El espíritu hedonista, libertario e individualista del movimiento estudiantil de mayo de 1968 había comenzado a poner radicalmente en cuestión la política, la cultura, la moral y las costumbres de la época.
El movimiento estudiantil de 1968 sacudió las raíces de la modernidad occidental. O mejor, la modernidad llegaba a su plenitud y dejaba al descubierto sus raíces autodestructivas. La democracia moderna comenzaba a marchar con dificultad, embarazada como estaba del anarquismo liberal que lleva en las entrañas desde sus orígenes en el siglo XVIII. Las ideologías y los grandes proyectos políticos colectivos caían a pedazos. Individuos y ‘minorías’ comenzaban a enarbolar cada uno sus propios derechos y a protestar por fuera de los partidos, haciendo más compleja y difícil la famosa gobernabilidad. La liberación sexual era la punta de lanza de todas las libertades individuales. En palabras del inolvidable Gabo,
“el mundo fue igual desde mi nacimiento hasta que los Beatles comenzaron a cantar. Todo cambió entonces, los hombres se dejaron crecer el cabello y la barba, las mujeres aprendieron a desnudarse con naturalidad, cambió el modo de vestir y de amar y se inició la liberación del sexo y de otras drogas para soñar”.
La escena internacional invitaba a la rebeldía contra las instituciones. La prepotente U.S. Army se veía cada día más acorralada en Vietnam por un hormiguero de implacables insectos orientales, mientras la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) ‒de árabes en su mayoría‒ elevaba el precio del crudo y generaba una aguda crisis energética en los países industrializados.
América Latina no escapaba a los remezones y sacudimientos. El modelo económico instaurado en la región después de la Segunda Guerra Mundial –por el cual numerosos artículos antes importados se sustituían por productos nacionales–, generaba todavía ilusiones de un crecimiento más autónomo, pero sus corrientes profundas arrastraban silenciosamente al continente hacia el abismo. Era un crecimiento ‘al debe’, a crédito, insostenible.
A fines de los años setenta y comienzos de los ochenta, el modelo derivó hacia la azarosa crisis de la deuda externa iniciada en México y saltó en pedazos ante el rápido desbarajuste de las economías. Colombia escapó parcialmente de la crisis de la deuda por la puerta de atrás, gracias en buena medida a otro mal mayor: los dineros del narcotráfico, aunque esto no haya sido casi nunca reconocido en toda su dimensión por los políticos ni por los economistas.
Un buen reflejo del desasosiego continental fue el auge de los movimientos guerrilleros. Se extendía el descontento popular. Las guerrillas se multiplicaban a la sombra de Cuba, del Che Guevara, de la revolución china, de la expansión comunista en el Tercer Mundo. En 1961, se había creado en Nicaragua el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) que, en 1979, convertido en Movimiento Sandinista de Liberación Nacional (MSLN), conquistaría el poder; en Guatemala, operaba la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG); desde fines de los años sesenta, los peruanos se estremecían cada mañana con la escena macabra de los perros que amanecían colgando de las lámparas públicas de Lima, degollados por Sendero Luminoso; en Argentina, dos organizaciones guerrilleras de clases medias –los muy católicos Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP)– asombraban al continente con sus golpes de novela policíaca; en Chile, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) –formado en 1965 y desarticulado tras el golpe militar de 1973–, volvió a la lucha armada contra la dictadura y después de la caída de Pinochet se transformó en el grupo político que existió por largo tiempo; en Uruguay, a fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, el Movimiento de Liberación Nacional (MLN)-Tupamaros, desplegó su acción armada; en 1973, sus integrantes fueron encarcelados o se exiliaron y, en 1985, se transformaron en el grupo político que hoy gobierna en ese pequeño y pacífico país; de allí salió el inolvidable Mujica.
Durante los primeros años de la década, se formó en México la Liga Comunista 23 de Septiembre, el único movimiento guerrillero totalmente urbano con presencia en grandes ciudades, como Guadalajara, Monterrey y Ciudad de México; en la década anterior habían actuado en Venezuela las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN), oficialmente disueltas en febrero de 1969. En suma, el continente ardía, se extendía el humo por todos los rincones y parecía que solo hiciera falta un poco de brisa para que se encendiera el bosque. La revolución estaba a la vuelta de la esquina. Era un destino.
En Colombia, la década había comenzado mal. En las reñidas elecciones presidenciales del 19 de abril de 1970, la Alianza Nacional Popular (ANAPO), fundada en 1962 por el exdictador Gustavo Rojas Pinilla, había obtenido un elevado número de votos. Hasta la medianoche, los escrutinios le daban la ventaja a Rojas frente al candidato del Frente Nacional, el conservador Misael Pastrana Borrero. En los sectores dominantes crecían el nerviosismo y la expectativa. Yo me encontraba en Bélgica y cuando fui a votar a la embajada, un funcionario exclamó en voz alta para que todos lo oyéramos: “no hay problema, si gana Rojas, las ‘gentes de bien’ (!) no permitiremos que se posesione”. Esa siguió siendo la consigna de las oligarquías nacionales hasta no hace mucho tiempo, aunque cada vez más interferida por la opinión pública. En vista de que los escrutinios comenzaban a dar una importante ventaja a Rojas, el presidente Carlos Lleras Restrepo ordenó suspender las transmisiones, y a la mañana siguiente amaneció como ganador el eternamente sonriente candidato oficialista Misael Pastrana Borrero. De inmediato, en Nariño se formularon denuncias de fraude y cundió la agitación e inconformidad en las huestes anapistas.
Aduciendo fraude electoral, tres años más tarde, de los representantes del ala socialista de la ANAPO y del vientre del partido comunista colombiano surgieron los dirigentes del ‘Movimiento 19 de abril’ (M-19). El 17 de enero de 1974 se lanzaron a la arena pública con el espectacular robo de la espada del Libertador que reposaba en la Quinta de Bolívar, que hace poco más de un mes fue objeto de disputa entre el presidente saliente, Iván Duque, y el entrante, Gustavo Petro. La espada reposa ahora en una urna de vidrio reforzado a la vista del pueblo colombiano. En las paredes el M-19 dejó marcada su consigna: “Con el pueblo, con las armas, al poder”. Desde entonces y hasta mediados de los años ochenta, este grupo supo captar vastas simpatías entre intelectuales, comunicadores, clases medias y gente del pueblo.
Diez años antes, en 1964, habían nacido en Colombia otras dos guerrillas: las FARC y el ELN, las primeras orientadas inicialmente por el partido comunista colombiano y su visión prosoviética, y el segundo inspirado en el modelo ‘foquista’ de la revolución cubana. Sin embargo, una y otra permanecían enquistadas por entonces en remotas y desconocidas zonas rurales. Pocos años después se había conformado el EPL, de inspiración maoísta, así como otros grupos menores. Mientras las dos primeras organizaciones se fortalecieron con el tiempo, los demás grupos han desaparecido casi por completo, incluido el M-19, algunos de cuyos militantes todavía enarbolan sus banderas en las manifestaciones populares, sobre todo ahora, en el gobierno de Petro.
Forzados por las importantes y numerosas bajas producidas por el Ejército, las Farc-EP terminaron negociando la paz en 2016. Ni el segundo gobierno de Juan Manuel Santos (2014-2018), que desde la presidencia promovió y firmó la paz, ni el de Iván Duque (2018-2022), que hizo todo lo posible por desconocerla, cumplieron debidamente el pacto. Con todo, la mayor parte de los dirigentes de las Farc, y casi todos sus militantes de base, unos 13.000, han permanecido fieles al compromiso, a pesar de los continuos atentados y asesinatos de los que han sido víctimas los combatientes.
Sin embargo, la vida nacional de esos años, vista en perspectiva, no giró en torno al conflicto armado y su espectacular irrupción en las ciudades. Entre tanto, en silencio y bajo tierra, extendía sus tentáculos el verdadero eje de una Colombia totalmente trastocada y desconocida: el narcotráfico. El muy rentable negocio ilegal perforaba como los topos todo el subsuelo de la vida nacional. Aflojaba y removía la tierra bajo nuestros pies y su demoledora incidencia no era inicialmente reconocida por destacados académicos colombianos. No captaban todavía las verdaderas dimensiones del fenómeno y la nefasta influencia que –bajo las absurdas condiciones impuestas por Washington– ese tráfico comenzaba a ejercer en la vida nacional.
El reconocimiento tardó muchos años. Demasiados. Y solo ahora se empieza a examinar con timidez y vacilaciones el fracaso de las políticas que convirtieron esa maligna anomalía en el más poderoso y destructivo árbitro del destino nacional y regional. Petro está ensayando otra política con su ‘paz total’ y hasta ahora ha ido avanzando lentamente con Washington.
Luis Alberto Restrepo M.
Octubre, 2022