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La violencia se ha reiterado en el título de este extenso ensayo, que ya va más allá de la mitad. El siguiente texto entra de lleno en La Violencia (con mayúscula) que llevó a su consumación el orden establecido por la Regeneración y la tradicional dialéctica colombiana de enfrentamiento y reconciliación entre conservadores y liberales.

8. La Violencia, consumación de la Regeneración

Gaitán fue asesinado el 9 de abril de 1948. Su inesperada muerte dio rienda suelta a conflictos largamente postergados. La ira del pueblo contra la oligarquía, alimentada por Gaitán, se dirigió contra los jefes del orden oligárquico y sus símbolos: fue atacado el Palacio donde residía el presidente Ospina (1946-1950); periódicos y residencias de notables conservadores y de algunos liberales, templos e imágenes sagradas, fueron asediados y algunos fueron destruidos. Las masas enfurecidas arrasaron e incendiaron barrios enteros de la antigua Bogotá. 

El imperturbable Ospina respondió a la turba enfurecida y ebria con una masacre indiscriminada. Los dirigentes liberales se dividieron: un sector entró a participar en el gobierno, con el propósito de garantizar la estabilidad institucional, mientras el otro auspiciaba la conformación de guerrillas liberales y comunistas. Gracias a la división de los enardecidos gaitanistas, las élites liberales recuperaron el control de sus dos vertientes: la antioligárquica del primer Gaitán y la oficialista del segundo, cuando se convirtió en jefe del directorio Liberal. La reacción del pueblo se combinó con un violento y último enfrentamiento entre liberales y conservadores. Además, en ese conflicto se anudaron pasiones religioso-políticas y conflicto de intereses de terratenientes que aprovecharon el caos para incrementar sus propiedades, como lo analizan muy bien Gonzalo Sánchez y Donny Maertens. A partir de entonces, se desató una violencia sanguinaria que duraría por lo menos hasta 1953. 

En La Violencia, con mayúsculas (1948-1953), llegó a su consumación el orden establecido por la Regeneración y la tradicional dialéctica colombiana de enfrentamiento y reconciliación entre conservadores y liberales. La cifra de sus víctimas, que oscila entre 200.000 y 400.000 muertos, constituyó su holocausto final. La salvaje brutalidad desplegada en las masacres desbordó con mucho los imperativos de la guerra y revistió, más bien, el carácter cuasirreligioso de un sacrificio expiatorio o de una retaliación absoluta entre el bien y el mal. Revelaba, de este modo, la quintaesencia religiosa de la lucha entre los partidos. La Violencia y sus increíbles excesos, que amenazaban la estabilidad institucional, la agotaron como recurso para la relación entre los partidos. No era posible seguirla utilizando por más tiempo. Había que buscar caminos de reconciliación.

En 1950, triunfó Laureano Gómez con una escasa votación frente a un partido liberal disminuido y en desbandada. A la vez que acentuaba la violencia oficial contra liberales y comunistas, Gómez pretendió ‒como ya sugerí‒ implantar un régimen de cristiandad que reviviera, tardíamente, el espíritu católico de la Contrarreforma y la Regeneración. Sin embargo, la descomposición de la guerrilla en bandidaje y su parcial transformación en lucha campesina contra el poder terrateniente condujo al comandante de las Fuerzas Armadas, general Gustavo Rojas Pinilla, a deponer a Gómez mediante el golpe militar de 1953 y a buscar la “pacificación” del país a sangre y fuego. Los obispos, el alto clero y los conservadores ospinistas saludaron el golpe, aunque luego, cuando Rojas comenzó a matar estudiantes y obreros, manifestando a la vez su propósito de permanecer en el poder, lo declararon dictador. Masivas y continuas protestas ‒animadas además por una parte del clero‒ lo obligaron a renunciar y fue reemplazado por una Junta de cinco altos mandos militares que le darían paso a un arreglo entre los dirigentes políticos de los dos partidos tradicionales.

El orden establecido por la Regeneración y su dinámica de enfrentamiento y reconciliación, que ya describí, permiten comprender la coexistencia de estabilidad institucional y crónica violencia interpartidista, que sacudió a Colombia desde el siglo XIX hasta 1953 e incluso más allá. El mutuo respaldo entre Iglesia y Estado perduraría con altibajos incluso después de concluido el monopolio conservador del poder y condicionaría, en adelante, la cultura y el régimen político colombianos, por lo menos hasta mediados del Frente Nacional (1958-1974). Incluso el partido Liberal y hasta los mismos comunistas terminarían amoldándose a las pautas de comportamiento definidas por la cultura de la Regeneración. Tan profundas raíces echó el pacto entre Iglesia y Estado en la nación que ‒a pesar de sus numerosas reformas‒ le dio vigencia al espíritu de la Constitución de 1886 durante más de un siglo, hasta 1991. 

Más que Bolívar o Santander, fue esta alianza entre Iglesia y partido Conservador, impulsada por el cartagenero Núñez, la que marcó la cultura política colombiana. Como ya expresé, no tanto el “santanderismo” sino el “nuñizmo” católico ofrece la clave para descifrar la índole de las élites colombianas y su estilo de conducción política.

Para poner fin a una Violencia que se tornaba amenazante, las élites de los partidos tradicionales comenzaron a buscar su reconciliación definitiva. 

9. Mediación militar para la reconciliación bipartidista (1953-1991)

Tras la Junta militar, los jefes de los dos partidos, el conservador Laureano Gómez y el liberal Alberto Lleras, lanzaron el Frente Nacional (1958-1974), que consagró como norma constitucional el monopolio bipartidista del poder que duraría, formalmente, 16 años y, en la realidad, algo menos de 30, hasta la nueva Constitución de 1991, cuando ya los dos partidos tradicionales habían desaparecido y se habían subdividido en numerosos y pequeños grupos, de intereses con frecuencia oscuros, que reclamaban para sí el nombre de “partidos”. Esa mutante carioquinesis política de partidos y movimientos sigue avanzando sin cesar.

De este modo, la antigua y fanática cultura política reacia a la modernidad, que sin embargo estaba basada convicciones y valores, fue reemplazada por empresas electoreras que intercambiaban plata, tejas de zinc, almuerzos y traslados a pie de urna, por votos ya marcados y controlados; para ello contaban además con el apoyo de la fuerza pública ‒prácticas a la vez clientelares y coercitivas, a las que solo por analogía podríamos asignarles el nombre de cultura política‒. La agotada clerocracia colombiana le cedió entonces el paso a la democradura, editada en su original formato civil. 

Si damos una mirada muy general a los gobiernos militares de los años 50 y a los gobiernos civiles del Frente Nacional podemos decir que sus numerosas diferencias constituyen apenas distintos énfasis dentro de un largo período de transición burocrático-militar, que va desde el agotamiento y la quiebra del antiguo orden clerical de la Regeneración, producidos por La Violencia (1953), hasta la implosión final de la democradura, que dio lugar a una nueva Constitución (1991), totalmente opuesta a la de 1886.

10. La alianza bipartidista y la Iglesia

Los efectos del Frente Nacional fueron múltiples, inesperados y, a mi juicio, no suficientemente analizados. Subrayo tres que contribuyeron de modo particular a vaciar de contenido la tradicional cultura política y a debilitar, de paso, la legitimidad del Estado. El pacto bipartidista no solamente selló la paz entre liberales y conservadores como se suele repetir, sino que, de paso, suprimió también sus diferencias y los vació de contenido, socavando su arraigo en el sentimiento y la pasión popular. Mucha gente comenzó a mirar a los partidos como simples maquinarias electoreras de políticos corruptos. En segundo término, el Frente Nacional abandonó parcialmente los intentos modernizadores emprendidos por “la revolución en marcha” del primer López Pumarejo, y convirtió al Estado en simple botín burocrático de los dirigentes políticos y sus clientelas. Finalmente, el Frente Nacional trajo consigo una consecuencia habitualmente ignorada: una forzada secularización de la actividad política y, en consecuencia, la pérdida del antiguo principio seudorreligioso de identidad nacional, cohesión social y legitimación política. 

En la Regeneración, la Iglesia había desempeñado un lugar central. Constituía el núcleo legitimador del régimen político y la instancia integradora de la cultura y la sociedad nacionales. El pacto bipartidista la desalojó de su lugar de privilegio. Ante todo, eliminó su arbitraje entre los partidos y una parte significativa de su influencia en el manejo del poder. Liberales y conservadores aprendieron a perpetuarse en el gobierno prescindiendo de la Iglesia y sin recurrir casi nunca a los encontrados sentimientos religiosos del pueblo colombiano. El Frente Nacional introdujo, pues, una secularización desde arriba que le sobrevino repentinamente a una sociedad arcaica, no preparada para asumir la política con criterios modernos.

A esta súbita desacralización de la política se sumó luego la secularización inducida por la rápida y desordenada “modernización” de la sociedad colombiana. La violencia en el campo, sumada al desarrollo industrial de la ciudad que demandaba mano de obra, aceleró el éxodo campesino, el proceso de urbanización y la rápida pérdida de los valores rurales de carácter comunitario. De contera, podemos añadir que la inmigración campesina amontonó inorgánicamente en torno a las ciudades las llamadas “clases populares”, potencial sujeto de una verdadera democracia o carne de cañón de un clientelismo demagógico y finalmente autoritario, apoyado por la coerción de la fuerza pública.

La alianza bipartidista tuvo también altos costos internos para la Iglesia. Al perder su exclusiva referencia al partido Conservador, la Iglesia dejó de constituir un bloque políticamente unificado. Fueron apareciendo en ella divisiones políticas que contribuyeron a restarle cohesión, fuerza y credibilidad. Comenzando por Camilo Torres, algunos sacerdotes, religiosas y laicos se acercaron al ELN de la época. Y esas actitudes contestatarias reforzaron a su vez en los obispos, durante los años 70 y 80, la postura defensiva y francamente reaccionaria que les era habitual. El resultado fue la fragmentación y polarización de la Iglesia. 

Por la brecha abierta en la unidad y el poder de la Iglesia católica penetraron en Colombia otras confesiones e iglesias cristianas, numerosas sectas, innumerables creencias e increencias y ritos de toda naturaleza. El papel de cohesión cultural que desempeñaba el catolicismo se debilitó sustancialmente y, en su lugar, encontramos hoy una extendida atomización de la antigua consciencia religioso-política nacional. Hasta hace poco perduraba, sin embargo, en la cultura colombiana su antiguo talante católico, es decir, dogmático y autoritario, sobre todo en las élites de Antioquia, del eje cafetero, el Tolima y el Huila, así como también en los Santanderes y el Cauca. 

En suma, la Iglesia católica dejó de ser el “fundamento del orden social” colombiano sin que su papel de cohesión cultural fuera sustituido por una racionalidad política moderna ni por una élite dispuesta a desarrollarla. Su desdibujamiento fue dejando tras de sí un enorme vacío de valores y normas compartidas, y un notorio déficit de legitimación del régimen político. En suma, legó división, caos y virtual anarquía. En reemplazo de la Iglesia, el Frente Nacional desarrolló una formidable maquinaria bipartidista de legitimación electoral a punta de compra de votos y, en su respaldo, acudió a la coerción policiva y militar. La fuerza pública adquirió entonces la importancia y el peso que no había tenido hasta ese momento y que se incrementaría de manera alarmante desde fines del siglo XX y primeras décadas del XXI.

Al mismo tiempo, desde mediados de los 50 se multiplicaron los centros educativos de orientación laica y tuvieron un notable desarrollo los medios de comunicación masiva, como la radio, la televisión y el cine, con lo cual el monopolio cultural ejercido desde el púlpito, la cátedra y el confesionario se vio rápidamente barrido por una intensa competencia multicéntrica y una cotidiana penetración doméstica de nuevas informaciones y opiniones plurales. 

Ni qué decir del imperio actual de los celulares, que de una generación a otra van rompiendo los lazos de los jóvenes no solo con las iglesias y sus propios padres y maestros, sino incluso con la generación precedente. Estamos ante una sociedad nacional y mundial en acelerada y constante transformación. Podemos hacer parte del proceso o, desorientados, optar simplemente por ser sus espectadores.

Luis Alberto Restrepo M.

Septiembre, 2022

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Hasta el comienzo del Frente Nacional, la Iglesia no reconocía categorías distintas a la de verdad y error, bien y mal, blanco y negro. En el seno de esos antagonismos se autoconsideraba como la única e incuestionable portadora de la Verdad y del Bien, en constante lucha contra el mal y el error y contra herejes y pecadores de carne y hueso.

4. Regeneración y violencia

Con todo, volvamos al pasado. Hasta los inicios del Frente Nacional (1958), la Iglesia no reconocía categorías distintas a la de verdad y error, bien y mal, blanco y negro. Y, en el seno de esas oposiciones radicales, se consideraba a sí misma como la única e incuestionable portadora de la Verdad y el Bien, en constante lucha, no solo contra el mal y el error en abstracto, sino contra “herejes” y “pecadores” de carne y hueso. Hasta simples críticos eran considerados como “enemigos” de la Iglesia. Mientras existió la Inquisición, estos se exponían a severos castigos que podían llegar a la tortura y la muerte. Una vez desaparecido el tenebroso engendro, la Iglesia optó por imponerles la “excomunión” pública, lo cual equivalía, en naciones mayoritariamente católicas, a su exclusión y señalamiento social. La Regeneración consolidó y radicalizó ese espíritu en Colombia. 

Durante el siglo XIX y hasta los inicios de la segunda mitad del XX, la intransigencia eclesiástica se tornó particularmente beligerante en contra de las ideas modernas y de sus expresiones revolucionarias. El Concilio Vaticano I (1869-1870) reafirmó a la Iglesia como la portadora exclusiva de la Verdad, elevó a dogma la infalibilidad del Papa y condenó nuevamente los errores de sus enemigos. Desde entonces y hasta los años 60 del siglo XX, en el instante mismo en que un miembro del clero procedía a recibir del obispo la ordenación sacerdotal, arrodillado junto al presbiterio del templo, debía prestar en voz alta un “juramento antimodernista”, por el que rechazaba, entre otras, las expresiones políticas de la modernidad. Democracia, liberalismo, socialismo y comunismo se convirtieron, todos por igual, en objeto de reiteradas condenas eclesiásticas. La confrontación cobró visos de cruzada. 

Un buen ejemplo del clima político-religioso de la época lo constituye fray Ezequiel Moreno y Díez, obispo de Pasto a comienzos del siglo XX. Para el fraile carlista español ‒promovido a los altares por los capuchinos españoles y finalmente declarado “santo” (!) por Juan Pablo II‒, hubiera sido mejor continuar la Guerra de los Mil días con los liberales que firmar con ellos la paz. En su tumba hizo poner el epitafio: “ser liberal es pecado”. 

Actitudes y consignas similares siguieron reiterándose hasta los tiempos del obispo Miguel Ángel Builes en los años 60, y de algunos de sus sucesores como el turbio y amanerado cardenal Alfonso López Trujillo, de influencia más reciente en la Iglesia colombiana y mundial. Las condenas episcopales contra el liberalismo y la masonería se prolongaron hasta el advenimiento del Frente Nacional y, después de instaurado este, se volvieron en contra del marxismo y el comunismo “ateos”. 

En Colombia, el sectarismo religioso contribuyó decisivamente a la exaltación de las pasiones políticas y a sus violentos estallidos periódicos. Le confirió a la actividad política un carácter sagrado, de enfrentamiento absoluto entre la verdad y el error, el bien y el mal. Por esta razón, los dos partidos tradicionales no se conformaron como simples asociaciones de intereses susceptibles de ser representados y negociados, sino como sectas seudorreligiosas, depositarias de cosmovisiones y convicciones inalterables. Los obispos y los curas, quién más, quién menos, se consideraban portadores de la salvación o la condenación eternas. 

Desde sus orígenes en el siglo XIX, tanto los liberales como los conservadores se confesaban católicos, pero mientras los conservadores defendían al clero, los liberales se oponían a sus privilegios: clericales y anticlericales enfrentados. Con una dosis de humor se afirmaba que, en la misa de los domingos, los primeros ocupaban los asientos de adelante y pasaban a comulgar, mientras los segundos atendían el rito desde la puerta del templo y se abstenían de recibir la hostia. Más allá de estas versiones picarescas, asuntos tan serios como los bienes de la Iglesia, el matrimonio o la educación católica obligatoria ‒y quizá no tanto los acalorados debates económicos y políticos de las élites‒ definieron en buena medida el perfil de los partidos y les dieron su arraigo popular. Incluso las elecciones se transformaron en una expresión de fe religiosa. Hasta fines del siglo XX, y aun después, el clero prescribía por quién se debía votar y por quién no. Desde el púlpito y la cátedra se ejercía una especie de tutela electoral sobre el pueblo simple y sobre conservadores educados y cultos. En este contexto, un choque brutal entre las pasiones anticlericales de algunas corrientes liberales y el fanatismo integrista de la Iglesia y sus fieles conservadores se transfirió a la contienda política. 

Teniendo en cuenta el monopolio cultural ejercido por la Iglesia en Colombia, es posible comprender por qué los conflictos de interés entre los colombianos se han visto transfigurados en luchas a muerte entre los supuestos representantes de Dios y los voceros del demonio. Esta actitud maniquea, de carácter seudorreligioso, fue la pólvora emocional de las ocho grandes guerras civiles y las decenas de rebeliones locales del siglo XIX, y continuó inspirando las confrontaciones armadas del XX, que culminaron en el holocausto nacional de La Violencia en los años 50. 

6. Regeneración y reconciliación

Paradójicamente, hay que señalar de nuevo que, a la par con la lógica de confrontación, condena y exclusión, la Iglesia también ha infundido en la cultura política colombiana la disposición contraria, que se inclina a la reincorporación del pecador arrepentido en la comunidad. Para la Iglesia, las condenas y excomuniones no son un fin en sí mismas: buscan la conversión del pecador. No hay pecado ni delito que no pueda ser perdonado, a condición, eso sí, de que el pecador confiese su delito o “abjure” públicamente de sus errores y se someta de nuevo, humildemente, a la autoridad de la Iglesia.

En el ámbito político, la casi ilimitada capacidad de perdón del Estado colombiano ‒que no es frecuente en otros países‒, condicionada a la previa sumisión del enemigo, ha encontrado quizás su expresión en las innumerables amnistías que han puesto fin a las guerras entre nacionales promovidas por las mismas élites, y a las condiciones que suelen acompañarlas. Durante la primera mitad del siglo XX los acuerdos y amnistías entre liberales y conservadores fueron denominados con el refinado nombre de “pactos de caballeros”, que incluían el secreto sobre las responsabilidades últimas de los enfrentamientos armados.

Sin embargo, las nuevas guerras que comienzan en los años 60 no enfrentan como antaño a las élites entre sí, sino a estas con las clases populares o medias, lo que imposibilita alcanzar acuerdos ocultos. En el fondo, de la criminalización radical del enemigo, de la condena absoluta y los enfrentamientos insuperables, los colombianos pasamos a negociar y a reconciliarnos a condición de que el delincuente se someta a la autoridad legítima o al menos haga los gestos públicos equivalentes al sometimiento. Confesión de los pecados, arrepentimiento y penitencia. En otras naciones, como en Estados Unidos, no tienen reato en imponer al delincuente la cadena perpetua o la pena de muerte. Ni qué hablar de China donde la pena de muerte es la solución preferida.

Vale la pena añadir que la Iglesia y el Estado no siempre coinciden en sus condenas y absoluciones. En ocasiones, la Iglesia condena a quienes el Estado está dispuesto a perdonar ‒como a la mujer que aborta y al médico que la ayuda‒, y viceversa, la jerarquía se muestra a veces dispuesta a absolver a quienes el Estado persigue, como sucede con algunos promotores del paro y el desorden público o con los criminales de guerra. No hay duda de que en los países de tradición católica esta doble y contrapuesta norma de la vida pública dificulta la consolidación de la ley civil en la consciencia de los ciudadanos. La España franquista y sus efectos son un ejemplo extremo de esta situación.

La dialéctica pasional de enfrentamientos y reconciliaciones ahondó en los colombianos una absoluta adhesión a los partidos liberal y conservador, hasta llegar a convertirlos en pasiones ancestrales de carácter familiar, local o incluso regional o ‒como dice Daniel Pécaut‒ en verdaderas “subculturas” contrapuestas dentro de una sola cultura nacional. Hasta fines de los años 50, a través de los partidos tradicionales, liberal y conservador, el colombiano se hacía partícipe de la nación y, movido por ellos, la escindía en periódicas confrontaciones armadas. Sin embargo, solo gracias a los mismos partidos era posible reconstruir la unidad nacional y la paz. 

La militante adhesión religioso-política de los colombianos a los partidos le garantizó a las élites, durante más de medio siglo, la lealtad de las clases subalternas. De este modo, el orden de la Regeneración, quizá más que el “santanderismo” elitista, pudo servir de fundamento a la estabilidad institucional de Colombia y, a la vez, propiciar las recurrentes confrontaciones armadas entre sus pobladores. Estabilidad institucional y violencia llegaron a ser características inseparables y duraderas del orden político colombiano.

Luis Alberto Restrepo M.

Septiembre, 2022

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Hasta el fin del Frente Nacional (1974), en Colombia existió una singular convergencia de dos fenómenos en apariencia contradictorios: por una parte, una excepcional estabilidad institucional y, por otra, unos altísimos índices de corrupción, ilegalidad y violencia, considerados como de los más altos del mundo. Esa deplorable situación se ha prolongado hasta ahora.

La coexistencia de violencia y estabilidad institucional dio ocasión a dos importantes trabajos: Orden y Violencia. Evolución socio-política de Colombia entre 1930 y 1953 (1987), de Daniel Pécaut, y Colombia: Violencias y Democracias (1987), obra de los llamados “violentólogos”, coordinados por el profesor Gonzalo Sánchez. Ambos títulos apuntan a la misma paradoja: la existencia simultánea de dos extremos contrarios: por una parte, estabilidad institucional, y por la otra, corrupción y violencia. Los autores de la Comisión califican el sistema institucional colombiano como “democracia”, mientras Pécaut le asigna el apelativo de “orden”. Por razones que irán apareciendo más adelante, prefiero esta segunda denominación, sin desconocer por ello la relativa validez de los motivos en los que se apoya la primera. 

Quiero introducir en esta reflexión un tercer elemento, habitualmente olvidado en el análisis político: la cultura colombiana y, en particular, una cultura política impregnada desde los tiempos de la Colonia por el espíritu de la religiosidad católica española de la época, espíritu que ha pervivido en Colombia por lo menos hasta mediados de los años 60. 

En realidad, se trataba en la Colonia de un catolicismo integrista, francamente antimoderno, radical y beligerante, que subyacía y condicionaba toda la cultura de los colombianos, y cuyo formato gravita aún en el inconsciente de muchos connacionales. Sus formas han pasado incluso a ser el “alma” profunda y desconocida de la cultura laica nacional. Le pido al lector mantener muy presente esta hipótesis que le da una perspectiva inesperada a muchos aspectos del análisis que me propongo desarrollar. 

No sobra recordar que no soy historiador, y que en este caso soy apenas un ensayista, por lo que estoy abierto a todas las sugerencias y correcciones a las que hubiese lugar. Pero sí reitero que cuando se ignora el pasado, se arriesga a repetirlo. De este ensayo deberían derivarse provechosas lecciones para el presente y el próximo futuro.

Llama la atención, al menos en términos sociológicos, que Colombia haya sido probablemente uno de los países más católicos (si no el más) de América Latina y que sea, al mismo tiempo, el pueblo más violento del continente. Por poner un ejemplo, la población antioqueña se distinguía en el pasado por la presencia simultánea de una profunda tradición católica y conservadora y, por lo menos desde el último tercio del siglo XX, de una inusitada y creciente corrupción y violencia. Vale recordar que una constelación similar podría hallarse también en otros pueblos particularmente católicos, como Italia y en particular Sicilia, el país vasco español, Irlanda del Norte o Filipinas. No pretendo, sin embargo, adelantar aquí esta comparación que constituiría sin duda un interesante tema de investigación. 

En el presente ensayo, escrito a mediados del 2022, quiero limitarme a esbozar algunas respuestas a preguntas como estas: ¿existe en Colombia una relación entre estos tres factores, orden, religión y violencia, o su existencia simultánea es meramente fortuita? ¿Qué tiene que ver con ellos la crisis ética y política en la que se ha sumido el país bajo una aparente defensa de la legalidad, repetida hasta el cansancio desde hace por lo menos veinte años? ¿Hay razones que nos permitan esperar que esta simbiosis contradictoria esté en vías de desaparición? Las respuestas que ofrezco a preguntas tan vastas y complejas constituyen apenas hipótesis de trabajo y como tales las presento al lector. 

Antepongo una observación. Durante los años 70 y 80 del siglo XX, la historia de Colombia se vio enriquecida por importantes contribuciones analíticas que partían, casi todas ellas, de la historia económica y social del país, y buscaban la clave de los acontecimientos en el desarrollo de los conflictos de clase. Allí están los excelentes trabajos de Luis Eduardo Nieto Arteta, Jesús Antonio Bejarano, Salomón Kalmanovitz, Germán Colmenares, Jorge Orlando Melo, Álvaro Tirado y otros. No desconozco la luz que estas perspectivas, no siempre marxistas, arrojaron sobre muchas dimensiones de la historia nacional. Con todo, me parece que no se ha prestado suficiente atención al peso de la cultura católica en la historia del país y que, en ocasiones, se construyeron conflictos con una forzada lógica de clase que no corresponde a la realidad. En efecto, conviene tener en cuenta que los pueblos nunca se movilizan por la mera fuerza de los hechos, sino por la representación colectiva que de ellos se forjan. “Lo importante no son los hechos, sino lo que recordamos de ellos”, dijo sabiamente Gabo. Y esta imagen depende en gran medida de la cultura política.

Este trabajo supone que la historia colombiana se vio durante un siglo “sobredeterminada” (categoría de Louis Althussermarxista francés), esto es, influida en exceso por la cultura. Más en concreto, desde fines del siglo XIX, el movimiento de la Regeneración liderado por Rafael Núñez ‒liberal radical convertido luego en conservador autoritario‒, ya como presidente impuso un sólido orden político-religioso, cuya lógica llegó a su plenitud y consumación en la Violencia de los años 50. Desde ese funesto periodo, la nación busca a tientas un nuevo fundamento para su existencia colectiva. Ante la incapacidad para ofrecerlo, las élites impusieron una tutela clientelista-militar sobre la sociedad mediante un Estado de Conmoción interior, que recortaba los derechos ciudadanos, empoderaba aún más al ejecutivo y a las fuerzas militares, y que fue aplicado durante 21 años, desde 1970 hasta 1991. Aunque los gobiernos que han seguido hasta ahora no lo han decretado, sí lo impusieron de hecho. En concreto, este es el caso del gobierno que ahora concluye (2022). Hoy, ese régimen de dominación clientelista-militar da muestras dramáticas de agotamiento. Por esa brecha profunda se abrieron camino las sorpresivas candidaturas de Rodolfo Hernández y Gustavo Petro, en ruptura al menos aparente con la tradición. A la búsqueda de una nueva base para la convivencia obedece la derrota de Hernández y la elección del nuevo presidente  Gustavo Petro. Nunca he sido petrista. Sin embargo, por el bien de todos, espero que su gobierno acierte y tenga éxito. Sin renunciar a la crítica razonable y razonada, estoy dispuesto a colaborar, al menos desde mis publicaciones en Facebook.

Antes de adentrarme en el tema, llamo la atención sobre un hecho universal: la “política”, esto es, la convivencia de los seres humanos en una polis ‒o al menos su pacífica coexistencia‒, se mueve siempre entre cuatro tendencias ideológicas: la defensa de la libertad individual, los derechos universales, la equidad y la democracia con todas sus formas, ritos y procedimientos; a la izquierda, sigue la anarquía, que no es otra cosa que el desarrollo radical del individualismo liberal de corte manchesteriano; hacia la derecha tienden tanto un ala moderada como, finalmente, los regímenes autoritarios y las dictaduras. 

Cuando las pasiones se exacerban, todos se acusan unos otros: la derecha moderada señala a la izquierda razonable de tendencias anarquistas o dictatoriales, mientras la izquierda contenida sindica a la derecha de autoritarismo o dictadura. Y en esa lucha permanente de todos contra todos, uno a veces no sabe muy bien quién es quién. En medio de una permanente controversia las distintas corrientes se enredan y aparecen mezclas nada fáciles de discernir. El debate y la batalla entre las distintas formaciones políticas nunca cesa. Puede producir cierta saturación en los que no participamos directamente en la política, sino que la miramos, la padecemos, la observamos y tratamos de desenredar el ovillo. Al menos esa es mi situación. Espero que este escenario general nos ayude a comprender lo que nos pasa, porque la política nos involucra a todos, así no lo queramos. En el próximo artículo vuelvo al relato.

La ruptura de los colombianos con el orden autoritario impuesto desde fines del siglo XIX se había formalizado desde antes de las recientes elecciones de 2022 en una nueva Constitución. Con algunas contradicciones, la Carta fundamental de 1991 sentaba unas bases más modernas, liberales y democráticas para la convivencia entre los colombianos. Con todo, muchas de las actitudes infundidas por la oculta supervivencia de la Regeneración han dejado hasta ahora sin vigencia parte esencial de la Constitución, a la que desde 1991 no han cesado de introducirle sucesivas reformas, no siempre democráticas. Si a fines del siglo XIX, Núñez instauró su movimiento con la consigna de “¡regeneración o catástrofe!”, el destino de la nueva época histórica se inscribiría más bien, desde fines del siglo XX, en la disyuntiva entre “democratización” y “barbarie”. Esperemos que, a partir del 7 de agosto, con el nuevo gobierno y los que le sigan, esta antinomia comience a resolverse. Esa es la esperanza de una creciente mayoría de colombianos. 

Luis Alberto Restrepo M.

Agosto, 2022

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