Atendiendo algunas de las recientes peticiones del grupo de los Amigos de Toda la Vida (ADTLV) sobre mi devenir jesuítico, me permito compartirles un puñado de apuntes sobre las huellas que me han llevado por el mundo, hasta llegar a integrar este querido grupo, desde los remotos parajes suizos que aquí comparto en imágenes.
Por las cosas del cielo, sospecharía que la vena jesuítica me proviene de familia, ya que mi padre desde muy niño creó una gran amistad con los jesuitas de la residencia de Tunja durante la década de 1940, entre los que se destacaba el padre Ricardo Molina SJ, o posteriormente un vínculo fraterno de más de medio siglo con Héctor López Osorio SJ, amistades que conservó y multiplicó al trabajar con la Compañía toda su vida en Bogotá, sin escapar a que le echasen el ojo para despertarle la vocación ignaciana.
Entre las décadas de 1950 y comienzos 1960 mi madre pertenecía a la congregación de las Marías en la que ella se ocupaba del los ingresos y egresos de la Caja Social de Ahorros del Círculo de Obreros, bajo la dirección del padre José María Posada SJ. a quien ella estimaba particularmente, al igual que al padre José Arístides Núñez Segura SJ. su asesor espiritual en el colegio San Bartolomé.
Esa conjunción de hechos y espacios facilitó que mi padre se fijara en ella para siempre hasta que obtuvo su mano, quedando para otra vida el camino de la consagración religiosa, una románica estrategia que favoreció mi llegada a este mundo en la maternidad de San Pedro Claver.
Dentro de ese contexto aprendí a gatear en los predios de la Compañía y a descubrir las leyes de la física en los brazos del padre Arturo Montoya SJ, mientras los jesuitas de diversas generaciones tenían una segunda morada en casa de mis padres, sincretismo que naturalmente indujo a que hiciese mis estudios en los colegios San Bartolomé Mayor y de la Merced, en los que disfruté “como enano”.
Allí recobré mi interés original por la historia gracias a textos escolares como el de Rodolfo R. De Roux SJ, reencontré al citado padre Arturo Montoya ahora en calidad de confesor y profesor en su monumental laboratorio de física, hice amistades que siguen perdurando con los maestrillos jesuitas de aquel entonces, descubrí el gusto por la practicar de las artes plásticas de la mano del hermano Urbano Duque SJ. en su famosa academia de artes que era como un museo con vistas panorámicas sobre Bogotá, e incluso me encontraba con el hermano Sandoval SJ. quien en su enfermería y botica no dudaba en llamarnos “microbios” a todos los alumnos antes de prestarnos una pelota para jugar.

Al crecer se fueron haciendo insistentes mis reflexiones sobre cuál podría ser mi aporte a la sociedad y mi propósito de vida, hasta que un día me asaltó una repuesta inesperada: el servicio sacerdotal desde la vida religiosa. No me caí del caballo como Pablo de Tarso porque iba de a pie, pero recuerdo que perdí por un buen rato la noción del tiempo y del espacio en medio de la calle, al escuchar esa inesperada voz que me produjo serenidad y a la vez un gran asombro. Hasta ese momento jamás se me había pasado por la mente una idea similar, pero retrospectivamente veía que mi práctica de vida tendía a compaginar con dicha respuesta. Una vez más el cielo y la tierra confluían elocuentemente en mi interior para dar un gran paso.
Transcurrido un semestre de meditación, el llamado era claro e inequívoco como proyecto de vida, mientras que la Compañía de Jesús se dibujaba como una buena alternativa para ese cometido. Con esas primeras certezas, en un paseo con mi familia a la finca de Villeta, estando al borde de la piscina me atreví a compartir por primera vez esas inquietudes y lo haría con un amigo y joven jesuita, Aurelio Castañeda.
Una vez superado año y medio de discernimiento, pruebas y acompañamiento vocacional en las que disfruté de la orientación de otros jóvenes como José Leonardo Rincón SJ. o de Jorge Humberto Uribe SJ, recibí con emoción la carta de admisión del provincial Gerardo Remolina SJ. Ya iniciado el mes de enero de 1986, me hallaba en el barrio Robledo de Medellín participando de la misa de acogida para los veinte nuevos novicios, misa presidida por nuestro admirado maestro de novicios José Adolfo González y concelebrada por el memorable Jesús Caicedo SJ. quien también hacía parte del nuevo noviciado campestre inaugurado por el general Pedro Arrupe SJ.
Fueron dos años realmente maravillosos que complementábamos todos los fines de semana al exterior del noviciado con el trabajo apostólico, en mi caso, en las paradisiacas veredas del emblemático corregimiento de Santa Elena donde la Compañía tuvo a comienzos del siglo XX una pequeña hacienda, o en Medellín en las empinadas lomas de las comunas del Popular II, todo ello en épocas del controvertido cardenal Alfonso López Trujillo.
Al pasar al juniorado ubicado a un costado del Hospital San Ignacio en Bogotá, siendo Antonio Calle el superior de los juniores, Eduardo Briceño SJ. el espiritual, y Marino Troncoso SJ. el director de estudios, combinábamos nuestras clases en la universidad Javeriana con el trabajo apostólico escalando las cumbres de las inhóspitas montañas del sur oriente bogotano, que empezaban a ser colonizadas por los desplazados y campesinos refugiados del país, los que con sus niños y abuelos llegaban a buscar tregua en esas gélidas laderas que conformarían el barrio Jerusalén en el sector del Simón Bolívar, comunidades a las que la Fundación Social con Gerardo Arango SJ. como tutor le prestaba asistencia a ese proceso social y eclesial.
Estando en la universidad se fortaleció mi interés por los estudios de economía e historia, animado por nuestros encuentros con Francisco De Roux SJ. o las clases en el departamento de historia con Juan Carlos Eatsman, intereses que hicieron parte de mi experiencia en el juniorado hasta que salí de la Compañía en 1988, los que de inmediato me permitieron iniciar la carrera de economía en mis primeras semanas como laico en la Javeriana, sin perder de perspectiva la posibilidad de retornar a la Compañía luego de terminados los estudios.

La pasión por la investigación y la escritura sobre los procesos sociales vinculados a la economía, pronto me dieron la posibilidad de contratar mis primeras investigaciones siendo estudiante. Esa experiencia me alejaba un poco de las ecuaciones y los modelos matemáticos, para privilegiar la comprensión sobre el desarrollo de los procesos sociales que indudablemente reclamaban afianzar mi otra pasión por la disciplina de la historia, algoritmo que en consecuencia me indujo a iniciar esa carrera también en la Javeriana. Mi interés por la economía y la historia mantenían su fuente de inspiración en las paradójicas realidades del país y en la prolongación de mis visitas a las comunidades de los sectores menos favorecidos que ya conocía particularmente en Bogotá y Antioquia.
En la era que Germán Mejía Pavony era nuestro profesor y director de la carrera de historia, como estudiante saqué tiempo para trabajar en la actualización de los libros escolares de historia del Dr. Augusto Montenegro, profesor de la misma universidad, todo un honor para mí al haber estudiado con su textos en el bachillerato, por tener la posibilidad de orquestar con él largas tertulias caseras, y por corresponderme hacer con él esa actualización de forma técnica y pedagógica con destino a todos los colegios del país.
La investigación y otros encargos editoriales siguieron ocupando una parte importante de mi vida de estudiante, mientras que también acudía a los archivos en busca de las pistas documentales que pondrían a prueba mis hipótesis sobre los mecanismos de el control social urbano en Bogotá, dos años de trabajo archivístico apasionantes que tenían por objeto darle forma a la tesis que me daría el pase para ser profesor de historia en la Javeriana.
A la vez que dictaba clases en las facultades, hacía parte del seminario de profesores sobre Historia de las Mentalidades, e integraba el proyecto de estudios inquisitoriales con Anna Maria Splendiani y Emma Luque, dos profesoras y entrañables amigas con quienes publicamos varios tomos sobre el tribunal de la inquisición de Cartagena de Indias y de los que quedan otros por publicar en la Javeriana, investigaciones que nos llevaron a trabajar en numerosos archivos colombianos y europeos como el Archivum Romanum Societatis Iesu en la jesuítica Curia General, con el apoyo del Banco de la República, de Colciencias y del Instituto Colombiano de Cultura Hispanoamericana.
A finales del siglo XX, con el respaldo de Gerardo Remolina SJ. como decano y luego como rector de la Javeriana, retorné a España para hacer mis estudios de doctorado en historia moderna y en estudios inquisitoriales, instalándome en Alcalá de Henares ciudad en la que literalmente me convertí en vecino de la casa de Cervantes y de las pintorescas cigüeñas que empluman los tejados de la ciudad.
Anclado en ese vecindario cervantino, redoblando los pasos del maestro del Quijote, asistía a mis clases en la universidad cisneriana a la que San Ignacio había llegado en 1526 como estudiante de teología, camino en el que me podía desviar por la Ermita Universitaria del Santísimo Cristo de los Doctrinos, en la que nuestro santo explicaba la doctrina a sus incondicionales devotos y que de paso le valdría ser arrestado para someterse exitosamente a su primer proceso inquisitorial. En dicho trayecto al salir de casa, inevitablemente me encontraba con el Hospital de Nuestra Señora de la Misericordia, donde San Ignacio habitó siendo estudiante y sirvió como cocinero o enfermero, experiencia que lo inspiraría para instituir el famoso mes de hospital que conocimos en nuestra formación jesuítica.
Mis estudios también me indujeron a integrar algunos centros académicos en Madrid, Sevilla, París… Los quehaceres de las investigaciones en Toulouse facilitaron un memorable encuentro que ha dado paso a una familiar amistad con nuestro querido Rodolfo R. De Roux, quien era codirector y profesor en la universidad de “la ciudad rosa”.

Desde esa época mis actividades se han radicado ininterrumpidamente en distintos parajes del viejo continente, suelo sobre el que ha germinado la adorable familia al igual que mis nuevas lecturas relativas al ámbito social y espiritual, ocupaciones que siguen acaparando mi atención cuando no me distraigo en la contemplación de los monumentales Alpes suizos que yacen bajo mi ventana, desde donde no pierdo de vista la evolución de nuestro terruño natal ni del agitado mundo que nos rodea.
Es sabido que los historiadores escriben más de lo que hablan, por ello ya es hora de ahorrarles mayores prosas para satisfacer la demanda que me ha sido formulada. Si la oportunidad se presenta, los demás detalles aguardarán a salir a la vera del camino en alguna tertulia personal con los ADTLV.
Con un especial abrazo para todos,
José Enrique Sánchez B.
Mayo, 2023