Terminó el proceso de elección de presidente. Nos comprometimos como amigos a analizar en retrospectiva y compartir nuestros aprendizajes como actores y espectadores de meses intensos de comunicaciones, acusaciones, ultrajes, algunas propuestas, interpretaciones y, sobre todo, muchas posiciones radicales que nos llevaron a veces a distanciarnos entre familias y amigos. Desde mi perspectiva pretendo reunir los valores y ganancias que hemos tenido como país para ayudar a entender lo que pasó y escuchar otras perspectivas que ayuden a ampliar mi comprensión de este proceso.
La primera reflexión que me hago y me da alegría es que constato que la democracia, ese sistema que teóricamente todos entendemos como el gobierno de todos basado en la elección de todos, realmente funcionó en mi país, con sus limitaciones. Claramente se impuso una mayoría sobre otra mayoría, lo que garantizaría que quienes asumirán responsabilidades de Estado tendrán vigilancia y acompañamiento de esa otra mayoría que prefirió votar por la alternativa política.
Mi segundo aprendizaje es con el proceso de consultas entre los partidos y el número de estos. Vi con satisfacción que la disyuntiva en la cual nací y crecí (ser liberal o conservador) que nos acompañó hasta ahora, ha ido disolviéndose paulatinamente en los últimos años. Creo que llegó a su final con esta sucesión de consultas entre movimientos, partidos y agrupaciones que se insertaron en la anterior legalidad electoral bipartidista, manifestando su insatisfacción con la representatividad de las pocas familias y clanes políticos que han dominado las alternativas del poder político en Colombia. El proceso depurador de las consultas entre movimientos y partidos poco a poco llevó a unas elecciones que demostraron claramente una voluntad de cambio contra los actores de esas clases familiares y económicas que han dominado el poder político y económico del país.
Mi tercer aprendizaje fue constatar que mi país sí tiene la capacidad de repensar caminos diferentes para los problemas actuales. Me da escalofrío presenciar el cambio tan brutal y trascendental que implica que un joven individuo que adhirió a sus 17 años a un movimiento guerrillero, nacido como protesta contra un fraude claro en la elección presidencial de 1970, quien en 1990 depuso sus armas y se comprometió con la elaboración de la Constitución de ese año y la legalidad del Estado, 52 años después de ese fraude, consiga su objetivo y vaya a dirigir los destinos de este país. Es el fruto del recorrido de su vida y la solidez de sus convicciones, independientemente de si estoy o no de acuerdo con ellas, y no haber surgido de las cunas doradas de las familias o los clanes económicos que dominaron y aún dominan este país, lo que me impacta primero. Su compañera de fórmula también rompió los prejuicios y esquemas clasistas y racistas con los que fuimos educados. Esas dos personas hoy, veo que dan un aire de esperanza inmenso por una vida mejor, de anhelo intenso por ser parte del futuro a esas grandes minorías con las cuales convivimos y “pasivamente hemos tolerado y pocas veces integrado”, desde que nacimos, la gran mayoría de este grupo de privilegiados que somos todos nosotros.
Aunque los respeto, me impacta escuchar los comentarios acerca de que “un exguerrillero no podría gobernar a Colombia”. No puedo olvidar que en el mismo Evangelio que decimos abrazar, un “perseguidor” de Jesús y otro ‒que lo negó tres veces‒ pudieron redimirse y transformarse y abrazar a los perseguidos y convertirse en un san Pablo y un san Pedro, los dos pilares de esa Iglesia que lleva 20 siglos… tratando de transformar el mundo con su mensaje. Si no fue revolución y profundo cambio lo que vino a hacer el protagonista del Evangelio, no veo por qué no pueda ser nuestro próximo presidente un individuo que decidió renunciar a la lucha armada de hace 30 años para conseguir sus objetivos y “se convirtió” hacia la lucha democrática dentro del sistema, conquistando los votos de la población hacia programas que se asemejan bastante a los de la justicia social, el combate a la corrupción y la inequidad, la consolidación de la paz y la igualdad de oportunidades de ese Evangelio de entonces y que tanto necesitamos hoy en esta nación que está en aprietos…
Mi cuarto aprendizaje tiene que ver con el poder de las comunicaciones. Paralelamente con el final de las dinastías de las familias o los poderosos en las preferencias políticas, también en los medios de comunicación hemos visto en los últimos años ‒en mi opinión‒, un cambio monumental. Hasta muy recientemente, estas familias políticas y/o poderes financieros pudieron “moldear” ‒por no decir manipular‒ las mentes y las preferencias de las grandes mayorías a través de los dos o tres periódicos nacionales o locales y/o sus correspondientes canales de televisión. En mi casa paterna se leía El Tiempo o El Espectador, mientras en la de mi vecino conservador leían El Siglo o La República: dos versiones bien distintas de los mismos acontecimientos que moldearon nuestras mentes jóvenes y eran la biblia de nuestros mayores.
La llegada de las redes sociales en las cuales cualquiera puede crear noticias, interpretar acontecimientos o inventar mentiras acabó el monopolio de las comunicaciones por parte de algunos. No solo lo acabó, sino que consiguió que el escepticismo reinara sobre todo tipo de información y, peor aún, logró crear la más terrible polarización y diferenciación ideológica en el país, en el mundo entero y hasta en nuestras propias familias. Poder opinar en las redes, sin saber de dónde vino la información que me llegó, pero que me pareció interesante, chévere o que reflejaba mis inclinaciones, no tiene control ni ética que lo acompañe. Los intentos desesperados de los poderes financieros para mantener la manipulación mental de los lectores de periódicos o revistas, “respetados” hasta hace poco, me demostró cuán difícil era para algunos perder esos privilegios y qué difícil es “tapar el sol con los dedos” cuando la realidad se va imponiendo lentamente. Aun así, aprendí que esos mismos poderes económicos y políticos utilizaron inescrupulosamente en las campañas esas mismas redes sociales para “ventilar” y manipular toda clase de odios y temores con el fin de atemorizar a los votantes ante el peligro inminente de un cambio que exageraba el fin de nuestros privilegios, la tragedia de los vecinos y la necesidad de huir ante la falta de perspectivas con un cambio que de todas maneras llegó.
Estos aprendizajes del proceso político de mi país me llenan de un optimismo realista. Percibo en el nuevo presidente, en sus primeros pasos y primeros nombramientos de colaboradores, un tono sinceramente conciliatorio y muy pragmático, que anhelo sea reciprocado por cada uno de sus gobernados. Soy consciente de la dificultad de lograr la paz, pues es un proceso que apenas se inicia, pero los pasos que se están dando, el Informe de la Comision de la Verdad y las búsquedas del diálogo por encima del negacionismo y de la descalificación automática me confirman en mi optimismo.
Me siento orgulloso de que uno de nuestros compañeros, Pacho de Roux, con quien compartimos fundamentos profundos de vida cuando eramos jesuitas, haya conseguido llegar al fondo de una misión trascendental por conseguir la paz grande en nuestro país. ¡Mi admiración y mi optimismo!
Prefiero estar de este lado y soñar, que mantener la pesadilla de negar lo que es visible y descalificar cualquier intento de solución. Creo en las transformaciones, creo en los cambios del corazón, creo en el perdón, creo en la posibilidad de la paz, creo en el diálogo y, sobre todo, creo en la capacidad de nosotros colombianos de perdonarnos, aceptarnos como somos en nuestra enorme diversidad y reconstruir con todo el empuje y la gran capacidad de nuestra gente una nueva Colombia donde quepamos todos con equidad y con justicia para todos.
Darío Gamboa
Julio, 2022