyendo una historia de Alfred Hitchkok jajja muy entretenido tu relato