Vivir sin cara

Por: Francisco Cajiao
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Vivir sin un rostro es lo que para muchos ha significado socialmente el uso de las mascarillas. Me pregunto si tantos conflictos graves que vienen reportándose en los colegios, asociados con dificultades de convivencia, no estarán relacionados con la pérdida del reconocimiento facial, el cual invita al diálogo y a la confianza.

En las visitas que hacemos a las librerías, suelen colarse libros que uno no sabe muy bien por qué se incluyeron en la compra. Comenzando el año, entre varios títulos que seleccioné sabiendo con claridad de qué trataban y quiénes eran sus autores, se coló una novela de Kobo Abe, autor importante, pero hasta ahora desconocido para mí. No sé bien si lo elegí por mi interés en la literatura japonesa, por la carátula un poco espeluznante, por la minirreseña del autor o por el título: El rostro ajeno. Llegado a la casa quedó debajo de los otros seis libros que venían en la bolsa.

Hace unos días el ministro de salud anunció que la ciudadanía quedaba autorizada para liberarse del tapabocas en espacios abiertos y cerrados, con unas pocas excepciones como las instalaciones hospitalarias, el transporte público y los espacios cerrados de las instituciones educativas. Por fortuna, esta última fue desechada casi de inmediato, pues no tenía sentido que precisamente los niños y jóvenes siguieran siendo castigados con medidas que les hacen daño y que todos los estudios señalan como poco pertinentes.

Por esos días a mi libro le tocó el turno de ser leído y pareciera providencial la sincronía de estos hechos, pues trata precisamente de lo que significa vivir sin un rostro, que es lo que para muchos ha significado socialmente el uso de las mascarillas. Trata también de lo que significa ya no saber si se quiere tener un rostro, como le está sucediendo a muchos niños y adolescentes que no desean quitarse el bendito trapo de la cara, por más antihigiénico que resulte.

Me pregunto si tantos conflictos graves que se vienen reportando en los colegios, asociados con dificultades de convivencia, no tendrán cierta relación con la pérdida del reconocimiento facial.

El protagonista de la historia de Abe es un científico que, tras un accidente de laboratorio, queda completamente desfigurado y se ve obligado a vendar toda su cara y encima poner una máscara rígida e inexpresiva. A partir de ese momento toda su actividad mental se centra en esa ausencia, en cuestionar cuál es la importancia de su rostro, en investigar cómo podría restaurarlo, en preguntarse si una cara monstruosa poco a poco lo convertirá en un monstruo. “La cara de monstruo convoca a la soledad y esa soledad modela el espíritu del monstruo”, se dice en algún momento el personaje. Ni siquiera conocemos su nombre, pero es claro que para merecer uno, necesita un rostro capaz de expresarse y cumplir el papel de “pasadizo para la comunicación”, como insiste en decir.

En un aparte de sus reflexiones enuncia cómo los ladrones, los asesinos, los que cumplen tareas clandestinas y quienes no desean ser ellos mismos mientras actúan en forma distante de su propia identidad, terminan usando máscaras, antifaces o cualquier cosa que oculte su rostro de ellos mismos y de los demás.

En repetidas ocasiones he dicho que todavía no sabemos con precisión todas las secuelas de la pandemia y no me extrañaría que el ocultamiento sistemático y prolongado de nuestro rostro tenga efectos más profundos de lo que pudiera parecer.

No es casual que, desde Aristóteles, Hipócrates y Galeno, el estudio de los rasgos del carácter haya estado íntimamente ligado a las facciones de la cara. Desde luego hoy sabemos que la forma de la nariz, la separación de los ojos o la forma de la barbilla no determinan si alguien es apacible o colérico, de gran iniciativa o proclive a la traición, pero sí somos capaces de leer las reacciones de los demás y saber si somos aceptados o rechazados o si nuestras ideas provocan entusiasmo o aburrición.

Me pregunto si tantos conflictos graves que se vienen reportando en los colegios, asociados con dificultades de convivencia, no tendrán cierta relación con la pérdida del reconocimiento facial que invita al diálogo y a las relaciones de confianza. Tal vez sea importante aprender a mirarse de nuevo a la cara, reconocer el gesto que acoge, la sonrisa que apacigua y también esas señales complejas que muestran la tristeza o la alegría.

Todavía nos queda mucho por descubrir sobre la resaca de estos malos tiempos.

Francisco Cajiao

Mayo, 2022

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