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si me atribuyo el derecho de perseguir a los demás por sus opiniones

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La plaza Saint Georges ‒rodeada de animados cafés y restaurantes‒ es un encantador lugar en el centro de Toulouse. En el ángulo noreste de la plaza hay una simpática área de juego donde destaca la figura de un enorme dragón de madera de 17 metros de largo, que evoca la leyenda de San Jorge. 

A escasos metros del dragón ubicado en la plaza Saint Georges de Toulouse y en medio de la algarabía de los niños que suben a jugar en él, una placa en bronce nos recuerda una terrible historia. Dice así la placa, cuya inscripción en francés traduzco:

“Aquí, el 10 de marzo de 1762, el comerciante protestante Jean Calas fue supliciado y ejecutado, sin prueba de haber matado a su hijo. Víctima de la intolerancia religiosa, su nombre fue rehabilitado el 9 de marzo de 1765, gracias a la acción de Voltaire”.

Hace poco, y por enésima vez, me detuve meditativo frente a esta placa. De repente sentí que me respiraban en la nuca. Giré el rostro y me topé con el mismísimo Voltaire, a quien reconocí fácilmente por su rostro anguloso, sus ojos astutos y su sonrisa maliciosa. ¡Mis interlocutores de ultratumba me han cogido tanta confianza que ya se me aparecen en pleno día y estando bien despierto!

Te veo muy desasosegado pensando, sin duda, en tanto dolor que en este parque cubren hoy las risas de los niños. Sin duda, este no ha sido siempre un jardín de alegría, pero así de efímera es nuestra memoria de las cosas. Te apuesto que el 99 % de quienes se solazan en tan turístico lugar ignoran que en esta plaza se llevaban a cabo públicamente las ejecuciones capitales desde el siglo XVI. En solo cuarenta años entre 1739 y 1780 hubo 171.

‒Pero bien sabes que la ejecución que más hondo recuerdo ha dejado es la de Jean Calas, a quien sometieron al infame suplicio de la rueda. Después de quebrarle todos los huesos del cuerpo con una barra de hierro, lo estrangularon y, dos horas después, quemaron públicamente su cadáver. Lo más canalla fue condenarlo después de una caricatura de juicio.

Tan presente lo tengo como si hubiera sido ayer. Todo comenzó el 13 de octubre de 1761, cuando Jean Calas descubrió en su propia casa el cadáver de su hijo Marc-Antoine. El rumor público y los tribunales lo acusaron, sin fundamento, de haberlo asesinado dizque para evitar su conversión al catolicismo-.

‒El contexto era de gran intolerancia religiosa, pues Toulouse se había convertido en un bastión católico y en un centro de lucha contra el protestantismo desde mediados del siglo XVI.

El asunto me indignó sobremanera y me enzarcé en una de mis batallas más famosas. Redacté peticiones y memoriales para reabrir el caso y, en abril de 1763, publiqué mi conocido Tratado sobre la tolerancia, con motivo de la muerte de Jean Calas.

‒Te felicito, pues tus esfuerzos contribuyeron a que Calas fuera rehabilitado y dieron también pie a la abolición de la tortura judicial en Francia y en otros países.

En el Tratado sobre la tolerancia fustigué el que la religión del amor al prójimo se hubiera convertido en la religión de los autos de fe y concluí con la siguiente oración a Dios: “Puedan todos los hombres acordarse de que son hermanos. Utilicemos igualmente el instante de nuestra existencia para bendecir en mil lenguajes diferentes, desde Siam hasta California, tu bondad que nos ha dado este instante”.

‒“Bendecir en mil lenguajes diferentes”. Bella fórmula que me recuerda, por contraste, una larguísima historia de intolerancia religiosa en nuestra civilización cristiana.

Intolerancia incluso armada a partir del siglo IV, cuando comenzó el cristianismo su aventura de alianza con los señores de este mundo. Al acabar dicho siglo, la Iglesia había aceptado el ejercicio de acciones punitivas contra los cristianos heterodoxos y aprobaba las medidas tomadas por las autoridades seculares contra los arrianos y donatistas.

‒Como antaño contra los cristianos, los emperadores romanos ‒ahora convertidos a Cristo‒ proscribieron el paganismo y demolieron sus altares. Se escucharon entonces las voces de distinguidos paganos que intercedían por la libertad de culto para poder defenderse contra el celo intolerante de los cristianos. ¡Oh ironías de la Historia!

Pienso, Rodolfo, en el respetado Quinto Aurelio Símaco que abogaba por el respeto de la religión tradicional romana. En el año 384 pronunció unas memorables palabras. Te las repito en la lengua del Lacio porque sé cuánto la aprecias, lo mismo que muchos de tus amigos: Eadem spectamus astra, commune caelum est, idem nos mundus involvit. Quid interest, qua quisque prudentia verum requirat? Uno itinere non potest perveniri ad tam grande secretum.

‒Realmente es un pensamiento elevado, expresado en una bella lengua. Pero voy a traducir el texto porque es posible que algunos cofrades ya tengan oxidado su latín: “Contemplamos todos los mismos astros, el cielo es común a todos, un solo mundo nos circunda y contiene. ¿Qué importancia puede tener por cuál camino cada uno busca lo verdadero? Por un solo camino no se puede llegar a tan gran misterio”.

Pero de nada sirvieron las súplicas de Símaco.

‒Sin embargo, siguen resonando sus estupendas palabras que ‒como dijo mi admirado Pierre Hadot en su libro El velo de Isis‒, “valdría la pena transcribir en caracteres de oro en cada iglesia, sinagoga, mezquita, templo, en este inicio del tercer milenio oscurecido ya por la sombra de tremendas disputas religiosas”.

Símaco pedía simplemente la misma tolerancia que, a principios del siglo III, reclamara vigorosamente Tertuliano a favor de los perseguidos cristianos. Recuerdo perfectamente las palabras de aquel “Padre de la Iglesia” en su carta a Escápula, procónsul de África: “Por ley humana y por ley natural cada uno es libre de adorar a quien quiera. La religión de un individuo no perjudica ni beneficia a ninguna persona. Va contra la naturaleza de la religión el imponer la religión”.

‒Definitivamente una cosa es hablar desde la resistencia y otra desde el poder. Cuando tienen el poder en sus manos, los adeptos de cualquier creencia religiosa o política se ponen en peligro inminente de dar la espalda a las exigencias de la más elemental tolerancia. Ese es el problema de quienes creen poseer la verdad, y más aún si se trata de una “verdad revelada”. No deberían ‒y no deberíamos‒ olvidar que la tolerancia no tiene por objetivo alcanzar la verdad o fomentar la virtud, sino que es el resultado de un cálculo: la necesidad de un mínimo de respeto mutuo y de diálogo para poder convivir.

Se trata de aceptar el principio de reciprocidad como algo fundamental para la convivencia pacífica: si me atribuyo el derecho de perseguir a los demás por sus opiniones, atribuyo a los demás el derecho de perseguirme por las mías.

‒Oye, Voltaire, antes de esfumarte cuéntame qué pasó contigo en el famoso Panteón de París, donde se conservan los restos de los grandes personajes de la república francesa.

-Te gustan los chismes, ¿no? Resulta que al final del imperio napoleónico se restauró la monarquía y convirtieron el Panteón en una iglesia. Unos ultracatólicos le pidieron entonces al rey Luis XVIII hermano del decapitado Luis Capetoque sacaran mis restos del Panteón. El rey les respondió: “Déjenlo ahí, ya es suficiente castigo que deba oír misa todos los días”.

‒Eso parece un puro chiste volteriano.

No seas irónico, me dijo. 

Y se volatilizó, esbozando una sonrisa.

Rodolfo Ramón de Roux

Junio, 2022

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