Textos hay que “enseñan” a escribir. Incluso, utilicé varios cuando me desempeñé como profesor. Ahora no pretendo enseñar, sino participar en la tertulia más amena y enriquecedora de la que tenga memoria: esta de los jueves por la tarde, compartiendo experiencias de escribir.
Mi experiencia inicial de escribir se dio hacia los nueve años cuando me atreví a glosar con preguntas y subrayados aquella primera lectura que, cual ola de mar tormentoso, hizo crujir el tablado del desprevenido bote donde viajaba mi inocencia, en un diálogo con Arthur Schopenhauer, acerca de El amor, las mujeres y la muerte.
La siguiente fue cuando me preparaba para ser un bachiller de pueblo, con un cura de rector del colegio, mientras al otro lado de la plaza, detrás de la iglesia y bajo tutela celosa, las monjas “educaban” a la juventud femenina en La Normal.
Además de estudiar, cruzar miradas y sonrojar mejillas, el verdadero quehacer taimado de nosotros y de aquellas niñas ‒en la plaza, bajo una gigantesca ceiba; durante la misa, las procesiones religiosas o en los “certámenes literarios”‒, fue lo que las dos instituciones de enseñanza media de Sopetrán se inventaron, para dicha mía, pues mis ojos en ese momento no solo se alimentaban descubriendo redondeces bajo uniformes a cuadros azules y blancos, cuando oídos e imaginación se entrenaban con versos y prosas para ellas, rebuscando la expresión exacta que evitara la censura del cura y al mismo tiempo lograra la atención de la verdadera dueña de nuestras palabras.
Ese ejercicio me enseñó la forma; pero la unión de contenido y forma la hizo posible aquella inolvidable pecosa de labios finos, voz de arrullo y diamantina mirada cuando me indicó la rendija exacta de la celosía en la ventana que coincidía con su cama. Desde la acera que recorría el largo muro lateral de La Normal deslicé poemas, que ella leía bajo las sábanas, alumbrando mis versos con linterna. Muchas veces recogí allí mismo esquelas selladas con el dibujo de unos labios rojos pintados con lápiz de color.
Apenas solo una persona extraña conoció aquella extraordinaria producción literaria. La monja que descubrió ese truco de amores decidió hacerme su amiga y logró que, terminada la secundaria, quemara en una fogata un cuaderno de cien hojas y una sarta de cartas humedecidas con lágrimas, como ofrenda al Jesús de la Compañía, donde solo recuerdo haber escrito un soliloquio que los redactores del medio informativo y literario del juniorado en Santa Rosa de Viterbo no se atrevieron a publicar por “pacato”.
Tal vez, la mejor producción literaria como jesuita fueron las cartas que nos cruzamos con el padre provincial de entonces y con el padre Arrupe, General de la Compañía, donde quedaron plasmados argumentos, quejas y perplejidades que terminaron con mi desvinculación de la comunidad.
Esto me conduce a la primera certeza: solo cuando en nuestro interior se configura la necesidad de expresarse ‒y no pretendemos enseñar‒, aparece el escritor.
Escribir por “oficio”, es más exigente, mal pago y no ofrece el tibio sabor que nos deja la literatura, donde el placer de oírnos es suficiente para convertir imágenes, sentires y placeres ficticios o añorados en palabras que hacen brotar mundos nuevos, donde es posible encontrarnos con otros cuando nos lean.
De esa escritura nacida para demostrar algo, conservo colaboraciones como Filosofía: Guía de estudio para la validación del bachillerato académico, ICFES, 1984; un capítulo en el tomo I de la Historia de la Educación en Bogotá, titulado La reforma educativa de 1893: epílogo de una estrategia, Instituto para la Investigación Educativa y el Desarrollo (IDEP), 1999; Mujer y Educación en la Nueva Granada, Comunicación Creativa, 2002, y el capítulo Modernización de los Sistemas Educativos Iberoamericanos Siglo XX, del tomo II de la colección Pedagogía e Historia, IDEP, 2004.
Semillas de Fuego, mi única novela, es el escrito que más amo, porque de alguna manera es también otra historia de amor como la recogida en aquel cuaderno adolescente, que voló convertido en llamas hacia el cielo, según me aseguró aquella monja, de lo cual hoy no estoy seguro.
En cambio, estoy convencido de haber perdido tiempo y energía cuando escribía en un panfleto, con formato de semanario, llamado Maestro y combatiente, cuyos ejemplares espero que la Biblioteca Nacional los haya convertido en material de reciclaje, aunque reconozco haberlos trabajado y distribuido con verdadera pasión.
Esto me demuestra que no todo lo hecho con ardor es, por ello, digno de orgullo, y que los discursos hechos con la intención de conseguir adeptos, además de pervertir la literatura, no dejan aquel sabor indescriptible que sí consigue el ejercicio de escribir por la necesidad o el placer de hacernos parte de la comunidad humana, como es el caso de la participación en exjesuitasentertulia.blog
Luis Arturo Vahos
Junio, 2022
5 Comentarios
Muy costumbrista ( hubiera querido decir chevere…) tu descripcion de los primeros amores en tu pueblo natal. Me llega desde lo lejos el refrescante aroma de la colombianidad. Gracias
Luis, excelente, corrobora tus dotes literarias y humanas, y tu estilo limpio y directo. Esperamos tu segunda novela
Un abrazo
Luis Arturo, comulgo con tu atinada descripcion de cuando se es escritor por pasion y voacion no por orden u obligacion. Si lo producido tiene acogida es porque tiene valor y atrapa al lector afectiva e intelectualmente. En ese momento y estado mental es cuando producimos lo que vale la pena y perdurápor mucho tiempo. Sigue escribiendo…
Doy fe de todo lo que escribes, dices y compartes. El haberme escogido como cómplice de tus Semillas…me ha hecho feliz…por la renacida y fuerte amistad que significa.
Luis Arturo: hermosa descripción de tus amores adolescentes y muy acertada opinión sobre la voluntad y la vocación del escritor. Saludos.