Estoy en los 77 años de esta existencia. Me piden mis compañeros de hace muchos años que les comparta mis pensamientos sobre este tema. Al hacerlo, pienso en tantos eventos, situaciones, memorias vividas en diferentes etapas de mi vida, relacionadas con estos días. Se reúnen en mi mente tres palabras con las cuales quiero sintetizar lo que siento hoy, cuando se avecina la época de la Navidad en este mundo donde tengo el privilegio de existir: encuentro, revelación y descubrimiento.
Desde mis años de infancia y adolescencia, la Navidad fue la época de grandes encuentros familiares y de amigos, alrededor de un pesebre que mi madre construía desde el comienzo de diciembre, con las figuras típicas de la familia del Jesús que llegaba, acompañado de José y María, los pastorcitos y los infaltables reyes magos. Pesebre en el cual mis hermanos me enseñaron a “mover” las figuras gradualmente durante nueve días, hacia el punto central de la chocita donde la Virgen y San José, estaban listos para el día del nacimiento, el encuentro del Dios de nuestra fe familiar con los pobres y los ricos, personificados en los pastorcitos y los reyes magos. La familia entera se preparaba, noche tras noche, en el rezo de la novena entre villancicos, arequipe y buñuelos y se suplicaba al que vendría al encuentro, que… “no tardes tanto, Jesús, ven, ven”.
Descubrir quién realmente traía los regalos de la noche de Navidad en los años de la temprana infancia se volvió tarea fácil de resolver al tener cinco hermanos mayores que se divertían con la inocencia del menor…, aunque me quedaba la sensación de haber sido engañado con “mentiritas” por mi propia familia. Revelar el secreto, la magia de esos años, era tarea de los mayores para con los pequeños y de los religiosos empeñados en inculcarnos que eso era el comienzo de la “revelación” de Dios a los hombres, lo que por supuesto no entendía.
Mas tarde, en mi juventud, la Navidad fue adquiriendo un carácter de mayor importancia en mi vida asociada con los jesuitas, cuando fui descubriendo que esa conmemoración milenaria de un nacimiento significaba un encuentro del mismo Dios con la naturaleza humana, al “encarnarse” en un ser humano como nosotros, al “revelarse” de una manera humilde, pero profunda, para que descubriéramos su papel “liberador” de nuestros supuestos pecados al, digámoslo así, “rebajarse” hasta nuestro nivel… desde sus alturas eternas.
Poco a poco, a lo largo de mis estudios de Filosofía y Teología, y mi formación de jesuita de entonces, la celebración de la Navidad siempre fue una época bella de encuentro comunitario, encuentro con la familia, encuentro con los amigos y los alumnos y reafirmación de una fe que en ese entonces se mezclaba con tradiciones de fiesta y profunda reflexión y oración, reverenciando un momento crucial del sentido de mi vocación de entonces al encuentro, servicio, revelación y entrega a los demás a través de quienes se cruzaran en el camino de una vida joven de quien se preparaba para el sacerdocio católico en la Compañía de Jesús.
Al cambiar el rumbo de mi vida, hace 47 años, para completar mis estudios profesionales, vivir en otras culturas, trabajar en empresas multinacionales, pero más importante que todo, fundar una familia con mi esposa y educar a nuestros hijos, la época de la Navidad comenzó a traer necesariamente un cuestionamiento en varios aspectos. El dilema siempre estuvo entre mantener unas tradiciones de otro momento de religiosidad para los dos o ser genuinos con nosotros mismos ‒con nuestra poca o ninguna religiosidad‒ y educar unos hijos en un ambiente cultural, relativamente religioso, pero lejos de los fanatismos que comenzaban a manifestarse paulatinamente en nuestro entorno y en el mundo. Decidimos dejar esa decisión a cada uno de ellos, ofreciéndoles oportunidades de educación global y culturalmente diversa, sintiendo la necesidad de ser nosotros mismos con ellos y complementar o ayudarles a cuestionar lo aprendido en el colegio con el ejemplo de los valores recibidos del encuentro familiar de la Navidad, la proyección social de la “llegada” anual del pesebre a través de novenas reeditadas por mí y los adornos navideños a nuestra casa y los regalos no ya de la familia sola, sino los de familiares, amigos y hasta los infaltables “amigos secretos”.
Aún recuerdo el dilema con Pilar de cómo no mentirle a nuestros hijos sobre quién realmente traía los regalos de Navidad. Nunca quisimos confirmar ni negar que las tradiciones de Papá Noel, el Niño Dios o Santa Claus desde el polo norte lo fueran. Preferimos afirmarles que esos símbolos de la infancia para muchos no eran sino una manera de ayudar a los niños a comprender que, al saber quién realmente traía los regalos, se había llegado al momento del “aprender a dar”, cuando se experimenta la satisfacción del “hacer feliz a otro”, superior ciertamente que la del recibir. Les ayudamos a descubrir en su vida que su experiencia hasta ese momento había consistido en recibir y que, de ahora en adelante, el dar pasaría a ser lo más importante para el resto de sus vidas. Navidad, además de seguir siendo la época de encuentros con nuestra familia y amigos a través de las novenas, continuó con ese sabor de descubrimiento de unos con otros, de revelación de la profundidad del afecto de unos con otros y del compartir y de hacer un balance de lo vivido durante el año, de volver a revivir los encuentros con familia, amigos y muchas veces, amigos de los amigos…
Los hijos crecieron y ya se fueron de nuestra casa a seguir sus caminos. Nuestra vida profesional siguió y se ha ido transformando para vivir no para las profesiones, sino como resultado de ellas. Nuestras profesiones germinaron en múltiples maneras, tanto para Pily como para mí. Las novenas de Navidad en casa, cuando nos encontrábamos con amigos, familias y colegas de trabajo, poco a poco fueron disminuyendo en cantidad y frecuencia. Ahora, los adornos navideños iluminan nuestra vivienda más como un símbolo y recuerdo de días intensos de familia, de encuentros, revelaciones y descubrimientos.
Este último año, la pandemia ayudó a reducir nuestra noche de Navidad a su mínima expresión física. Los cuatro: papá, mamá, Santiago y Camilo, celebramos por primera vez una Navidad ¡sin nadie más! Solos, en nuestro apartamento, tuvimos una de las noches más memorables de nuestra vida en familia, ya adultos. Cenamos, conversamos, bebimos, bailamos y celebramos de múltiples maneras la alegría de nuestras vidas, el encuentro de nuestras existencias, nuestra diversidad como personas, nuestra similitud de valores, nuestra felicidad de estar eternamente para los demás, la alegría de sentir que nacimos para el encuentro con otros y para el continuo descubrimiento de nuestras vidas individuales como el gran objetivo de las mismas.
Comprobamos esa noche que no hacía falta la presencialidad de nuestros encuentros para sentir la cercanía con nuestras familias y amigos. Sentimos que la alegría del existir la habíamos estado sintiendo durante estos meses largos de la pandemia en el encuentro y el descubrimiento con muchísimos amigos, compañeros, familiares, exalumnos y colegas a través de nuestros encuentros y descubrimientos por zoom en infinidad de reuniones semanales o mensuales o en las interminables conversaciones individuales por chat o por teléfono, en las cuales nos encontramos y nos descubrimos unos con otros. En el dolor de la pérdida de seres queridos para unos o en la alegría de la superación de la enfermedad para otros viajamos a lo más profundo de nuestras existencias y nos encontramos unos con otros, nos descubrimos pacientes o impacientes, optimistas o pesimistas, radicales o polarizados o comprensivos. Aprendimos a escuchar a los otros, a descubrir al otro que creíamos que conocíamos; descubrimos amigos nuevos y aprendimos la revelación de los demás en múltiples sesiones y encuentros; compartimos nuestros escritos con muchísimos a través de nuestro blog; escuchamos y leímos a tantos, tantas veces.
En los últimos meses hemos tenido talvez la oportunidad de vivir en nuestras vidas una experiencia que nos ha acercado a niveles nunca antes pensados de nuestro existir a través del tiempo y el espacio que nos fascina y nos hace sentir la humildad de nuestra pequeñez en el universo, así como el potencial de nuestra conciencia.
Creo, además, que estos dos últimos años la Navidad, en todo su esplendor y sabiduría, nos ha envuelto y nos ha magnetizado a cada uno de forma diferente, pero nos ha demostrado una y otra vez, que ese nacer ‒que conocimos en nuestra infancia de un niño en un pesebre‒, tenía mucho más sentido para nuestras vidas que lo que fuimos aprendiendo durante nuestros largos años y lo seguirá teniendo en los años que vienen, pues solo a través del encuentro, la revelación y el descubrimiento de nosotros mismos, de otras personas, empresas, naciones y el universo entero, creceremos y nos reconoceremos en el otro, en nuestro hermano y quien esté frente a nosotros. ¡Entonces podremos decir que hemos entendido y vivido que la vida entera es Navidad!
¡Feliz Navidad!
Darío Gamboa
Diciembre, 2021