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Lopez pumarejo

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Aunque las reformas promovidas por la Revolución en Marcha no fueron radicales, enfurecieron al clero ‒que vio recortados sus privilegios‒, indignaron a los conservadores, irritaron a los grandes terratenientes y a los industriales de las ciudades y decepcionaron a los sectores populares y obreros, que esperaban mucho más de sus promesas. 

A pesar de que las reformas impulsadas por la Revolución en Marcha no eran radicales, enfurecieron al clero que veía recortados sus privilegios, indignaron a los conservadores e irritaron a los grandes terratenientes y a los industriales de las ciudades. Algo similar podría producirse ahora, en 2022. Al mismo tiempo, las reformas decepcionaron a los sectores populares y obreros, que esperaban mucho más de sus promesas. El conservatismo, unificado bajo Laureano, se endureció cada vez más mientras, al mismo tiempo, el impulso reformista del gobierno se agotaba. En 1938, la “pausa” en las reformas decretada por López pasó a convertirse en programa de gobierno de su sucesor Eduardo Santos, cabeza de los liberales moderados.

Santos (1938-1942), dueño del diario El Tiempo, fue elegido presidente en sustitución de Olaya (que murió siendo el candidato del liberalismo). Conforme a su talante, pretendía hacer un gobierno moderado, que contribuyera a llevar al país a la tolerancia civilizada. Eso mismo había pretendido tiempo atrás la difunta Unión Republicana de Carlos E. Restrepo.

Pero la oposición conservadora no se lo permitió. Con motivo de un tiroteo en Gachetá, que dejó varios muertos en las elecciones parlamentarias del año 39, Gómez acusó a Santos de haber gobernado sobre un charco de sangre conservadora. La convención del partido bajo su dirección decretó: “Debemos armarnos por todos los medios posibles”. Y en el Senado, Laureano anunció su programa opositor: recurrir a “la acción directa y el atentado personal” con el objeto de “hacer invivible la república” hasta que el poder volviera a las manos del conservatismo. Con ese propósito fundó el periódico El Siglo en Bogotá, al que le hacía eco la prensa conservadora: La Patria de Manizales, El Colombiano de Medellín, Claridad de Popayán. Y, por supuesto, los curas desde los púlpitos.

Para complicar las cosas, estalló la Segunda Guerra Mundial, pero Roosevelt inventó la “Política del Buen Vecino” para proteger las repúblicas americanas contra la posible tentación germanófila, cuyo representante en Colombia era Laureano Gómez. 

El verdadero adversario al que apuntaba Gómez era López Pumarejo, a quien Gómez acusaba de ser comunista. Para evitar el retorno de López al poder, Laureano le confió al embajador de Roosevelt que López pondría a Colombia bajo el imperio del comunismo bolchevique, que los conservadores estaban decididos a emprender una guerra civil y esperaban contar para ello con la ayuda norteamericana. El embajador gringo le aseguró (sin sonrojarse) que su gobierno nunca intervenía en asuntos internos de países soberanos. Laureano dijo que entonces buscarían las armas “en donde las había encontrado Franco” para ganar su guerra en España. Todavía no había entrado Estados Unidos en el conflicto mundial y aún creía Gómez, como muchos en el mundo, que el vencedor sería Alemania.

Llegó, pues, en 1942, el segundo gobierno de López, pero no trajo el bolchevismo, y ni siquiera la profundización de las reformas sociales que esperaban las masas liberales que habían respaldado la Revolución en Marcha. Él mismo había hecho un diagnóstico algunos años antes: “No encuentro en la historia nacional el ejemplo de un período de gobierno que no se haya constituido como una oligarquía, olvidando sus obligaciones para con sus electores”. 

Siguiendo a Washington, Colombia declaró la guerra a Alemania. Como resultado, un submarino alemán hundió un buque mercante colombiano, y un destructor colombiano hundió un submarino alemán. Y de rebote, tuvo un sonoro escándalo financiero sobre los bienes incautados a los nazis, que enredó a López Michelsen, hijo del presidente, a quien llamaban “el hijo del Ejecutivo”. ¡Cómo se aprende de la historia! Con pequeñas modificaciones, lo que sucede en Colombia casi nunca es nuevo.

De nuevo, Laureano mezcló acusaciones y denuncias de toda clase. Acusado de haber sido el inspirador de una intentona de golpe militar que, en julio de 1944, tuvo al presidente López preso por dos días en Pasto, Gómez tuvo que refugiarse en Brasil. Sería el primero de sus varios exilios.

En el otro extremo del abanico político estaba también Gaitán, parlamentario izquierdista venido de las clases medias bogotanas, que había iniciado su carrera con las denuncias contra la United Fruit Company por la matanza de las bananeras a finales de los años 20. Ante su creciente fuerza política, era visto por sus críticos del conservatismo o de sectores del liberalismo como un simple demagogo de ascendencia indígena, con ínfulas de caudillo mussoliniano (había estudiado en Italia en los años del auge del fascismo). Un orador a quien amaban las masas populares cuando peroraba: “¡Yo no soy un hombre, yo soy un pueblo!”. Un serio pensador socialista ‒como lo demostraba su tesis sobre las ideas socialistas en Colombia‒ y un político ambicioso, odiado por unos y adorado por otros.

Desde los fracasos electorales de su movimiento UNIR de los años 30, Gaitán se había reincorporado al partido Liberal y había venido mitigando su radicalismo. No predicaba ya la lucha de clases, proletariado contra burguesía, sino una vaga lucha del pueblo contra las oligarquías, por igual conservadoras y liberales, sin dejar de colaborar con los gobiernos liberales, que lo hicieron alcalde de Bogotá en el año 36 durante el primer gobierno de López, ministro de Educación de Santos en el 40, ministro de trabajo del presidente interino Darío Echandía en 1944. Hacia el final del gobierno de López, Gaitán escogió la oposición radical: “¡Por la restauración moral de la república, contra las oligarquías, a la carga!”.

Un año antes de terminar su período, López Pumarejo renunció a la presidencia. Lo sustituyó su ministro de Gobierno, Alberto Lleras Camargo. Y ante las elecciones del año 46, el partido Liberal se dividió entre dos candidatos: a la derecha, Gabriel Turbay, respaldado por los grandes diarios El Tiempo y El Espectador, por el director del partido Eduardo Santos y por todo el aparato liberal. Y a la izquierda, Jorge Eliécer Gaitán, apoyado por los sectores populares y los sindicatos. El expresidente López solo se pronunció en contra de ambos. Contra “el turco Turbay” nacido en Colombia de padres libaneses, “que tiene narices de turco” ‒un extranjero‒; y contra “el negro Gaitán”, de modesto origen social y cara de indio ‒un pobre‒.

El partido Conservador había anunciado su abstención, como venía haciéndolo desde 1934 con el argumento del previsible fraude que iban a cometer los liberales. Pero en las últimas semanas Laureano designó como candidato a Mariano Ospina Pérez, de la estirpe presidencial de los Ospinas. Un rico, pacífico y solemne hombre de negocios de Medellín, que no despertaba más odios que el que le guardaba el propio Laureano, que lo promovía esperando manejarlo cuando llegara el caso.

Ganó Ospina, como dieciséis años antes había ganado Olaya frente a la división conservadora. Y así terminó, melancólicamente, la República Liberal que iba a cambiar la historia de Colombia.

Luis Alberto Restrepo M.

Septiembre, 2022

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Desde 1910, empezaron en Colombia los primeros esfuerzos en favor de una cierta modernización y alguna democracia que, sin embargo, terminaron estrellándose contra los representantes del antiguo orden oligárquico. 

7. Regeneración contra modernización (1910-1946)

Desde 1910, comenzaron a desarrollarse en Colombia los primeros esfuerzos en favor de una cierta modernización y alguna democracia, que sin embargo terminaron estrellándose contra los representantes del antiguo orden oligárquico. 

En décadas iniciales del siglo XX irrumpió en el escenario público el primer sujeto real de la democracia colombiana: un incipiente movimiento obrero, capaz de reivindicar sus derechos frente a los abusos de los enclaves norteamericanos del banano y el petróleo, abusos cometidos bajo el auspicio de las oligarquías locales que resultaban “favorecidas” (sobornadas) por las multinacionales. Finalmente, en 1930, el partido conservador llegó dividido a las elecciones y perdió el poder. Retornó al gobierno ‒hasta 1946‒ un liberalismo atemperado, como señalé, por la derrota política y militar de comienzos del siglo, por más de cuarenta años de imperio del orden conservador y de su reeducación en la familia y la escuela católicas.

Desde los años treinta, la constitución del sujeto social de la democracia colombiana seguiría un doble movimiento convergente: desde abajo, avanzaría la organización campesina, obrera y popular conducida por Jorge Eliécer Gaitán y el Partido Comunista de Colombia (PCC). Mientras, desde el gobierno, el liberal López Pumarejo (1934-1938) lanzó la “Revolución en marcha” con la que intentaba modernizar el Estado y adelantar una reforma agraria que le diera cauce institucional a la inconformidad de obreros y campesinos. Tanto su presunta revolución como la lucha proclamada por Gaitán contra la oligarquía convocaron y movilizaron al naciente sujeto social de la democracia colombiana, con mayor eficacia que la ortodoxia de los comunistas. Comenzaban a esbozarse, pues, dinámicas modernas de confrontación e integración social, aunque todavía percibidas con la radicalidad de la pasión seudorreligiosa propia del siglo XIX. 

Los dieciséis años de la República Liberal (1930-1946) fueron complejos y cambiantes. Para empezar, fueron numerosos los recelos y críticas entre sus distintos y sucesivos gobernantes, Olaya Herrera, López Pumarejo I, Santos Montejo y López Pumarejo II. Este es uno de los graves males políticos de Colombia: que casi ningún expresidente –con la excepción de Belisario Betancur y Virgilio Barco‒ se resigna a no seguir gobernando o al menos a permitir que su sucesor lo haga sin obstaculizarlo. Así lo estamos viendo desde ya con el gobierno saliente y podemos suponer cómo será más adelante. 

Graves acontecimientos mundiales contribuyeron a complicar el periodo que se inició en Colombia en 1930. La crisis del año 1929 en la Bolsa de Nueva York dio comienzo a la Gran Depresión económica, al desempleo y el hambre en el mundo entero. En Estados Unidos, el demócrata Franklin Roosevelt fue elegido presidente e inició el New Deal (el nuevo contrato social). En toda América Latina florecían las dictaduras militares –salvo en México, donde imperaba la dictadura civil del Partido Revolucionario Institucional, PRI–, pero la Colombia liberal permaneció inconmovible. Como dice un historiador: “Todo era conservador: el Congreso, la Corte Suprema, el Consejo de Estado, el Ejército, la Policía, la burocracia”.

En 1929, el Partido Conservador se dividió en dos candidatos: el general Alfredo Vásquez Cobo y el poeta Guillermo Valencia (abuelo de Paloma). Ante la falta del arbitraje eclesiástico, los dos aspirantes conservadores decidieron presentarse por separado. 

Los liberales lanzaron a Enrique Olaya Herrera, que arrasó en las elecciones. La prolongada hegemonía conservadora, empujada por la crisis económica que disparó el desempleo en las industrias y en las obras públicas, culminó en un vuelco electoral. Los liberales obtuvieron claras mayorías en las elecciones.

El partido Conservador entregó el poder sin resistencia. Sin embargo, poco después empezó la violencia partidista en los pueblos de los Santanderes, mientras en las ciudades crecía la agitación social, alentada por el desempleo y el hambre provocados por la Gran Depresión. El ministro de Hacienda ‒el conservador Esteban Jaramillo‒ lo resumiría más tarde: “Rugía la revolución social, que en otros países no pudo conjurarse”. En Colombia sí, gracias a que el gobierno de Olaya recurría a la colaboración bipartidista, tantas veces repetida desde mediados del siglo XIX, esta vez bajo el nombre de “Concentración Nacional”. A conjurar la revolución en Colombia contribuyó asimismo la guerra fronteriza con Perú. Tropas del ejército peruano invadieron Leticia y en las fronteras murieron unos pocos soldados peruanos y colombianos; en Colombia los partidos y todas las clases sociales se unieron en una exaltación nacionalista. Hasta Laureano Gómez, el nuevo caudillo conservador, implacable crítico del gobierno de Olaya (del que venía de ser su embajador en Alemania), se unió al coro patriótico: “¡Paz! ¡Paz en lo interior ‒clamó en el Senado‒! ¡Y guerra! ¡Guerra en la frontera contra el enemigo felón!”. Poco después, cuando se hizo la paz, Gómez denunció violentamente al gobierno por haberla hecho y volvió a desatar la guerra interna, temiendo que los éxitos de Olaya hubieran abierto el camino para un gobierno liberal, no de coalición, sino claramente “de partido”, que a continuación encabezaría Alfonso López Pumarejo y su Revolución en Marcha.

Interrumpiendo el relato, presento aquí al señor Gómez, fundador de la ultraderecha conservadora, uno de los personajes más influyentes y poderosos del siglo XX. Junto con López Pumarejo y Gaitán, marcaría el siglo pasado e inspiraría La Violencia. De padres santandereanos nacido en Bogotá, Laureano Gómez fue un católico batallador, formado por los jesuitas en el Colegio Mayor de San Bartolomé. Concluido el bachillerato, estudió Ingeniería Civil en la Universidad Nacional de Colombia. Como político heredó los rasgos de la Iglesia combativa del siglo XIX, impulsada especialmente por Pío IX y luego, en el XX, por Pío X; una Iglesia cuya tradición se enlaza con las Cruzadas y la Inquisición. 

Gómez acusó en repetidas ocasiones al Partido Liberal de incitar a la violencia, pero pasaba por alto las prédicas del clero a favor de una declaración de guerra contra el liberalismo. El dirigente conservador promovió una reforma constitucional por la cual se le devolverían a la Iglesia los privilegios que los concordatos le habían otorgado y los liberales habían derogado durante sus administraciones. Sin embargo, la jerarquía se mantuvo neutral durante su gobierno. Fervoroso antiyanqui, para Gómez era preferible que el Canal de Panamá estuviera en manos alemanas o japonesas (las fuerzas del “Eje” Berlín-Roma-Tokio) a que lo siguieran administrando Estados Unidos. 

En cambio, Eduardo Santos, que también había sido antiyanqui, aunque guardó neutralidad verbal en la gran guerra, en la práctica tomó partido por los aliados, siguiendo el camino marcado por Estados Unidos, al cual desde entonces –y desde mucho antes: desde Suárez, Ospina Rodríguez y Santander–, permaneció unida Colombia. A diferencia del resto de Hispanoamérica, el país convirtió a la nación del Norte en su “estrella polar”, que casi siempre ha guiado sus pasos, al menos hasta hoy. El gobierno saliente de Colombia ha sido un ejemplo insigne de esta vergonzosa sumisión, a pesar de la patente y prolongada distancia del presidente Biden. Ahora, apenas Gustavo Petro resultó elegido como nuevo presidente, fue inmediata y amablemente felicitado por Biden y su secretario de Estado, marcando así la diferencia con su predecesor. Falta ver si Petro y su canciller Leyva logran construir, como lo pretenden, relaciones de igualdad con Washington. Es de temer que bajo cuidadosas formas diplomáticas, la vacilante democracia norteamericana siga imponiendo sus intereses en Colombia.

Vuelvo a la historia de López Pumarejo. Alfonso López Michelsen diría cuarenta años después que su padre era “un burgués progresista”. En efecto, hijo de uno de los colombianos más ricos de su tiempo, López Pumarejo se consagró a la política. Su gobierno (1934-1938), conformado con jóvenes liberales de izquierda, intelectuales, periodistas y estudiantes, y con dirigentes sindicales, llegó proponiendo reformas basadas en la intervención resuelta del Estado en el ámbito político, económico y social. Como lo anunció en su discurso de posesión: “El deber del hombre de Estado es efectuar por medios pacíficos y constitucionales todo lo que haría una revolución por medios violentos”.

No obstante, su partido Liberal seguía siendo mayoritariamente un partido de gamonales, abogados y terratenientes, como en los tiempos de Murillo Toro o del general Santander. Por esta razón, mediada su administración, López mismo se vio obligado a anunciar una “pausa” en las reformas ya que, pese a tener un Congreso homogéneamente liberal (Laureano Gómez había ordenado la abstención electoral de su partido), este se componía de liberales de muy distintos matices, y predominaban en él los liberales radicales tipo Manchester, que rechazaban la intervención del Estado. Así que, de las reformas anunciadas, no fue mucho lo que se realizó. 

Una reforma agraria que ‒por enésima vez, desde el siglo XVI‒ proponía redistribuir la tierra, tampoco en esta ocasión lo consiguió: su famosa ley 200 de 1936 fue revertida a los pocos años por la Ley 100 de 1944, durante el segundo gobierno del mismo López Pumarejo. Mejor suerte tuvieron una reforma tributaria que por primera vez puso a los ricos a pagar impuesto de renta y patrimonio, una reforma laboral que consagraba el derecho a la huelga y la reforma de la educación universitaria. Finalmente, la medida que más encendió a Laureano y su partido fue la reforma del concordato con el Vaticano que protocolizaba la separación de Iglesia y Estado. La Santa Sede y el papa Pío XII lo aprobaron, no así los conservadores.

Luis Alberto Restrepo M

Septiembre, 2022

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