Cuentos de navidad

Por: Jaime Lopez Velez
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En este relato no pretendo ser un Charles Dickens, no faltaba más. Pero todos nosotros, los que creemos, tenemos nuestros propios cuentos de Navidad, así estos carezcan, como los míos, de profundas y sabias reflexiones.

Mi primer cuento de Navidad se remonta a la década de los años ´45, cuando hice la primera comunión, y el pesebre en casa acogía con entusiasmo a toda la familia y a algunos de los más allegados amigos de mis padres. Cantar los gozos y los villancicos a todo pulmón era una emulación entre todos los pequeños. Ese “ven, no tardes tanto” nos llevaba a pensar más en los “traídos” que en el mismo niño Jesús. Es imborrable la memoria de esos momentos tan especiales y significativos en familia, aun a pesar de que tantos elementos distractores, como el papá Noel, la pólvora, los globos, etc., desdibujaban la esencia de la celebración.

Años después comenzó otro cuento bien diferente. Y ese fue el de las Navidades en Santa Rosa de Viterbo, como novicio y luego como junior. No había “traídos”, pero seguían los gozos y los villancicos, ahora sí cantados más con el alma que con la garganta. Nos aproximamos al verdadero sentido de lo que se celebra en Navidad, y nuestro espíritu se repotenciaba para continuar el camino de renuncia y austeridad. Por esos días, durante el Juniorado, se presentaban obras de teatro, entre las cuales recuerdo bien el drama “César”, escrito por Alberto Gutiérrez Jaramillo, y nos atrevíamos a escribir los primeros poemas sobre el niño Jesús, la Virgen María, el pesebre, etc. Las Navidades como jesuita son las que más se han arraigado en mi memoria y las atesoro por el gran valor que aún me representan.

Un tercer cuento de Navidad se enmarca en los años desde mi retiro de la Compañía de Jesús hasta mi matrimonio. Aunque eran celebraciones en familia, y se rezaba siempre la novena y se cantaban los gozos y los villancicos, prevalecía una atmósfera de Saturnalia; la buena cena, los aguinaldos (que no eran ya los “traídos”), el licor, la música guasca, la pólvora y las jugarretas de ruleta, infaltables el 24 y el 31. Mi padre compraba la pólvora que era más de pirotecnia que explosiva. Alguna vez, mi hermano menor, bastante irresponsable, tiraba buscaniguas en el momento en que llegaban unos amigos invitados, con tan mala suerte que un buscaniguas, errático y caprichoso, se metió por la ventana del carro y le quemó el elegante vestido de “estrén” a la esposa del invitado. ¡Ah! Y no podía faltar la marranada. Los más chicos se alejaban para no oír los agudos chillidos del porcino moribundo. Año tras año era todo muy similar y coincidía siempre con nuestras vacaciones de fin de año, que pasábamos en una finca en La Estrella, cerca de Medellín.

Mi cuarto cuento de Navidad se empezó a escribir a principios de 1967, año de mi matrimonio. Dios me bendijo con una esposa fantástica e inmejorable, y con cuatro hijos, todos varones, que se graduaron en el colegio de San Ignacio, en Medellín, cuando trabajaba allí el hermano Aurelio García, quien había sido mi compañero desde primero de bachillerato en la escuela apostólica de san Pedro Claver, en el Mortiño, cerca de Zipaquirá, y con quien, era de esperar, tenía yo buena “rosca”. Eran nuestros hijos los que tomaban la iniciativa para construir el pesebre. Cada uno de ellos quería agregarle algo más: el uno, que más ovejas; el otro, que el lago con sus patos; otro más, que los pastorcitos, Se peleaban el turno para leer la novena y se distribuían los gozos, desde el mayor hasta el menor. Casi todos los días de la novena nos acompañaban los abuelos de los niños y los llenaban de golosinas, las más diversas. Volvía a ser un misterio aquello de los “traídos”. Las cartas de cada uno al niño Jesús en las que le hacían sus pedidos tenían que desaparecer como prueba de que Él sí las había recibido.

Con los años, ya los hijos crecidos, la celebración de la Navidad fue cambiando, pero no solo en nuestro hogar. La sociedad toda convirtió esa época en algo más pagano, con el consumismo y el desenfreno.

Aun así, veo que en nuestros hijos quedó arraigado el verdadero sentido de lo que acontece en Navidad. Ahora, son ellos quienes transmiten a sus propios hijos el significado de estas tradiciones católicas.

Mi quinto, y último cuento de Navidad, está protagonizado por mis nietos: seis niñas y dos varones; 21 años, la mayor; 7 meses, el menor. Por tanto, hemos tenido siempre durante los últimos años pequeñines que nos inspiran para continuar celebrando la Navidad en familia y con sentido religioso. Ha sido el momento más propicio para inculcarles que el mejor pesebre en el que el niño Jesús se siente más a gusto es nuestro propio corazón, humilde y sencillo, como el pesebre de Belén. Cuento este, el último, que seguirá inconcluso hasta que la vida le ponga el punto final. Y entonces serán mis hijos quienes empiecen a escribir los suyos propios.

Jaime López V.

Diciembre, 2021

1 Comentario

u 25 diciembre, 2021 - 11:20 am

Gracias, Jaime por compartir tu experiencia navideña en esos “cuentos” de tu vida. Mirar y repasar el mapa de la vida hasta nuestro presente, nos permite hacer balance y poner en su justa dimensión la cantidad de bienes y dones recibidos. Deseo para tí y para todos los tuyos una hermosa Navidad. Aurelio Garcia, con seguridad, está feliz de ver que tus hijos ignacianos y toda tu familia llevan en su vida el sello de Ignacio y de la Compañía de Jesús. Gran abrazo.

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