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La política: carreras de caballos de Troya.                                            

S. Jerzy Lec

A propósito del bullshit, las fake news y la posverdad

La mentira, en política, ha existido desde hace siglos. Los políticos son los profesionales de las promesas incumplidas. El arte de la mentira política es el arte de hacerle creer al pueblo “falsedades saludables”. La veracidad nunca ha sido una virtud política. El lenguaje político está diseñado para lograr que las mentiras parezcan verdades.   

Mentiras de ayer       

La mentira en política es arma de vieja data. Eso lo saben de sobra los políticos. Otto von Bismark, canciller de Alemania durante 19 años, decía que en ninguna circunstancia se miente tanto como después de una cacería, durante una guerra o antes de las elecciones. Que los políticos sean profesionales de promesas incumplidas no les quita el sueño pues, como sentenció Jacques Chirac, presidente de Francia durante 12 años, las promesas no comprometen sino a quienes creen en ellas. Pero la mentira en política va más allá que las falsas promesas, como lo deja claro la obrita El arte de la mentira política[1]. Publicada en Amsterdam en 1773 en versión francesa, fue escrita por el escocés John Arbutnoth[2], aunque aparecía como autor Jonathan Swift al que muchos conocen por su novela sobre las aventuras de Gulliver. La mentira está, pues, presente desde la misma carátula del libro.

Según el mencionado panfleto, el arte de la mentira política es el arte de hacerle creer al pueblo “falsedades saludables”, pues se supone que el vulgo no sabe lo que le conviene. Este mentir “por el bien del pueblo” es un arte que exige una sutil técnica de la dosificación. La mentira, para que sea eficaz, debe calcularse, destilarse y proporcionarse sutilmente. El corto tratado de Arbunoth ha conservado su pertinencia, pues las mentiras políticas de hoy se parecen como dos gotas de agua a las de ayer. Basta apreciar algunas de las reglas de este “arte” tal como nos las transmite aquel tratado de hace ya doscientos cincuenta años:  

La mentira que sirve para espantar y aterrorizar, y la que anima y alienta, son ambas extremadamente útiles cuando se las sabe emplear en las ocasiones que conviene. Pero no hay que mostrar frecuentemente al pueblo cosas terribles, para que no se le hagan familiares y termine acostumbrándose a ellas.

En cuanto a las mentiras que se esparcen para animar al pueblo, no deben sobrepasar los grados ordinarios de verosimilitud y deben ser variadas, puesto que es arriesgado insistir en una misma y única mentira. En cuanto a las mentiras que contienen promesas o pronósticos, no es prudente hacer predicciones a corto plazo; eso sería exponerse a la vergüenza de verse pronto contradicho por los hechos y acusado de falsedad.

La mejor manera de hacerle creer al pueblo una mentira no consiste en hacerle tragar todo de un golpe sino a pequeñas dosis. Además de las mentiras que se suministran pública y abiertamente, hay otras que deben esparcirse ocultamente y sin hacer ruido. Es muy útil también hacer mentiras de prueba. Una “mentira de prueba” es como una primera carga de ensayo que se pone en una pieza de artillería; es una mentira que se echa para sondear la credulidad de aquellos a quienes se destina.

Hay que disponer de una masa de seguidores crédulos dispuestos a repetir y diseminar por todas partes las mentiras. Esta tarea de la que se encargan los crédulos es fundamental, pues nadie difunde con mayor eficacia una mentira que quien cree en ella. Inclusive se llega al punto en que el mismo autor de las mentiras termina por creérselas, lo cual es supremamente convincente y constituye el culmen del arte del engaño.

Mentiras de hoy

He dado un pequeño salto al pasado para que tengamos bien presente que la mentira en política es asunto de vieja data, tal como nos lo recuerda Hannah Arendt:

“El secreto […], el engaño, la falsificación deliberada y la mentira pura y simple utilizados        como medios legítimos para alcanzar la realización de objetivos políticos hacen parte de la   historia, tan lejos como podemos recordar. La veracidad nunca ha sido una virtud política, y la mentira ha sido considerada siempre como un medio perfectamente justificado en los asuntos políticos”.[3]

Pero también las mentiras políticas han tenido su revolución industrial. En el siglo XIX, con la prensa escrita, alcanzaron una difusión que nunca antes habían soñado. Ahora, en nuestros días, han entrado en la era de la producción y del consumo de masas. Los medios modernos de comunicación y sus “redes sociales” han multiplicado la rapidez de su difusión y la potencia de su nocividad.

Hemos entrado, pues, en una nueva era tecnológica de la mentira. La falsedad se ha vuelto electrónica, instantánea, global. De ahí que tengamos que redoblar nuestros esfuerzos para luchar contra la superchería y para rectificar inteligentemente lo que leemos u oímos. Bien lo dijo el dramaturgo Bertolt Brecht en los años del ascenso del nazismo en Alemania: “En las épocas que exigen el engaño y favorecen el error, el pensador [y, añado, el ciudadano honesto] se esfuerza por rectificar lo que lee y oye. (…) Frase tras frase, sustituye la verdad a la contra verdad (…)”.[4]  Frase tras frase, pues en política el arte de la mentira exige una corrupción del lenguaje. Sobre esa conexión entre política y degradación del lenguaje sigue siendo saludable leer el ensayo de Georges Orwell, Politics and the English Language, publicado en 1946, y disponible online en español. En dicho ensayo Orwell ‒autor de la conocida novela distópica 1984‒,escribe:

“el lenguaje político y, con variaciones, esto es verdad para todos los partidos políticos, desde los conservadores hasta los anarquistas está diseñado para lograr que las mentiras parezcan verdades y el asesinato respetable, y para dar una apariencia de solidez al mero viento”.

Es indudable que verdad y política nunca han sido buenas compañeras[5]. ¿Por qué? Porque la política se hace para actuar sobre la realidad. Y la verdad factual es, por definición, lo que no se puede cambiar[6]. Por eso, porque buscan movilizar y crear opinión pública, los discursos políticos no se reducen a ser un simple reconocimiento de “verdades factuales”. Más aún, utilizan los hechos para crear opiniones. Y las opiniones se alimentan no solo de hechos, sino también de pasiones y de intereses diferentes. Los discursos y opiniones políticas se inscriben en una determinada realidad social donde son utilizados por distintas fuerzas en pugna. Las personas y los grupos se enfrentan precisamente porque valoran y califican diversamente unos mismos hechos. Y esto es lo propio del debate político.

Sin duda, decidir si un hecho social es verdadero o falso puede dar lugar a debates, controversias, argumentaciones y contraargumentaciones. El trabajo intelectual y la vida democrática tienen ese precio: aceptar que sobre un mismo hecho pueden coexistir varios puntos de vista, someterlos a discusión, ponerse o no ponerse de acuerdo, llegar o no llegar a un compromiso. Todo esto, que es propio de una vida en sociedad que no se convierta en una despiadada lucha a muerte, exige

     – tener rigor intelectual y honestidad en el tratamiento de las opiniones contrarias a las nuestras (es decir, aceptar el pluralismo y el diálogo sincero);

     – dejarnos cuestionar por la realidad, sin deformar conscientemente los hechos para ponerlos al servicio de nuestra causa;

     – ser críticos y autocríticos, es decir, ser capaces de nadar contra la corriente y de pensar contra nosotros mismos;

     – buscar informarnos seriamente para no tragar ni difundir estupideces, o como se dice ahora, bullshit. Este bullshiteo, literalmente “hablar mierda”, está ligado al fenómeno de la proliferación de falsas informaciones o fake news, otro anglicismo que ha hecho carrera. Utilizaré el vocablo bullshit no solo porque se ha convertido en un término técnico entre filósofos, lingüistas, psicólogos y especialistas de la comunicación, sino también porque el bullshit no es simplemente la tradicional charlatanería.

Rodolfo Ramón de Roux


[1] Jonathan Swift (2007). L’art du mensonge politique, Grenoble: Editions Jérôme Millon.

[2] John Arbuthnot (1667-1735), médico y autor satírico, pasó a la posteridad como inventor del personaje de John Bull, estereotipo del carácter nacional británico.

[3] Hannah Arendt (1972). Du mensonge à la violence politique, Paris: Calmann-Levy, p. 8-9

[4] Bertolt Brecht, “Le rétablissement de la vérité”, texto publicado en alemán en 1938 y publicado en Écrits sur la politique et la société. Paris: L’Arche, 1970, p. 148.

[5] Sobre el particular hay dos textos iluminadores de Hannah Arendt, destacada figura de la teoría política en el siglo XX. El primero de ellos, “Verdad y política”, fue escrito como respuesta a la controversia causada por la publicación de Eichmann en Jerusalén. El segundo, “La mentira en política”, vio la luz tras la filtración a la prensa de los Documentos del Pentágono a principios de la década de 1970. Ambos textos fueron publicados en Hannah Arendt (2016). Verdad y mentira en la política. Barcelona: Página Indómita, 2016.

[6] He aquí algunos ejemplos que fácilmente podrían multiplicarse: “Bolívar lideró una guerra de independencia contra España a principios del siglo XIX”; “Entre 2003 y 2011 hubo una guerra entre Iraq y una coalición internacional liderada por Estados Unidos de América”; “el COVID-19 causó una pandemia en 2020”, etc. Se trata de verdades factuales que no podemos cambiar, pues lo que fue, fue. Pero los hechos son frágiles y vulnerables.  Todo poder político lo sabe. Por eso a las personas pueden hacerlas desaparecer de unas fotografías; los monumentos conmemorativos pueden ser derrumbados; el significado del lenguaje puede ser manipulado. La propaganda política sabe cómo utilizar las mentiras para erosionar la realidad. Y el poder político no suele tener inconvenientes para sacrificar la verdad de los hechos para el beneficio propio.

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