El breve recuento en los artículos anteriores del turbio pasado y complejo presente de la Iglesia católica me permite entrever algunos de los monumentales retos y cambios que esta institución tendría que acometer si alguna vez quisiese retomar el camino de Jesús, el Cristo, y así hacer un aporte significativo al mundo de hoy.
En un reto más externo, el Papa tendría que renunciar al Estado Vaticano, sucesor del palacio de Letrán y herencia de Constantino, y reincorporar ese territorio a Italia. Las propiedades de la Iglesia podrían entregarse en fideicomiso u otra figura a una empresa internacional que se encargara de su mantenimiento y administración y las convirtiera en un centro de cultura, en un polo de turismo o en ambas cosas combinadas. Una parte de la renta le permitiría a una reducida burocracia eclesiástica instalarse en algún modesto edificio, atender a las necesidades de la comunidad universal y apoyar sobre todo a las comunidades que enfrenten mayores dificultades. La guardia suiza debe desaparecer. Todos los archivos vaticanos deben quedar abiertos a los investigadores.
¿Tendrá la Iglesia la fe y el coraje para hacerlo? ¿O le teme a ese tipo de verdad? Creo que si no se estrellara contra el infranqueable muro de los poderosos príncipes de la Iglesia y de millones de católicos cuya fe descansa aún en la magnificencia y el poder del aparato eclesiástico, hacia allá marcharía con gusto el papa Francisco. Y una vez que Bergoglio desaparezca, veremos el más tenaz choque entre la Iglesia de algunos países menos avanzados, que lucha por volver a la inspiración original de la fe, y los nostálgicos rezagos de una Cristiandad europea que se desmorona.
Sin embargo, el reto más serio que enfrenta la Iglesia es la revisión de sus concepciones teológicas. Ese desafío me obliga a reiterar esta consideración: la fe cristiana no es fe en algo, sino en alguien: Jesús de Nazaret. Sus seguidores no recibieron de él un cuerpo de doctrina al que debían adherir. Simplemente, vivieron un proceso de maduración de la fe y la confianza en su persona. Comenzaron por admirar su firme talante, sus acciones y palabras; luego, se fueron sintiendo seducidos por su personalidad y comenzaron a seguirlo; más tarde, llegaron a considerarlo como el Mesías anunciado por los profetas y elegido por Yahveh para salvar al pueblo de Israel. Finalmente, Pablo de Tarso ‒quien no lo había conocido personalmente‒ tuvo una profunda experiencia de su presencia y lo reconoció como el Hijo único de Dios enviado a todos los seres humanos. De allí nació la fe cristiana como adhesión más o menos profunda ‒hasta llegar a ser incondicional‒ a Jesús, el Cristo. Esta adhesión no entrañaba la aceptación intelectual de una doctrina, sino una nueva forma de vida. Seguimiento de su testimonio y su palabra, adopción de su mirada sobre la sociedad e incorporación de sus valores.
Sin embargo, durante los primeros siglos los cristianos se vieron confrontados con los interrogantes filosóficos que les planteaban una sociedad y una cultura helenizadas. En consecuencia, los concilios de Nicea y Constantinopla intentaron darles respuesta. Desde entonces, la fe cristiana pasó a ser identificada con la aceptación intelectual de una doctrina supuestamente “verdadera” que transmitía una imagen de Jesús teológicamente aséptica, disecada e inmunizada. Y, en esa condición, pasó a convertirse en la ideología político-religiosa de la Cristiandad (sustituto ‘religioso’ del Imperio romano), así como de su larga, corrupta y violenta decadencia. Bajo su legado, se asfixian aún hoy la fe y la Iglesia católica.
Con el paso de los siglos, la “sana” doctrina de la fe cristiana quedó convertida en un inexpugnable búnker dogmático y teológico que desalienta a quien quiera revisarla, con el agravante de que cualquier intento de retorno a las fuentes ‒si no se limita a la Biblia y sobre todo al Nuevo Testamento (la sola Scriptura que, con buenas razones, reclamaba y aún reclama la Reforma)‒ recae forzosamente en las interpretaciones helenizantes de los Santos Padres, que confunden la fe con la adhesión a una compleja doctrina.
No solo la Iglesia católica enfrenta hoy grandes desafíos. Todas las religiones ‒en particular, las tres religiones monoteístas‒ tienen dos retos mayores. El primero, la inadmisible competencia entre dioses diferentes, cuyos fieles pretenden que el suyo sea superior a los demás o, peor aún, el único “verdadero”. El segundo, el derrumbe completo de la visión del cosmos en el que se sustentan los libros sagrados de las tres religiones mencionadas.
Comencemos por el primer desafío: la absurda competencia entre dioses diferentes. Hasta ahora, cada religión y espiritualidad ha pretendido ser la “verdadera” y definitiva portadora del único mensaje de “salvación” de validez universal. Para los judíos, Yahveh es el único Dios verdadero, creador de todos los pueblos, aunque la fe en él sea privilegio exclusivo de Israel, el pueblo elegido. El cristianismo asumió una pretensión similar y entendió a Jesús como el Hijo único de Dios y su manifestación definitiva. Siguiendo esa tradición, Mahoma y el islam reclaman al Corán como el único libro realmente necesario, rebajaron a Jesús a la condición de un profeta más y el islam exaltó a Mahoma como el último y definitivo profeta.
Sin duda, de la pretensión de superioridad y absoluta primacía de su “Dios” han derivado buena parte de su fuerza histórica esas tres religiones. A Israel y al judaísmo les ha dado los arrestos para conservar la esperanza y sobrevivir a veinte siglos de persecuciones, sufrimientos y derrotas ‒y, también, para alimentar ahora su agresiva arrogancia‒. El cristianismo y el islam han hallado en esa misma convicción su fuerza expansiva y misionera, y también su fuerza represiva y guerrera.
Hoy, el reclamo de validez exclusiva y universal de cada uno de los tres “dioses” diferentes –Yahveh, Jesús y Alá– ha dejado de ser sostenible. En la medida en que el reclamo de validez exclusiva o de mera superioridad de cada religión todavía se mantiene, el mutuo entendimiento y la pacífica convivencia de los pueblos que las profesan se hacen imposibles. Sus promotores entran inevitablemente en disputa por territorios y población, y conducen al conflicto y la violencia. Tras la desaparición de la URSS y con la crisis actual de la democracia, las religiones se están convirtiendo en un importante argumento movilizador al que recurren los políticos oportunistas, desde Isis hasta muchas iglesias pentecostales. Mientras perdure la competencia entre dioses excluyentes, todo ecumenismo resulta falso. Es, si acaso, un vano ejercicio de diplomacia, urbanidad y cortesía entre sus dirigentes.
Hasta hace poco, las religiones y los pueblos se ignoraban casi por completo unos a otros. El gran público desconocía otras culturas y, en todo caso, estaba lejos de sentirse interpelado por ellas. Hoy, en un mundo cada día más unido por redes globales ‒mercados, turismo, televisión por cable, internet, redes sociales‒ todos vamos convirtiéndonos en vecinos de barrio. Y una especie de siete mil seiscientos millones de seres pensantes, asediada cada día por innumerables conflictos terrenales e inmediatos, se resiste cada vez más a creencias que no le traen paz, sino nuevas fuentes de enfrentamiento.
Vayamos más a fondo. Si queremos salir de la trampa que nos tiende el enfrentamiento entre los dioses, debemos descartar los calificativos de “verdadero” o “falso” para cualquier dios o religión. Y, con mucha mayor razón, si esta calificación depende de sus dogmas doctrinales.
Creo que las distintas religiones pueden ser calificadas como más o menos “consistentes” según el tipo de vida que inspiren a sus fieles. Su “verdad” no depende tanto de la corrección y el acierto de sus distintas doctrinas, sino de su capacidad para inducir en sus seguidores una solidaridad efectiva entre sus semejantes, hecha de servicio, generosidad y perdón con quienes los rodean y, sobre todo, con los más débiles de la sociedad; en suma, en la medida en que aporten cada día a la “creación” de una sociedad menos bárbara y más humana. Desde el punto de vista cristiano, este principio es completamente consistente con el punto de vista de Jesús: “En esto conocerán que son mis discípulos, si se aman unos a otros”.
Solo si las diversas religiones dejan de disputar por una supuesta verdad exclusiva de su propia doctrina y se consagran a complementarse en un esfuerzo conjunto por “terminar de crear” a la humanidad, humanizándola mediante un amor efectivo, podrán ser creíbles y avanzar en su aproximación ecuménica. De lo contrario, si persisten en exaltar la exclusiva primacía de sus doctrinas e identificar su fe con ellas, el ecumenismo seguirá siendo una farsa y las tres religiones se irán desacreditando por sus disputas.
Si la fe cristiana es confianza y seguimiento de Jesús en una solidaridad práctica con el otro, ¿por qué no extender la “comunión” de las comunidades cristianas a los fieles del judaísmo y del islam, que también creen en un Dios-Amor o, incluso, a los practicantes del más originario budismo zen, abierto al silencio interior y la compasión hacia los demás, o al hinduismo, para el que todo es de alguna forma divino? Sin pretensiones de superioridad cada comunidad creyente o cada corriente espiritual de hoy podría compartir con las demás su amor solidario, sin pretender imponerles a los otros su propio paquete de creencias.
Más aún, ¿por qué no incluir en esa gran comunidad universal a todos aquellos seres humanos que, en algún grado, admiran y siguen a Jesús, así no lo crean Dios o, simplemente, a quienes creen en la fuerza del amor y tratan de vivirlo? Esta gran comunidad universal de mujeres y hombres de buena voluntad podría dar lugar a una fiesta de la esperanza, la solidaridad y la paz en el mundo actual. El actual aparato de la Iglesia católica podría dedicar talvez sus energías y recursos a impulsar esta gran comunidad espiritual.
Más complejo es el segundo desafío que enfrentan las tres religiones herederas de la Biblia. Todo su relato, incluyendo el Nuevo Testamento, descansa sobre la imagen de un mundo que ha desaparecido por completo. Para el Libro, todo el universo fue creado por Dios como el hogar del ser humano. Un hogar seguro, gobernado por el poder misericordioso de su creador. Nuestra casa, la Tierra, ocupa el centro del firmamento; incluso el Sol gira alrededor suyo. Desde el cielo, “Dios” guía al hombre y a la mujer como Padre amoroso. Son su obra maestra, fabricada “a su imagen y semejanza”, a quienes insufló el hálito de vida y les confió el planeta para que se multiplicaran y lo dominaran. En ese universo ordenado y estable los seres humanos parecían vagar a la deriva. Por eso, para conducirnos por el camino de regreso, Dios envió a su Hijo al mundo. En esta casa, los cristianos se han sentido abrigados y seguros, pero desde el inicio de la modernidad nuestra casa comenzó a derrumbarse a pedazos. En los últimos cien años una avalancha de conocimientos fue derrumbando el techo y las paredes de nuestro ‘hogar’ y arrasando con el vecindario del que no quedan ni rastros. Hoy vivimos al descampado, a la vera del camino: hasta nuestra historia familiar ha cambiado de raíz.
Kepler demostró que el Sol no gira alrededor de la Tierra, sino al contrario. El Sol y el sistema solar hacen parte de la Vía Láctea, una galaxia en espiral conformada por unos 300.000 millones de estrellas. En 1923, Hubble descubrió que fuera de la Vía Láctea existen otras muchas galaxias. En la actualidad, su número se estima entre uno y dos billones, en las que pueden hallarse unos 700 cuatrillones de estrellas.
Entonces, la Tierra es muchísimo menos que una mota de polvo entre miles de millones de galaxias y planetas. Su formación parece haber sido un improbable producto del azar. El mismo ser humano tampoco es resultado de una directa intervención divina, sino producto de una azarosa evolución que comenzó hace más de 13.500 millones de años y que terminó generando nuestro mismo espíritu. Así, pues, somos el producto de millones de millones de complejas y azarosas combinaciones y nos hallamos perdidos en una esquina insignificante de una desconocida, misteriosa y silenciosa inmensidad. El proceso evolutivo natural parece haber concluido. En cambio, damos los primeros pasos en una nueva era en la que la evolución estará en parte gobernada por los mismos seres humanos. La ingeniería genética irá extendiendo sus alcances sin que sepamos aún sus límites.
Gracias a investigaciones de la NASA y de otros centros similares, ahora sabemos que en torno a más o menos una quinta parte de las estrellas, giran planetas en una franja donde las temperaturas permiten la existencia de agua líquida en la superficie y que podrían sostener la vida tal y como la conocemos. Solo en nuestra Vía Láctea podría haber más de 10.000 millones de planetas potencialmente habitables. ¿Estaremos solos? Casi diría que esa soledad resulta improbable. Ante esta nueva comprensión del universo ¿dónde quedan las imágenes de la Tierra y del ser humano que nos brindaban las religiones “verdaderas”?
De los notables avances de la ciencia en los últimos cien años talvez muchos concluyan que las religiones fueron mitos infantiles de sociedades primitivas y quizá miren por encima del hombro a los ingenuos e ignorantes que aún creen en Dios. Según lo que he señalado antes, razones no les faltan. Para mí, estos recientes hallazgos de la ciencia –que se harán cada día más rápidos y sorprendentes– no resuelven el Gran Enigma que llamamos “Dios”; más bien lo ahondan y amplían hasta dimensiones que no alcanzamos a concebir.
A mi juicio, a los seres conscientes se nos plantearán siempre dos grandes preguntas: de dónde venimos y para dónde vamos. No creo que nos satisfaga saber que venimos del Big-Bang y que marchamos hacia la extinción del universo causada por su expansión y enfriamiento progresivos. Como dice la teología católica, “Dios siempre es más grande”. Si no fuera así, toda esta gigantesca aventura humana, tan llena de hondas alegrías e inmensos dolores de miles de millones de seres que luchan por vivir con dignidad, sería apenas una mala broma de algún perverso dios desconocido. Y aun si pretendemos acallar estos interrogantes, nos habita a todos una extraña pulsión de perpetuidad que no se satisface con la aceptación resignada de una existencia efímera.
Las religiones son creaciones culturales de distintos pueblos. “Dios” es un ser siempre manifiesto para quien se abra a su Enigma, pero nuestra capacidad de comprensión es infinitamente limitada y se encuentra ensombrecida. Los grandes genios espirituales de los pueblos, inspiradores de su religión –seres especialmente sensibles y abiertos a los enigmas del universo–, han creído poder descifrar el Gran Enigma y han transmitido su profunda experiencia en los conceptos y representaciones propias de su tiempo y lugar. En este sentido, puede decirse que “Dios” se les ha “revelado”, de modos muy diversos. Cada religión ofrece un camino y un sentido final y respetable de la vida. Sus mensajes no son ciencia en el sentido moderno, ni historia, aunque algunas se sustenten en un trasfondo de hechos históricos. Son expresiones de sabiduría existencial sobre el sentido final de la vida y sus valores.
El judaísmo ancla su fe en la figura de un mítico Abraham, quien ‒frente a las creencias en múltiples dioses‒ habría afirmado la existencia de un solo principio y fin de toda realidad: Yahveh. A diferencia del distante y silencioso Ser de los filósofos griegos, el Yahveh de Israel es para el judaísmo alguien que se comunica con su pueblo e interviene en su historia.
Jesús de Nazaret da un paso más. Para él, ese alguien es un “Padre” común en quien deposita su confianza y cuyo propósito final apunta a suscitar un amor incondicional entre los seres humanos, que incluya la defensa intransigente ‒nunca violenta‒ de la justicia y solidaridad especial con los más vulnerables. Ese es su Reino. Quizá lo más arduo y excepcional de ese amor es el perdón a los enemigos: “Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo” (Mt 5,43-45); “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). El perdón a los enemigos es entonces el test decisivo de la fe cristiana. (¿Hemos creído alguna vez los colombianos en el Dios de Jesús?…).
El Corán, por su parte, exalta la unicidad de ‘Dios’ y consagra a Mahoma como su último y decisivo profeta. Funda su moral en la ley natural y tiene por principios fundamentales la oración, la limosna, el ayuno, la peregrinación. Los escritores mahometanos alaban el estilo del Corán, quizás su mayor atractivo. Es sublime cuando describe la majestad y los atributos de ‘Dios’, detalla bellamente los eternos placeres del Paraíso, y es terrible cuando habla de las llamas devoradoras. En contraste con Jesús, Mahoma y el islam recurren a la violencia para defenderse de sus enemigos y para conquistar nuevos pueblos para el islam.
Luis Alberto Restrepo M.
Mayo, 2021