La actualidad de la película Oppenheimer del director Christopher Nolan, nos recuerda una de las frases más conmovedoras del inventor de la bomba atómica: “Me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”, tras el estallido de la primera bomba atómica de la historia, en 1945.
Después del éxito de la primera explosión nuclear en el desierto de Nuevo México, julio 1945, el llamado “padre de la bomba atómica”, Robert Oppenheimer, recordó, según dicen, unos versos de un poema hindú: “Ahora me he convertido en La Muerte, Destructora de Mundos”.
De ser cierta, es una escalofriante evocación. Ahora cuando la película se ha estrenado en las salas de cine, recordé el reportaje que escribió el jesuita español Pedro Arrupe, titulado Yo viví la bomba atómica.
El 6 de agosto del mismo año, el padre Arrupe estaba en Hiroshima, ciudad arrasada por la bomba nuclear creada por Oppenheimer: “A eso de las 8 menos 5 de la mañana apareció un bombardero B-29”. De repente, “vimos una luz potentísima, como un fogonazo de magnesio disparado ante nuestros ojos”.
Prosigue con una memoria lúcida hasta en los detalles: “Al abrir la puerta de nuestro cuarto oímos una explosión formidable que se llevó por delante puertas, ventanas, paredes endebles. Tirados al suelo, seguía sobre nosotros la lluvia de tejas, ladrillos, trozos de cristal”.
Hasta aquí, la descripción podría ser la de un tornado cualquiera de los que suceden en cualquier sitio. Pero el testimonio del padre Arrupe no se detiene ahí. Sigue un escenario dantesco. Salió a la calle y lo primero que vio fue un grupo de muchachas jóvenes, de 18 a 20 años, que venían agarradas unas a otras :”Una de ellas tenía una ampolla que le ocupaba todo el pecho. Tenía además la mitad del rostro quemado y un corte producido por la caída de una teja que, desgarrándole el cuero cabelludo, dejaba ver el hueso, mientras gran cantidad de sangre le resbalaba por la cara. Y así la segunda, y la tercera…”.
Arrupe improvisó un hospital en la casa de los jesuitas con los primeros auxilios irrisorios para atender aquella tragedia con yodo, aspirinas, sal de frutas, bicarbonato. Los japoneses, unas 150 personas de los 400 mil habitantes devastados de Hiroshima, estaban sobre el piso con “sufrimientos espantosos, dolores terribles que hacían retorcerse los cuerpos como serpientes…no se oía un solo quejido”. Todos sufrían en silencio”.
A las cinco de la tarde, recorriendo la ciudad en escombros, entre los horrores, vio a un niño con un cristal clavado en la pupila del ojo izquierdo, y así tantos otros… Arrupe y sus compañeros levantaron pirámides de cadáveres para rociarlas con petróleo y quemarlas, para evitar una peste. Luego salieron las estadísticas: 260 mil muertos, 163 293 heridos en solo Hiroshima. Después vimos en fotos cuerpos deshechos por la radiaciones.
Era la Muerte, destructora de Mundos.
Jesús Ferro Bayona
Publicado en El Heraldo de Barranquilla