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    Cultura

    Aprender a vivir (1 de 4)

    Por: Rodolfo Ramon De Roux 21 noviembre, 2021
    Escrito por: Rodolfo Ramon De Roux

    La pandemia del COVID también tuvo algunos efectos positivos. Uno de ellos fue que en medio del obligado aislamiento físico nos vimos estimulados a establecer contactos virtuales con personas a las que no tratábamos desde hacía mucho tiempo. En mi caso particular volví a establecer contacto con familiares y amigos de colegio, algunos de los cuales no veía desde varias décadas atrás y quienes me pidieron les diera unas charlas informales sobre diversos temas. Fue así como, entre agosto y noviembre de 2021, abordé el tema “Aprender a vivir”.

    Abordé el tema Aprender a vivir tratando de mostrar cómo, a lo largo de cuatro etapas de la historia de Occidente, se había ido transformando tan vital aprendizaje. Las cuatro etapas a las que me referí muy sucintamente fueron la antigüedad grecorromana, el largo periodo medieval en el que se impuso la visión cristiana, el humanismo de la llamada Modernidad y, finalmente, la crisis de la Modernidad en la que nos encontramos. Recojo aquí el contenido de aquellas cuatro charlas, sin ampliarlas, pero eliminando inútiles repeticiones. Es para una manera de no olvidar el placer de aquellos agradables momentos de amistoso intercambio intelectual con personas que me han sido muy caras.

    Indudablemente tanto en el “mundo oriental” como en el mundo africano y el amerindio encontramos también muchas sabias enseñanzas sobre el “aprender a vivir”, pero mis limitaciones me obligaron a circunscribirme al “mundo occidental”. Es el que mejor conozco, en el que han vivido mis oyentes y, por otra parte, desde el siglo XVI los valores de este “mundo occidental” han conocido una gran difusión gracias a la expansión colonial europea y más tarde estadounidense.

    Subrayo que, aun limitándome a ese solo “mundo occidental”, mis reflexiones no abarcan sino una mínima parte de la riqueza de su realidad. Como decía Goethe, “toda teoría es gris, querido amigo, verde es el árbol frondoso de la vida”. Por otra parte, nuestro conocimiento es perspectivista, ya que necesariamente observamos y valoramos las cosas desde un determinado punto de vista y con nuestros limitados recursos intelectuales. Por hipótesis, solo Dios tiene un punto de vista absoluto, es decir, literalmente, libre de toda atadura y total. A los humanos no nos queda sino la modesta situación de aquellos ciegos a quienes se les pidió que describieran lo que era un elefante. El ciego que le tocó la punta de la cola dijo: “el elefante es como una escoba”; el que le agarró la raíz de la cola dijo: “el elefante es como un bastón”; el que le tocó el vientre exclamó: “el elefante es como una pared”; el que le tocó un colmillo dijo que el elefante era como un asta y el que le acarició la trompa aseguró que el elefante era como una cuerda gruesa. No hay nada más engañoso que una perspectiva parcial ‒así sea verdadera‒ que se considere a sí misma como la única válida y definitiva. Tomen, pues, con la debida cautela la limitada perspectiva de mis pensamientos, que solo pretenden estimular mínimamente las neuronas. Por eso, los denomino “pensamínimos”.

    I. Sabiduría antigua para tiempos modernos

    En las diferentes búsquedas sobre el “aprender a vivir” se han dado rupturas, pero también siguen existiendo continuidades. No olvidemos aquella bella frase de Bernardo de Chartres, erudito y filósofo francés del siglo XII, quien decía que podemos ver más y más lejos que quienes nos precedieron, no por la agudeza de nuestra vista ni por nuestra gran estatura, sino porque somos como enanos subidos en hombros de gigantes. Comenzaré, pues, por algunas enseñanzas de la antigüedad grecorromana a propósito del “aprender a vivir” que me parece que todavía nos pueden ser útiles, teniendo en cuenta que dichas reflexiones sobre cómo vivir nuestra vida de la mejor manera posible se dieron en medio del conflicto, de la violencia, de la injusticia, de la intolerancia… lo mismo que tenemos que afrontar hoy. También se hicieron muchas de esas búsquedas sobre cómo vivir una vida buena en una época en que las creencias religiosas establecidas estaban en crisis, igual que hoy. Como lo dijo hermosamente el literato francés Gustave Flaubert, entre el siglo I a.C. y el III d.C., “los dioses no estaban ya, y Cristo no estaba todavía, y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único en que el hombre estuvo solo”.

    Abordaré este “arte de vivir” (como caracteriza Epicteto la filosofía) desde una perspectiva que se apoya en un trabajo de reflexión y de experiencia, no de fe ni de revelaciones divinas. Y, precisamente, porque no es dogma ni catecismo, ni siquiera sabiduría sino filosofía (amor a la sabiduría) este “arte de vivir” evoluciona a lo largo del tiempo tal como podemos apreciar en las seis grandes escuelas de pensamiento y de vida que fueron el platonismo, el aristotelismo, el cinismo, el escepticismo, el epicureísmo y el estoicismo. Por otra parte, como no se trata de dogmas, ese “arte de vivir” no excluye el eclecticismo. Lejos estamos del lema “fuera de la Iglesia no hay salvación”.

    Según los filósofos de la antigüedad grecolatina para decidir cuál es la mejor forma de vivir (ética) hay que entender cómo funciona el mundo y nosotros en él (física) y razonar adecuadamente sobre ello (lógica). Fue así como ellos abrieron tres grandes campos de investigación que todavía nos acompañan: la física, la lógica y la ética. Pero, aun las especulaciones más abstractas (en física, en metafísica, en astronomía…), estaban destinadas a comprender para actuar mejor y no eran un reflexionar por reflexionar. Ideas y teorías tenían importancia y razón de ser en la medida en que nos ayudaran a realizarnos, a llevar una vida digna y a ser felices en la medida de lo posible.

    La verdadera filosofía era una “vida filosófica” que incluía “ejercicios espirituales”: meditación, contemplación, examen de conciencia diario, diálogo, escritura de un diario personal, aprendizaje de máximas, etc. Todas las escuelas filosóficas tenían un conjunto de prácticas para transformarse a sí mismo, vivir de acuerdo con sus ideas, alcanzar una vida armoniosa y feliz. Los griegos tenían para ello el término eudaimonía comúnmente traducido como felicidad, bienestar o vida buena. Por eso se habla de filosofías eudemonistas, cuyo objetivo no es la salvación eterna o el cumplimiento de los mandatos divinos sino aprender a “bien vivir” y conseguir la serenidad del espíritu mediante el control de las pasiones y deseos que puedan alterar nuestro equilibrio mental y corporal, y disminuir nuestra fortaleza frente a la adversidad. A ese ideal de serenidad de espíritu lo llamaron los griegos ataraxia (ausencia de turbación), virtud que canta muy bien Juan de Urquijo, poeta del Siglo de Oro español, al glosar de la siguiente manera al poeta latino Horacio (Odas, III, 3):

    No desfallece ni se ve oprimido 
    Del varón justo el ánimo constante 
    Que su mal como ajeno considera;

    Y en la mayor adversidad sufrido,

    La airada suerte con igual semblante

    Mira seguro y alentado espera.1

    Cada escuela filosófica tenía diferentes propuestas sobre qué es el “bien vivir” y sobre cómo lograrlo. No voy a entrar en el complejo debate sobre sus diferencias. Para nuestros propósitos ‒que no son de erudición‒ me parece más útil señalar, de manera sencilla, lo que considero puntos comunes de ese legado de sabiduría grecorromana sobre el “arte de vivir”.

    La concepción del comprender para “aprender a vivir” tiene la ventaja de envejecer bien. Aunque se esté en desacuerdo con la ética de vida de tal o cual corriente filosófica, por lo general se admite que debemos tratar de vivir de acuerdo con nuestras ideas, aunque no siempre sea fácil o posible. Y un trabajo sobre sí mismo, difícil, exigente, a veces contrario a nuestros intereses inmediatos o a las presiones de nuestro ambiente, aparece siempre como necesario para poner coherencia entre nuestro pensar y nuestro actuar. En ese sentido, incitándonos a la coherencia entre pensamiento y vida, y sin ofrecernos revelaciones divinas o respuestas ya hechas, la filosofía antigua nos aguijonea todavía con una invitación: Llega a ser quien eres, frase que Píndaro dedica a los deportistas que logran triunfar sobre sí mismos y que se superan, día a día, para alcanzar su mayor potencial en los juegos píticos celebrados en honor de Apolo en el santuario de Delfos.2

    La exhortación “llega a ser quien eres” presupone que tenemos los recursos y predisposiciones particulares que solo necesitan que las hagamos salir a la luz. Pero ¿cómo saber qué recursos y predisposiciones tenemos? La respuesta nos la da el estoico Epicteto, uno de cuyos discípulos le preguntó:

    ¿Cómo reconoceremos cada uno nuestra dignidad personal?

    Respondió Epicteto: ¿cómo es el toro el único que, cuando ataca el león, se da cuenta de su propia fuerza y se adelanta en defensa de todo el rebaño? ¿O no es evidente que a esa posesión de la fuerza le acompaña también la conciencia de la misma? También entre nosotros el que tenga esa capacidad no dejará de conocerla.

    Son precisamente las dificultades y los retos de la vida los que nos ayudan a conocernos y sacar a la luz nuestras potencialidades. Por eso, los obstáculos no son una barrera sino el camino para llegar a ser lo que somos. Pero no solo eso. El “llega a ser quien eres” nos indica que todos tenemos predisposiciones y gustos para ciertas actividades, y que debemos cultivarlos. Prosigue así Epicteto: 

    “…ni el toro ni el hombre de nobleza se hacen de repente, sino que han de mantenerse en forma durante el invierno, han de prepararse y no precipitarse a la buena de Dios hacia lo que no conviene en absoluto”. 3

    En otras palabras, tenemos que conocernos bien para no sobrepasar nuestros límites, como lo resumen las dos grandes máximas inscritas en el atrio del templo de Apolo en Delfos y que constituían para los griegos la regla de las reglas: Conócete a ti mismo y Nada en exceso. Ese “nada en exceso” quedó consagrado igualmente en la máxima latina “irás seguro por el medio” y en la oda de Horacio que alababa la “dorada medianía”:

    Vivirás dichoso, Licinio, si no te arrojas siempre en alta mar

    ni si, por miedo a las tormentas,

    te ciñes mucho a la insegura costa.

    Quien prefiere la áurea medianía

    no padece intranquilo las miserias de un techo que se desmorona,

    ni tampoco habita palacios fastuosos que provocan envidia.

    Con más frecuencia el viento agita los enormes pinos, 
    las insignes torres se desploman con mayor estruendo 
    y los rayos hieren las cumbres elevadas.

    Un pecho bien preparado espera en la adversidad

    y teme que la suerte cambie cuando la fortuna le sonríe.

    Júpiter trae los crudos inviernos, y también se los lleva.

    Lo malo no es eterno.

    No siempre tiene Apolo su arco tenso

    y a veces despierta con su lira a la callada Musa.

    Sé valiente y animoso en la desgracia, 

    pero también recoge con prudencia las velas hinchadas 
    por un viento demasiado favorable.
     4  

    Cada uno de nosotros recibe su “lote” ‒su porción de riquezas, de cualidades y defectos, de alegrías y de pruebas‒ que le da el Destino, al que los griegos llaman ananké (necesidad) y los romanos fatum. A nosotros corresponde hacer fructificar esa “porción” que nos tocó.5 Como canta Willie Colón: “Si del cielo te caen limones, aprende a hacer limonada”. 6  

    El “bien vivir” ‒que nos dará tranquilidad de espíritu y nuestra porción de felicidad‒, implica el cultivo de cuatro virtudes básicas (que los cristianos heredarán de los griegos y a las que llamarán “virtudes cardinales”): prudencia, justicia, fortaleza y templanza. La prudencia es la capacidad de discernir lo que conviene y lo que no conviene hacer; es una sabiduría práctica, que implica conocerse a sí mismo, es decir, saber reconocer sus límites y sus potencialidades. La justicia es el hábito consistente en la voluntad de dar “a cada uno lo suyo” (máxima latina que todavía hoy en día aparece en la primera página del Osservatore Romano, periódico del Vaticano). La fortaleza (del griego andreia) designa el valor, el coraje, la entereza ante las dificultades7. La templanza o temperancia (del griego sōphrosýnē) es el “nada en exceso”; es llevar una vida equilibrada, absteniéndonos de lo que nos perjudica y usando con cordura lo que nos es saludable.     

    Practicando a cabalidad la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza lograremos una excelencia de vida que los griegos llamaron areté8 y los romanos virtus (que tiene su raíz en vir, el varón). Esa excelencia de vida nos deparará tranquilidad de espíritu, serenidad, alegría, es decir, el sumo bien.

    En la lotería universal del Destino cada uno de nosotros también ha recibido su porción de tiempo y sabe, como dice Ovidio, que “lo que hemos sido, y lo que somos, no lo seremos mañana” porque el río del tiempo jamás se detiene y “devora todo lo que existe”. 9 El poeta Horacio, en célebres versos, exclama: “La pálida muerte con el mismo pie pisa las chozas de los pobres y los palacios de los reyes. La vida tan breve no admite una esperanza larga”. Por lo tanto, para bien vivir hay que saber aceptar con fortaleza la ineluctabilidad de la muerte, como canta el mismo Horacio en una de sus Odas (II,3):

    Acuérdate de conservar tu alma ecuánime y templada en la adversidad,

    y sin insolentes alegrías en la ventura,

    Delio que debes morir, sea que estés siempre triste

    o que goces en los días festivos

    recostado sobre la hierba degustando un añejo Falerno.

    (…)

    Un día dejarás los bosques y la casa de campo que compraste,

    y la mansión que baña el rubio Tíber;

    un heredero se quedará con tu riqueza acumulada.

    Ya seas rico y descendiente del rey Ínaco, o pobre y de ínfima ralea,

    has de perecer víctima del Orco10 despiadado.

    A todos nos espera igual destino.11

    Envejecer y morir están inscritos en la condición humana. Es la advertencia de la máxima: “recuerda que has de morir”. Pero ese recuerdo es también un recuerda vivir que encontramos plasmado en otro principio fundamental del “bien vivir” para los antiguos grecorromanos: carpe diem, literalmente “agarra el día”, “cosecha el día”, recoge los frutos que te ofrece el presente, sin refugiarte en un ilusorio futuro o en un pasado que se fue.

    Ese carpe diem, compartido por estoicos y epicúreos, fue cantado en el siglo I por Horacio en esta oda inmortal que traduzco así:

    Leucónoe, no investigues, vedado es el saberlo,

    qué destino, a ti o a mí, nos tienen los dioses deparado,

    ni consultes números adivinatorios.

    ¡Mejor será aceptar lo que será!

    Ya sea que Júpiter te otorgue vivir muchos inviernos

    o ya sea este el último en que ves romperse las olas del Tirreno

    contra los escollos opuestos a su furor.

    Sé prudente, bebe buen vino y reduce una esperanza larga

    al breve espacio de tu vida.

    Mientras hablamos se escapa el envidioso tiempo.

    Aprovecha el día, confiada lo menos posible en el mañana (Odas, I, 11).

    “Apresúrate a vivir, y piensa que cada día es, por sí solo, una vida”, le dice Séneca a su discípulo Lucilio.12 Marcial nos aconseja en uno de sus Epigramas: “Créeme, no es prudente decir ‘Viviré’. Mañana es demasiado tarde: vive hoy”.13 Y el estoico emperador Marco Aurelio escribe para sí mismo en sus Meditaciones que “la perfección del carácter consiste en pasar cada día como si fuera el último”.14

    El “bien vivir” ‒ese empleo óptimo de lo que nos deparó el Destino‒, supone también un auténtico “cuidado de sí mismo”, lo que no excluye el cuidado de los otros, porque vivimos en sociedad y somos parte del mismo género humano, como proclamaba el cosmopolitismo de los estoicos. Por otra parte, el cuidado de sí exige una práctica de cada instante, parecida a los ejercicios que practican los deportistas; ese es precisamente el sentido de la palabra griega ascesis: ejercicio, preparación para una prueba.

    Tanto platónicos como aristotélicos, cínicos, estoicos y epicúreos están de acuerdo en que sabio es quien conociéndose a sí mismo sabe dar lo mejor de sí, evitando la hibris. Con esta palabra los griegos designaban el orgullo desmedido, la arrogancia, la falta de autocontrol, en una palabra, la desmesura, o sea, lo contrario del “nada en exceso”. La hibris es la hamartia, o sea, el “error fatal”. En una cultura que desconocía el concepto de pecado, la hibris era el gran error. Recordemos aquel viejo proverbio atribuido a Eurípides: “aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo enloquecen con la hibris”.

    Para esta ética antigua de la mesura, quien quiera “aprender a vivir” debe controlar los deseos que pueden provocar turbación, decepción y dolor, como la búsqueda obsesiva de honores, riquezas y poder; aceptar las manifestaciones de la finitud, como la vejez y la muerte, que son inevitables pues somos mortales; aprovechar el momento presente sin agitarse en vano ni alimentar angustias inútiles sobre hipotéticos futuros o pasados que ya no son; conocer la naturaleza y conocer su naturaleza (“conócete a ti mismo”) para vivir en armonía con el mundo y consigo mismo; practicar la mesura y la justicia; dedicar tiempo a su crecimiento personal (lo que necesariamente tendrá una repercusión social). A este “cuidado de sí” lo llamaban los romanos cura sui. Y el tiempo dedicado a la cura sui se denominaba otium. Por eso, el negocio es la “negación del ocio”, es lo que hacemos por dinero, no para crecer como personas.

    En resumidas cuentas, se trata de buscar la plenitud en lo que la vida nos aporta día a día, teniendo claro ‒como formula Epicteto‒ qué depende de mí y qué no depende de mí. Todo ello exige la lucidez y determinación que Séneca aconseja a su discípulo Lucilio en la primera de las cartas que le escribe:

    Si te fijas bien, la mayor parte de la vida la pasamos entregados al mal; otra parte, y no poca, sin hacer nada, y toda la vida haciendo lo que no deberíamos hacer. ¡Muéstrame alguien que valore el tiempo, que sepa lo que vale un día, que entienda que cada día morimos un poco! (…) Sigue haciendo, Lucilio, aquello que me escribes que haces: no pierdas hora alguna, recógelas todas [es el carpe diem]. Asegura bien el contenido del día de hoy, y así será como dependerás menos del mañana. Mientras aplazamos las cosas, la vida transcurre.

    Por supuesto que este programa implica un exigente trabajo sobre sí mismo. Cuando Lucilio le escribe a Séneca que después de un largo viaje no ha conseguido liberarse de la tristeza y la pesadez del corazón, Séneca le responde:

    ¿Me preguntas por qué no has hallado consuelo en tu huida? Porque escapaste contigo mismo. Es el peso del alma lo que precisas abandonar; sin haber hecho esto no encontrarás agradable ningún lugar. (…) Es el alma lo que tienes que cambiar, no el clima (Carta XXVIII).

    Cada quien debe tener el coraje de afrontarse a sí mismo para reajustar su espíritu maltrecho por las dificultades, las pasiones y los deseos incontrolados. Cada quien, aquí y ahora ‒no en un hipotético “después y más allá”‒ debe “agotar el campo de lo posible”, como bellamente lo expresa Píndaro: “Oh alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible”15. Agotemos, pues, el campo de nuestro posible y lleguemos a ser lo que somos, en nuestra mejor versión.

    _____________________________

    1 Últimos seis versos del soneto La constancia. http://www.buscapoemas.net/poema/La-constancia/Juan-de-Arguijo/1008.htm

    2 Píndaro, Pítica, II, verso 72.

    3 Epicteto, Disertaciones por Arriano: 185 (Biblioteca Clásica Gredos). Édition du Kindle.

    4 Horacio, Odas, II, 10. La traducción es mía.

    5 Ya desde la Antigüedad se les echaba en cara a los estoicos que si todo está escrito de antemano (por la Ananké, por el Fatum) de nada sirve actuar. Sería como decir hoy, ¿para qué vacunarme si ya está escrito que moriré de Covid? Los estoicos respondían de manera ingeniosa: no hay que separar el Destino y nuestras acciones, porque el Destino incluye nuestras acciones. En otras palabras, si mi destino es morir de Covid es probablemente porque no quise vacunarme.

    6 Canción El gran varón.

    7 En español la palabra griega andros significa hombre. Andreia, literalmente, significa “virilidad”, “hombría”. Normal que en una sociedad dominada por los hombres (androcracia) la andreia se convirtiera en una de las más preciadas cualidades.

    8 De la misma raíz que aristoi ‒los mejores‒, de donde viene aristocracia, el gobierno de los mejores.

    9 Es el tempus edax rerum cantado en las Metamorfosis, XV, versos 215-216; 234.

    10 En la mitología romana la palabra Orcus («Orco») es sinónimo de inframundo y, en ocasiones, también es el nombre de un gigante hijo del dios Plutón.

    11 La traducción es mía.

    12 Séneca, Cartas a Lucilio, carta 101.

    13 Marcial, Epigramas, libro 1, verso 12.

    14 Marco Aurelio, Meditaciones, VII, 69.

    15 Píndaro, Píticas, III, versos 109-110.

    Rodolfo R. de Roux

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