Estar “encerrado” para librarme del contagio del COVID-19 me ha permitido asistir a muchas conferencias virtuales. En una de ellas, hace un par de meses, escuché a un gran amigo disertar sobre el origen y la formación del universo. Con sus explicaciones, volví a pensar en nuestra pequeñez como especie y en la razón de nuestra existencia.
Nuestro planeta ha visto pasar a multitud de generaciones de seres humanos que nacen, crecen, se reproducen y mueren. Salvo algunas especies vivas que han resistido los cambios climáticos y han sobrevivido casi intactas el paso de los años, prácticamente todas las que hoy existen son resultado de adaptaciones al medio ambiente que está en continuo cambio. Lo que hoy es, a lo mejor mañana no existirá. Y la naturaleza continuará inexorablemente, sin nosotros.
A pesar de sus extensiones de tierra y agua y de su capacidad para albergar hoy a más de 8.000.000.000 personas, la Tierra solo es un pequeño astro que navega por el espacio desde hace millones de años en medio de una pléyade de galaxias y en un universo que parece infinito. Aún no se ha comprobado si hay vida inteligente en otras constelaciones o planetas. Por eso, hasta hoy podemos decir que la Tierra es el único cuerpo celeste que tiene vida inteligente y recursos para mantenernos vivos. Sin embargo, quienes vivimos en él estamos atrapados en una paradoja: somos conscientes de la inmensidad del universo y, al mismo tiempo, de nuestra pequeñez. Reconocemos que el planeta y nuestra presencia en él son apenas una brizna en el tiempo y en el universo.
Si este pequeño planeta lleva miles de millones de años navegando por el universo, ¿qué somos nosotros, tan pasajeros, tan limitados, débiles y pequeños? ¿Para qué estamos en esta Tierra si, con suerte, nuestra vida llegará a los ochenta años, quizás hasta unos pocos más?
Luego de unos años de deliciosa inconsciencia infantil y juvenil, los seres humanos tenemos que asumir responsabilidades como adultos y nos pasamos el tiempo luchando por conseguir y mantener un trabajo que nos dé el dinero necesario para construir una familia con amor. Luchamos por adquirir fama, poder o reconocimiento social y trabajamos en donde podemos o, si tenemos ese privilegio, en donde queremos. Con esfuerzo logramos construir un nido y solo unos pocos, un palacio, pero todos necesitamos un refugio donde guarecernos y todos, al fin del día, queremos tener una almohada para reclinar la cabeza. Ambicionamos, competimos, elegimos o vemos elegir gobernantes, tan pasajeros como nosotros y tan deslumbrados con su pequeño poder, sus riquezas y su grandeza. Somos testigos de las luchas, las guerras, los desastres, las hambrunas, las ambiciones de los pueblos y de sus gobernantes. Y, al final, todos se van tan desnudos como nacieron. Adquirimos objetos, conocimientos y principios que guían nuestro actuar. Por estar demasiado ocupados en esas cosas diarias, con los años nos damos cuenta de que el breve tiempo de nuestra vida se nos fue irremediablemente y de que ya no es posible dar marcha atrás. Y, ante esta realidad, necesariamente, nos surge la pregunta: ¿qué hice con mi vida, con mi corto tiempo en este planeta?
En unas dos o tres generaciones es posible que alguien se acuerde todavía de nosotros; sin embargo, aquellos que nos recuerden, ¿de qué se acordarán? ¿Seré capaz de generar en ellos algún signo de amor, nostalgia o alegría? Aunque solo sea para quienes están más cerca de mí, solo de mí depende dejarles el testimonio y el recuerdo que pueda superar el paso de los años y que cause en ellos una sonrisa, una mirada agradecida o un beso sobre la imagen que guarden de nosotros. En mi pequeñez y en mi grandeza, ¿cómo quiero que me recuerden los que se acuerden de mí cuando ya no esté? ¿Qué clase de vida he construido? ¿Tengo tiempo todavía para darle a mi vida el significado que me haga feliz a mí y a los que me rodean y que provoque en otros el agradecimiento por mi breve paso por este planeta?
La Tierra, a la deriva, marcha según las leyes físicas del universo. ¿Cuáles son las que rigen mi vida y las que tengo para orientar mi propio destino?
Bernardo Nieto Sotomayor
Diciembre, 2020
2 Comentarios
Bernardo: muy hermosa reflexión y muy necesaria para contemplar nuestra pequeñez, pero también nuestra inmensa grandeza. Y hago énfasis en este último. El hombre como individuo biológico no ha podido llegar todavía más allá de la luna. Pero con nuestra inteligencia y el poder de la tecnología, realizada por nuestra enorme capacidad de invención, hemos podido llegar a los límites del universo, no solo visible sino pensable. Pero el más allá no es solo el límite material de nuestro bio-organismo, sino la proyección infinita de nuestro espíritu, que es realmente la huella que el Creador impuso en nosotros, las creaturas pensante. Espíritu que es una dimensión nueva, más allá del espacio y el tiempo. Espíritu que pensado con el lenguaje y la imaginación de nuestra realidad es un momento eterno, impensable e infinito. Espíritu que es la presencia de Dios en nosotros y la de nosotros en El. Un abrazo.
Sencillo y sabio como sueles ser. Gracias Bernardo por esa invitación a la humildad. Trajiste a mi memoria aquella historia sobre Alejandre Magno, quien al morir joven pero dueño del mundo conocido, ordenó ser enterrado con las manos fuera de su ataúd: no se llevaba nada.