De padres e hijos

Por: Santiago Londoño Uribe
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Hace algunos días tuve un largo almuerzo conversado con una gran amiga.  Tenemos, hace muchos años, una amistad de esas que dice uno “se fue así”. Es decir, ya no tenemos nada que probarnos ni sobre quiénes somos ni sobre la amistad que nos une. Llegamos a un tema que es recurrente entre quienes estamos rondando el medio siglo de existencia: los papás (madre y padre). 

Hablamos de su salud, sus manías, sus inseguridades y sobre el paso del tiempo. Descubrimos, entre muchas cosas, que ambos estamos dedicados a leer novelas que giran alrededor de la relación de los papás y los hijos (y nos recomendamos obras).  

Cada vez estoy más convencido de que con los años, la vida de cualquier ser humano irremediablemente se enfoca en intentar comprender ese gran misterio que son los papás. La búsqueda de los padres, en su condición de simples seres humanos, como un leitmotiv de la adultez. Una búsqueda que suele ser tardía (nos toma demasiado tiempo interesarnos por la vida de nuestros progenitores) y que está llena de espejismos y barreras. 

Y es que la relación con los papás es particular y tremendamente compleja. Para empezar, suele estar definida, descrita y determinada por estereotipos y paradigmas firmemente afincados y, como todos los estereotipos y paradigmas, ligeros e injustos.  Se dice “la madre” y, a renglón seguido, viene toda una chorrera de características y súper poderes.  Lo mismo pasa con “el padre” y su proveeduría y “fuerza”. Pero no solo es lo que dicta la cultura. Los hijos, durante muchos años, sólo los conocemos en su función de progenitores. En nuestros primero años, estas figuras están ahí para cuidarnos, protegernos y solucionar los problemas que surjan. Durante muchos tiempo son sólo papás. No tienen una historia y no parecen tener problemas ni debilidades ni dudas ni cuestionamientos.  

Y vamos creciendo y empezamos a ver rasgos y acciones de nuestros padres que no nos gustan. La adolescencia, con su ignorancia descarada disfrazada de contundencia, es la etapa de encontrarle las falencias y los defectos a los papás. Los confrontamos y los juzgamos duramente diciéndonos a nosotros mismos que somos distintos y, cómo no, mejores que ellos.  Ya no somos los niños asombrados ante estas figuras casi sobrehumanas, sino unos seres llenos de opiniones y sentencias.  Destruimos las figuras idílicas de la niñez, pero no tenemos con qué reemplazarlas porque no entendemos nada.  

Madurar es, en gran parte, bajarle la intensidad al juicio y a la condena para intentar comprender. Madurar también es presenciar la vejez y el deterioro de los padres.  Empiezan las enfermedades y los achaques, se hacen evidentes los vicios y, sobreviene la muerte y los hijos nos damos cuenta que no tenemos la más mínima idea de quiénes realmente son o eran estos seres amados que han dedicado su vida a nosotros. Y es una tragedia.  

Es un tragedia porque cuando intentamos remover la capa de paradigmas, estereotipos y juicios sobre la cual se ha desarrollado la relación, encontramos la resistencia de nuestros padres a compartir su historia íntima. Una historia que, como casi todas las historias, se mueve entre las fracturas, los miedos, las expectativas no cumplidas y los mitos.  Queremos conocer a nuestros padres, pero muchos de ellos no quieren, o no pueden, dejar de ser nuestros padres y, por lo tanto, no nos permiten llegar a conocer sus vidas, sus dolores y alegrías; su humanidad fundamental.   

Pero no todo está perdido. Corriendo el riesgo de sonar como coach o como consejero familiar, puedo decirles que hay esperanza. Quizás no estamos condenados a la fractura. No es la razón ni las preguntas complejas ni la investigación exhaustiva la que nos permitirá encontrarnos con los papás en un escenario diferente. Ahí solo funciona el amor.  La manera de conocer la historia de los padres(más allá de su condición de padres), que es a la vez la historia propia, es poner el filtro del amor (que no juzga, no condena y no intenta cambiar) en toda lo que tenga que ver con la relación. Allí donde están sus heridas hay que llegar con comprensión y cariño.    

Compartí algunas de estas reflexiones con mi amiga durante nuestro encuentro. Al final del almuerzo y de la conversación nos quedamos un rato en silencio. No puedo saber a ciencia cierta qué pensaba, pero, porque la conozco bien, creo que, como yo, estaba pensando en sus propios hijos pequeños. Pensábamos en cómo nos verían ahora, en la adolescencia y en la adultez. Pensábamos, seguramente, en no cometer con ellos algunos de los errores de nuestros padres con nosotros y, sobretodo, en que ojalá nos vean como simples seres humanos tratando de hacer la mejor labor posible en una relación verracamente jodida. 

Santiago Londoño Uribe

Junio, 2023

Publicado en Un Pasquín

2 Comentarios

John Arbeláez Ochoa 19 junio, 2023 - 10:31 am

Tal cual. Excelente reflexión Santiago. Mil gracias por compartir esos sentimientos que en general son nuestros mismos sentimientos.

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Vicente Alcala 21 junio, 2023 - 9:17 am

Viceversa, también es una inquietud de los padres mayores comprender la manera de pensar y querer de los hijos jóvenes… Gracias Santiago

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