El lugar central que ha venido ocupando la mafia en el país se comprende mejor si damos una mirada histórica a la estructura del poder en Colombia. Estado y partidos, por un lado, y ‘clases populares’, por otro, son extremos sociales y políticos con muy escasos vínculos recíprocos.
La estructura del poder en Colombia
Entre el poder del Estado central y los partidos políticos, de una parte, y los electores del campo, por otra, existió desde comienzos de la república hasta hoy una brecha casi insalvable. Algo similar puede decirse de la relación del poder con los barrios populares de las grandes ciudades, donde hoy los electores son mucho más numerosos que en el agro. Por una parte, Estado y partidos y, por otra, las ‘clases populares’ ‒ese nombre genérico que recubre sectores sociales muy diferentes‒ son extremos sociales y políticos con muy escasos vínculos recíprocos.
El Estado central y los partidos desconocen casi por completo las poblaciones de la periferia y sus condiciones reales de vida. Tienen de ellas noticias librescas o en el mejor de los casos percepciones de turista o de candidato en campaña. Sus miembros carecen de todo vínculo económico, social o cultural con las bases sociales del país. Viven en un mundo aparte y conocen mejor a Estados Unidos o Europa que a la periferia nacional.
A su vez, las gentes de la periferia apenas si conocen y reconocen a los partidos y sus dirigentes, al Estado y sus normas. Conforman la masa de los No sabe/No responde. Ven a los jefes políticos con ocasión de las campañas electorales. En cuanto a las normas estatales, los pobladores de cada localidad establecen en la práctica las suyas propias. La ley es un cuento. Para ellos, solo existe para su manipulación por abogados y tribunales. No es fácil entender cómo, desde la Independencia (o desde mediados del siglo 20 en lo que toca a los barrios), unos y otros puedan conformar una sola nación.
Para salvar esa distancia y unir ambos extremos se ha desarrollado desde la Independencia una estructura intermedia: la de los jefes políticos locales. Estos jefes mantienen una doble negociación permanente: por una parte, hacia el centro, con los dirigentes políticos nacionales y sus partidos, y con el gobierno de turno; por otra, en su entorno inmediato, con la población local. A los partidos y los jefes políticos del centro del país les interesan los votos que los políticos locales controlan; de esos votos extraen su precaria legitimidad jurídica y política. A cambio, los jefes políticos regionales y locales reciben puestos y administran transferencias y contratos del Estado. Es decir, poder y riqueza. En esa transacción estructural cada uno aporta lo que el otro desea o necesita. El sistema político que resulta de esa transacción es lo que se denomina clientelismo.
Hay que añadir que, en cada municipio, el poder de los jefes políticos descansa sobre otros poderes de la localidad, sobre todo económicos. Desde el siglo 19 hasta los años setenta del siglo 20, su poder estuvo ligado casi exclusivamente a los mayores terratenientes, ganaderos y comerciantes del lugar. Recibían de estos apoyo económico y político a cambio de la protección y defensa de sus intereses ante el poder central. Esa alianza contaba además con el respaldo del equipo de gobierno y las elites locales ‒de los alcaldes, los jueces y abogados del pueblo, de los comerciantes, la policía y en muchos casos del mismo ejército‒ en desmedro de los campesinos y los pobladores pobres.
Se debe tener en cuenta que, hasta fines de los años sesenta del siglo 20, el 70 % de la población colombiana residía en el campo. Desde entonces, la proporción se ha ido modificando rápidamente. Según el último censo realizado por el DANE, en 2018, Colombia tenía 48’258.494 habitantes, de los cuales poco más de 11 millones vivían en las zonas rurales.
La mayor parte de la nueva población urbana se agolpa ahora en los barrios de invasión o subnormales, donde se generó muy pronto una nueva capa intermediaria de poder: los urbanizadores piratas, apoyados por juntas de acción comunal, y líderes sociales y políticos locales, que obtienen votos a cambio de la legalización de los predios y la instalación de los servicios públicos, mientras ellos mismos reciben contratos y prebendas del poder central. Sin embargo, de estos dos grupos, los intereses de los grandes propietarios de la tierra rural y de los ganaderos siguen siendo predominantes en el Estado central.
Tales amarres políticos del disparatado andamiaje institucional del país estuvieron tranquilamente vigentes y, bien que mal, aseguraron la marcha del Estado colombiano desde el siglo 19 hasta comienzos de los años ochenta del siglo 20. Estos han lubricado la democracia nacional, tan elogiada e invocada en el país, pero a partir de los años setenta, estos empalmes se vieron desafiados e interferidos por dos nuevos poderes de alcance nacional: las guerrillas y, sobre todo, el narcotráfico.
Luis Alberto Restrepo M.
Diciembre, 2022