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Navidad no es solo recuerdos hermosos, agradables, que nos reconcilian con la vida. Es, también y para muchos, una temporada difícil, en la cual millones de padres no pueden celebrarla con sus hijos como quisieran por vivir en una situación de pobreza o extrema pobreza. No olvidemos que “pesebre” evoca algo muy distinto a lo que hoy se hace en muchas casas.

Son muchos, todos positivos, los recuerdos de la Navidad en mi primera infancia y en los posteriores años, cuando con mis padres y dos hermanos, nos vinimos a vivir a Bogotá, dejando nuestra Medellín de buñuelos y natilla. Para nuestra sorpresa, ya la capital del país

estaba colonizada por los paisas, al menos en los menús navideños.

Éramos una familia de clase media, como tantas que en esos años cincuenta vinieron a Bogotá a establecerse y buscar oportunidades de trabajo. Mi padre trabajó muchos años como periodista y luego hizo una larga carrera en el área de publicidad, que por esos años se conocía con el nombre menos sofisticado de “propaganda”.

Éramos la única rama de la familia que vivía en Bogotá, pero el periodismo siempre tuvo una característica clara de solidaridad y círculo de amigos, por lo cual la Navidad, sin duda la celebración más familiar en Colombia, nos rodeó de los colegas periodistas de mi padre y eso se extendió por muchos años, al menos dos generaciones en las cuales compartimos el paseo a recoger musgo para el pesebre, la compra y quema de la hoy, con razón, prohibida pólvora, los intentos fallidos en su mayoría de elevar globos, disciplina que por explicables

resultados pasó a llamarse “quemar globos”. Y, por supuesto, la Novena de Aguinaldos, con sus textos imposibles de entender, salvo la expresión de “padre putativo” que siempre generó risas entre nosotros.

La vida corrió implacable y pasaron algunos años en que las novenas llenas de cánticos y comida fueron cambiando a fiestas de compañeros de estudio y luego amigos de oficina, que terminaron por desdibujar totalmente el espíritu navideño, para darle paso al consumo

de trago y el baile al son de los 14 cañonazos y Los cincuenta de Joselito.

Llegamos ahora a nuestro piso séptimo de edad y mis sentimientos hacia la Navidad han cambiado mucho, para convertirse casi que en una temporada con más elementos negativos que le han ganado en mi percepción a la nostalgia de los primeros años. El festival de consumismo, la pesadilla del tráfico bogotano desde la segunda semana de diciembre y la más desaforada e impresentable realidad de la inequidad son fenómenos que en mi caso han casi que borrado los bellos recuerdos para convertirse en una temporada cuyo mayor mérito es darle paso a los maravillosos días de enero en que la ciudad, muy sola, se vuelve una maravilla de paz y tranquilidad solo comparable con algunos días de Semana Santa.

Es una época en que millones de padres de familia viven descarnadamente sus muy modestas condiciones de vida, lamentan no poder dar los regalos que sus hijos solo podrán ver en vitrinas de almacenes el día que los llevan a ver las luces de parques de un área de la ciudad que visitan solo en esa ocasión navideña o, eventualmente, cuando los traen a pedir dulces en centros comerciales llenos de juguetes y ropa que difícilmente podrán tener.

Quizás tengan razón quienes opinen que esta es una visión amargada de la vida y volveremos al razonamiento del vaso medio lleno o medio vacío. Lo que ocurre es que no es fácil seguir viendo el espectáculo de derroche de consumo en una sociedad donde 42 % de sus habitantes viven en situación de pobreza y pobreza extrema. No nos obsesionemos con comparaciones con el pasado, pero tampoco dejemos de pensar que sí es mejor un país donde todos tengan la oportunidad de una Navidad con paz y alegría.

Álvaro Guerra Vélez

Diciembre, 2021

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Este segundo artículo sobre el significado de la Navidad comienza con una referencia literaria a Dickens, y luego comercial, para pasar a la experiencia personal de esa época del año en un contexto de pobreza. Otro significado llegó más tarde.

Paparruchas.

Así llamaba el avaro Scrooge a las festividades navideñas, en Canción de Navidad, de Charles Dickens, como fría explicación a su falta de sensibilidad por todo lo que no fuera dinero.

Los comerciantes de hoy le aconsejarían que fuese más práctico. Pues si tanto amaba el frío metal, debería invertirlo en llenar el mercado de todos los objetos que, la imaginación humana y la tecnología, pueden crear para satisfacer la demanda de los pueblos cristianos en esta época. Los chinos hace rato siguen este consejo. Se hacen ricos aprovechando las necesidades creadas por las diversas costumbres. La ideología es lo de menos.

Mi papá también era práctico. Era diciembre de 1952 y no tenía dinero para regalarnos los juguetes que pedíamos al niño Jesús, en una carta dejada bajo el viejo pesebre que desempolvábamos y decorábamos cada año. Optó por regalarnos una cruda verdad: el niño Jesús no trae los regalos, ni los magos y mucho menos Papá Noel. Claro, lo poco que tenemos a Dios lo debemos y no necesita envolver nada en papel para que le demos gracias. Hagamos una fiesta de Navidad rezando el Rosario y cantando los villancicos de radio Sutatenza.

Y así se hizo aquella noche del 24 de diciembre. Los siete hijos (de los 11 que formaríamos luego la pollada completa), unimos las voces al coro de la radio y celebramos cantando el nacimiento de Jesús en Belén.


De la cocina mamá trajo natilla y leche, pero no pudo contestar a la pregunta de una de mis hermanas: “¿por qué esta vez no hay buñuelos?”.

Papá la fulminó con su mirada como respuesta y luego le dijo: no vayas a quemarte con la leche por bocona. Pero sí hubo buñuelos y más natilla al día siguiente por cuenta de una vecina que nos visitó para compartir, mientras saludaba diciendo ¡feliz navidad! a todos.

Muchas navidades pasaron en casa sin árbol ni regalos. Las novenas eran sobrias; el viejo pesebre menos colorido y más lacerado, aunque el niño se mantuviese lozano y sonrosado, pues pasaba la novena escondido.

La dulzura de navidad solo vino a revelarse en el Noviciado de La Ceja, cuando algunos de ustedes se acercaron cantando Noche de Paz a mi cuarto para entregarme la sotana. Desde ese día para mí ha sido Nochebuena. Desde aquel diciembre supe que dar y recibir cantando es lo que define la Navidad y que esa actitud de compartir cosas, abrazos y sueños nos hace familia.

Los jueves con ustedes refuerzan en mi ese mismo sentimiento. Gracias.

Luis Arturo Vahos

Diciembre, 2021

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La falta de empleo decente es el problema, La búsqueda de soluciones que permitan ofrecer cientos de miles de nuevos puestos de trabajo debería ser la prioridad de toda la sociedad: gobierno y sector privado.

“…no quiero que naide pase las penas que yo pasé”, cantaba el gran Atahualpa Yupanqui. Este es el clamor latente de los miles de jóvenes que se han tomado las calles para manifestar sus frustraciones, su indignación, sus sueños de tener un futuro que hoy se les niega. Según la encuesta de Cifras y Conceptos el desempleo es hoy el principal problema del país para 74 % de los jóvenes.

La falta de empleo decente es el problema y la búsqueda de soluciones que permitan ofrecer cientos de miles de nuevos puestos de trabajo debería ser la prioridad de toda la sociedad: gobierno y sector privado.

Por supuesto, la pobreza y el hambre también asedian. Pero son solo la consecuencia de no tener un trabajo digno que les dé los ingresos para vivir. Por eso, propuestas como la Renta Básica son totalmente indispensables para que la gente pueda comer y sobrevivir, y se deben implementar ya, pero no son la solución de fondo del problema.

A los jóvenes y sus familias la Renta Básica les da presente, pero no les da futuro. El trabajo remunerado les da ingresos, pero sobre todo dignidad.

Se necesita un programa de empleo de emergencia que cree en el país por lo menos 500.000 nuevos puestos de trabajo. En medio de una recesión como la actual, el Estado es el único que tiene la capacidad de generar y financiar a corto plazo tal cantidad de empleos, pero no tiene la capacidad de administrarlos todos. Por eso, se requiere también la participación de la empresa privada y la sociedad civil.

Los subsidios a la nómina hubieran servido en marzo del año pasado, antes de que desaparecieran 4.5 millones de empleos, pero hoy ninguna empresa va a contratar un nuevo trabajador solo porque le cubran el 30 o 40 % del costo salarial, salvo que tenga la certeza de que va a poder vender lo que produzca ese trabajador, pues no tiene cómo pagar el resto del salario y los demás costos de producción.

¿Qué se ponen a hacer esos 500.000 trabajadores? Proyectos de creación de bienes públicos que no requieren un alto grado de capacitación: reforestación y recuperación de cuencas, de vías terciarias en el campo, de la malla vial en las ciudades, reparación y mantenimiento de infraestructura pública (parques, escuelas, centros de salud, etc.), servicios sociales para las comunidades, y tantas necesidades de bienes públicos que tiene el país.

Existen ejemplos exitosos de este tipo de programas. A nivel muy local y micro, el programa Guardianes de Paz y Cultura de la anterior alcaldía de Cali, que rescató a miles de jóvenes pandilleros. En un nivel territorial, el FOREC, que coordinó la reconstrucción del Eje Cafetero después del terremoto de 1999, es un caso de eficaz colaboración público-privada.

El más ambicioso de estos programas fue el Civilian Conservation Corps (CCC) del presidente Roosevelt en medio de la gran Depresión de los años 30 del siglo pasado. A lo largo de seis años empleó a cerca de 3.000.000 de personas, en su mayoría jóvenes, en labores de construcción de infraestructura y conservación y desarrollo de los recursos naturales en los terrenos de los parques nacionales.

El gobierno nacional debe liderar y financiar la creación de un programa similar, articulado con los gobiernos locales para su ejecución y con el sector privado para su administración.

Mauricio Cabrera Galvis

Mayo, 2021

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