El aumento de la informalidad en los últimos diez años podría indicar que el sistema actual la estimula.
A raíz de la reforma laboral propuesta por el gobierno, y solo para fines especulativos, preguntémonos ¿qué sucedería si todos decidiéramos ser informales? La pregunta no tiene en la práctica validez, porque sabemos que en la realidad todo emprendedor, al momento de iniciar su actividad, toma la alternativa que le parece más racional. Algunos se fijan un monto en ventas mínimo para formalizarse, por ejemplo unos mil millones de pesos, que podría ser como el punto de equilibrio, después de analizar los costos de las opciones.
La formalidad conlleva un costo de entrada por los trámites y registros iniciales y otro de mantenimiento por impuestos y contribuciones de ley por salud, pensión y riesgos. En paralelo, la informalidad acarrea los costos de las posibles multas y sanciones de ley, la inseguridad o falta de protección legal ante demandas laborales o por derechos de propiedad de los productos y validez de los contratos, y el difícil acceso al crédito.
Sin embargo, no todos los emprendedores tienen bases analíticas suficientes y simplemente optan bajo una “cultura de ilegalidad”, por violar las normas del registro mercantil, del registro de la contabilidad y por evadir impuestos y aportes a la seguridad social, lo cual constituye un componente importante de nuestra tolerancia endémica a la corrupción.
Si nos atenemos a los datos publicados por el DANE, los ocupados informales representan el 56.7% del total de empleados entre marzo y mayo del 2023, contra el 51.8% para el periodo de mayo a julio del 2012, lo cual significa que hemos retrocedido. Ante esa evidencia, surge la inquietud entonces, de si el sistema actual incentiva la informalidad.
Si esto indican las cifras y las actitudes culturales enraizadas, y si no se ven programas frontales para reducir la informalidad laboral (y mucho menos la pandemia de la corrupción), ¿qué pasaría, entonces, si todos fuésemos informales? Como nadie pagaría impuestos a la renta por utilidades, ni contribuciones a la seguridad social, pues el estado se vería abocado a subsidiar los gastos por salud, riesgos y pensiones de toda la población, sin tener el ingreso del impuesto a las utilidades.
Algo estamos haciendo tremendamente mal para que la informalidad aumente (o en el mejor de los casos, se mantenga por encima del 50%). De leyes estamos sobrados hace rato, además de la ineficiencia del estado en la lucha contra la corrupción.
Y, aún peor, hay evidencias de un mayor deterioro de la ética y moral nacional cuando el pueblo acepta con ligereza la vuelta de expresidiarios a la política (como recientemente ocurrió en la Guajira y en Córdoba), cuando es manifiesto el silencio o ciertas declaraciones de políticos y funcionarios gubernamentales sobre la corrupción en general, y sobre otros hechos aún pendientes de aclarar como la financiación de campañas políticas.
Como muestra de todo esto, vale la declaración del expresidente Gaviria sobre su consideración del Consejo Nacional Electoral como tal vez, la entidad más corrupta del país (véase el periódico El Tiempo de julio 4 pasado).
Juan Laureano Gómez
Julio, 2023