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La violencia se ha reiterado en el título de este extenso ensayo, que ya va más allá de la mitad. El siguiente texto entra de lleno en La Violencia (con mayúscula) que llevó a su consumación el orden establecido por la Regeneración y la tradicional dialéctica colombiana de enfrentamiento y reconciliación entre conservadores y liberales.

8. La Violencia, consumación de la Regeneración

Gaitán fue asesinado el 9 de abril de 1948. Su inesperada muerte dio rienda suelta a conflictos largamente postergados. La ira del pueblo contra la oligarquía, alimentada por Gaitán, se dirigió contra los jefes del orden oligárquico y sus símbolos: fue atacado el Palacio donde residía el presidente Ospina (1946-1950); periódicos y residencias de notables conservadores y de algunos liberales, templos e imágenes sagradas, fueron asediados y algunos fueron destruidos. Las masas enfurecidas arrasaron e incendiaron barrios enteros de la antigua Bogotá. 

El imperturbable Ospina respondió a la turba enfurecida y ebria con una masacre indiscriminada. Los dirigentes liberales se dividieron: un sector entró a participar en el gobierno, con el propósito de garantizar la estabilidad institucional, mientras el otro auspiciaba la conformación de guerrillas liberales y comunistas. Gracias a la división de los enardecidos gaitanistas, las élites liberales recuperaron el control de sus dos vertientes: la antioligárquica del primer Gaitán y la oficialista del segundo, cuando se convirtió en jefe del directorio Liberal. La reacción del pueblo se combinó con un violento y último enfrentamiento entre liberales y conservadores. Además, en ese conflicto se anudaron pasiones religioso-políticas y conflicto de intereses de terratenientes que aprovecharon el caos para incrementar sus propiedades, como lo analizan muy bien Gonzalo Sánchez y Donny Maertens. A partir de entonces, se desató una violencia sanguinaria que duraría por lo menos hasta 1953. 

En La Violencia, con mayúsculas (1948-1953), llegó a su consumación el orden establecido por la Regeneración y la tradicional dialéctica colombiana de enfrentamiento y reconciliación entre conservadores y liberales. La cifra de sus víctimas, que oscila entre 200.000 y 400.000 muertos, constituyó su holocausto final. La salvaje brutalidad desplegada en las masacres desbordó con mucho los imperativos de la guerra y revistió, más bien, el carácter cuasirreligioso de un sacrificio expiatorio o de una retaliación absoluta entre el bien y el mal. Revelaba, de este modo, la quintaesencia religiosa de la lucha entre los partidos. La Violencia y sus increíbles excesos, que amenazaban la estabilidad institucional, la agotaron como recurso para la relación entre los partidos. No era posible seguirla utilizando por más tiempo. Había que buscar caminos de reconciliación.

En 1950, triunfó Laureano Gómez con una escasa votación frente a un partido liberal disminuido y en desbandada. A la vez que acentuaba la violencia oficial contra liberales y comunistas, Gómez pretendió ‒como ya sugerí‒ implantar un régimen de cristiandad que reviviera, tardíamente, el espíritu católico de la Contrarreforma y la Regeneración. Sin embargo, la descomposición de la guerrilla en bandidaje y su parcial transformación en lucha campesina contra el poder terrateniente condujo al comandante de las Fuerzas Armadas, general Gustavo Rojas Pinilla, a deponer a Gómez mediante el golpe militar de 1953 y a buscar la “pacificación” del país a sangre y fuego. Los obispos, el alto clero y los conservadores ospinistas saludaron el golpe, aunque luego, cuando Rojas comenzó a matar estudiantes y obreros, manifestando a la vez su propósito de permanecer en el poder, lo declararon dictador. Masivas y continuas protestas ‒animadas además por una parte del clero‒ lo obligaron a renunciar y fue reemplazado por una Junta de cinco altos mandos militares que le darían paso a un arreglo entre los dirigentes políticos de los dos partidos tradicionales.

El orden establecido por la Regeneración y su dinámica de enfrentamiento y reconciliación, que ya describí, permiten comprender la coexistencia de estabilidad institucional y crónica violencia interpartidista, que sacudió a Colombia desde el siglo XIX hasta 1953 e incluso más allá. El mutuo respaldo entre Iglesia y Estado perduraría con altibajos incluso después de concluido el monopolio conservador del poder y condicionaría, en adelante, la cultura y el régimen político colombianos, por lo menos hasta mediados del Frente Nacional (1958-1974). Incluso el partido Liberal y hasta los mismos comunistas terminarían amoldándose a las pautas de comportamiento definidas por la cultura de la Regeneración. Tan profundas raíces echó el pacto entre Iglesia y Estado en la nación que ‒a pesar de sus numerosas reformas‒ le dio vigencia al espíritu de la Constitución de 1886 durante más de un siglo, hasta 1991. 

Más que Bolívar o Santander, fue esta alianza entre Iglesia y partido Conservador, impulsada por el cartagenero Núñez, la que marcó la cultura política colombiana. Como ya expresé, no tanto el “santanderismo” sino el “nuñizmo” católico ofrece la clave para descifrar la índole de las élites colombianas y su estilo de conducción política.

Para poner fin a una Violencia que se tornaba amenazante, las élites de los partidos tradicionales comenzaron a buscar su reconciliación definitiva. 

9. Mediación militar para la reconciliación bipartidista (1953-1991)

Tras la Junta militar, los jefes de los dos partidos, el conservador Laureano Gómez y el liberal Alberto Lleras, lanzaron el Frente Nacional (1958-1974), que consagró como norma constitucional el monopolio bipartidista del poder que duraría, formalmente, 16 años y, en la realidad, algo menos de 30, hasta la nueva Constitución de 1991, cuando ya los dos partidos tradicionales habían desaparecido y se habían subdividido en numerosos y pequeños grupos, de intereses con frecuencia oscuros, que reclamaban para sí el nombre de “partidos”. Esa mutante carioquinesis política de partidos y movimientos sigue avanzando sin cesar.

De este modo, la antigua y fanática cultura política reacia a la modernidad, que sin embargo estaba basada convicciones y valores, fue reemplazada por empresas electoreras que intercambiaban plata, tejas de zinc, almuerzos y traslados a pie de urna, por votos ya marcados y controlados; para ello contaban además con el apoyo de la fuerza pública ‒prácticas a la vez clientelares y coercitivas, a las que solo por analogía podríamos asignarles el nombre de cultura política‒. La agotada clerocracia colombiana le cedió entonces el paso a la democradura, editada en su original formato civil. 

Si damos una mirada muy general a los gobiernos militares de los años 50 y a los gobiernos civiles del Frente Nacional podemos decir que sus numerosas diferencias constituyen apenas distintos énfasis dentro de un largo período de transición burocrático-militar, que va desde el agotamiento y la quiebra del antiguo orden clerical de la Regeneración, producidos por La Violencia (1953), hasta la implosión final de la democradura, que dio lugar a una nueva Constitución (1991), totalmente opuesta a la de 1886.

10. La alianza bipartidista y la Iglesia

Los efectos del Frente Nacional fueron múltiples, inesperados y, a mi juicio, no suficientemente analizados. Subrayo tres que contribuyeron de modo particular a vaciar de contenido la tradicional cultura política y a debilitar, de paso, la legitimidad del Estado. El pacto bipartidista no solamente selló la paz entre liberales y conservadores como se suele repetir, sino que, de paso, suprimió también sus diferencias y los vació de contenido, socavando su arraigo en el sentimiento y la pasión popular. Mucha gente comenzó a mirar a los partidos como simples maquinarias electoreras de políticos corruptos. En segundo término, el Frente Nacional abandonó parcialmente los intentos modernizadores emprendidos por “la revolución en marcha” del primer López Pumarejo, y convirtió al Estado en simple botín burocrático de los dirigentes políticos y sus clientelas. Finalmente, el Frente Nacional trajo consigo una consecuencia habitualmente ignorada: una forzada secularización de la actividad política y, en consecuencia, la pérdida del antiguo principio seudorreligioso de identidad nacional, cohesión social y legitimación política. 

En la Regeneración, la Iglesia había desempeñado un lugar central. Constituía el núcleo legitimador del régimen político y la instancia integradora de la cultura y la sociedad nacionales. El pacto bipartidista la desalojó de su lugar de privilegio. Ante todo, eliminó su arbitraje entre los partidos y una parte significativa de su influencia en el manejo del poder. Liberales y conservadores aprendieron a perpetuarse en el gobierno prescindiendo de la Iglesia y sin recurrir casi nunca a los encontrados sentimientos religiosos del pueblo colombiano. El Frente Nacional introdujo, pues, una secularización desde arriba que le sobrevino repentinamente a una sociedad arcaica, no preparada para asumir la política con criterios modernos.

A esta súbita desacralización de la política se sumó luego la secularización inducida por la rápida y desordenada “modernización” de la sociedad colombiana. La violencia en el campo, sumada al desarrollo industrial de la ciudad que demandaba mano de obra, aceleró el éxodo campesino, el proceso de urbanización y la rápida pérdida de los valores rurales de carácter comunitario. De contera, podemos añadir que la inmigración campesina amontonó inorgánicamente en torno a las ciudades las llamadas “clases populares”, potencial sujeto de una verdadera democracia o carne de cañón de un clientelismo demagógico y finalmente autoritario, apoyado por la coerción de la fuerza pública.

La alianza bipartidista tuvo también altos costos internos para la Iglesia. Al perder su exclusiva referencia al partido Conservador, la Iglesia dejó de constituir un bloque políticamente unificado. Fueron apareciendo en ella divisiones políticas que contribuyeron a restarle cohesión, fuerza y credibilidad. Comenzando por Camilo Torres, algunos sacerdotes, religiosas y laicos se acercaron al ELN de la época. Y esas actitudes contestatarias reforzaron a su vez en los obispos, durante los años 70 y 80, la postura defensiva y francamente reaccionaria que les era habitual. El resultado fue la fragmentación y polarización de la Iglesia. 

Por la brecha abierta en la unidad y el poder de la Iglesia católica penetraron en Colombia otras confesiones e iglesias cristianas, numerosas sectas, innumerables creencias e increencias y ritos de toda naturaleza. El papel de cohesión cultural que desempeñaba el catolicismo se debilitó sustancialmente y, en su lugar, encontramos hoy una extendida atomización de la antigua consciencia religioso-política nacional. Hasta hace poco perduraba, sin embargo, en la cultura colombiana su antiguo talante católico, es decir, dogmático y autoritario, sobre todo en las élites de Antioquia, del eje cafetero, el Tolima y el Huila, así como también en los Santanderes y el Cauca. 

En suma, la Iglesia católica dejó de ser el “fundamento del orden social” colombiano sin que su papel de cohesión cultural fuera sustituido por una racionalidad política moderna ni por una élite dispuesta a desarrollarla. Su desdibujamiento fue dejando tras de sí un enorme vacío de valores y normas compartidas, y un notorio déficit de legitimación del régimen político. En suma, legó división, caos y virtual anarquía. En reemplazo de la Iglesia, el Frente Nacional desarrolló una formidable maquinaria bipartidista de legitimación electoral a punta de compra de votos y, en su respaldo, acudió a la coerción policiva y militar. La fuerza pública adquirió entonces la importancia y el peso que no había tenido hasta ese momento y que se incrementaría de manera alarmante desde fines del siglo XX y primeras décadas del XXI.

Al mismo tiempo, desde mediados de los 50 se multiplicaron los centros educativos de orientación laica y tuvieron un notable desarrollo los medios de comunicación masiva, como la radio, la televisión y el cine, con lo cual el monopolio cultural ejercido desde el púlpito, la cátedra y el confesionario se vio rápidamente barrido por una intensa competencia multicéntrica y una cotidiana penetración doméstica de nuevas informaciones y opiniones plurales. 

Ni qué decir del imperio actual de los celulares, que de una generación a otra van rompiendo los lazos de los jóvenes no solo con las iglesias y sus propios padres y maestros, sino incluso con la generación precedente. Estamos ante una sociedad nacional y mundial en acelerada y constante transformación. Podemos hacer parte del proceso o, desorientados, optar simplemente por ser sus espectadores.

Luis Alberto Restrepo M.

Septiembre, 2022

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Aunque las reformas promovidas por la Revolución en Marcha no fueron radicales, enfurecieron al clero ‒que vio recortados sus privilegios‒, indignaron a los conservadores, irritaron a los grandes terratenientes y a los industriales de las ciudades y decepcionaron a los sectores populares y obreros, que esperaban mucho más de sus promesas. 

A pesar de que las reformas impulsadas por la Revolución en Marcha no eran radicales, enfurecieron al clero que veía recortados sus privilegios, indignaron a los conservadores e irritaron a los grandes terratenientes y a los industriales de las ciudades. Algo similar podría producirse ahora, en 2022. Al mismo tiempo, las reformas decepcionaron a los sectores populares y obreros, que esperaban mucho más de sus promesas. El conservatismo, unificado bajo Laureano, se endureció cada vez más mientras, al mismo tiempo, el impulso reformista del gobierno se agotaba. En 1938, la “pausa” en las reformas decretada por López pasó a convertirse en programa de gobierno de su sucesor Eduardo Santos, cabeza de los liberales moderados.

Santos (1938-1942), dueño del diario El Tiempo, fue elegido presidente en sustitución de Olaya (que murió siendo el candidato del liberalismo). Conforme a su talante, pretendía hacer un gobierno moderado, que contribuyera a llevar al país a la tolerancia civilizada. Eso mismo había pretendido tiempo atrás la difunta Unión Republicana de Carlos E. Restrepo.

Pero la oposición conservadora no se lo permitió. Con motivo de un tiroteo en Gachetá, que dejó varios muertos en las elecciones parlamentarias del año 39, Gómez acusó a Santos de haber gobernado sobre un charco de sangre conservadora. La convención del partido bajo su dirección decretó: “Debemos armarnos por todos los medios posibles”. Y en el Senado, Laureano anunció su programa opositor: recurrir a “la acción directa y el atentado personal” con el objeto de “hacer invivible la república” hasta que el poder volviera a las manos del conservatismo. Con ese propósito fundó el periódico El Siglo en Bogotá, al que le hacía eco la prensa conservadora: La Patria de Manizales, El Colombiano de Medellín, Claridad de Popayán. Y, por supuesto, los curas desde los púlpitos.

Para complicar las cosas, estalló la Segunda Guerra Mundial, pero Roosevelt inventó la “Política del Buen Vecino” para proteger las repúblicas americanas contra la posible tentación germanófila, cuyo representante en Colombia era Laureano Gómez. 

El verdadero adversario al que apuntaba Gómez era López Pumarejo, a quien Gómez acusaba de ser comunista. Para evitar el retorno de López al poder, Laureano le confió al embajador de Roosevelt que López pondría a Colombia bajo el imperio del comunismo bolchevique, que los conservadores estaban decididos a emprender una guerra civil y esperaban contar para ello con la ayuda norteamericana. El embajador gringo le aseguró (sin sonrojarse) que su gobierno nunca intervenía en asuntos internos de países soberanos. Laureano dijo que entonces buscarían las armas “en donde las había encontrado Franco” para ganar su guerra en España. Todavía no había entrado Estados Unidos en el conflicto mundial y aún creía Gómez, como muchos en el mundo, que el vencedor sería Alemania.

Llegó, pues, en 1942, el segundo gobierno de López, pero no trajo el bolchevismo, y ni siquiera la profundización de las reformas sociales que esperaban las masas liberales que habían respaldado la Revolución en Marcha. Él mismo había hecho un diagnóstico algunos años antes: “No encuentro en la historia nacional el ejemplo de un período de gobierno que no se haya constituido como una oligarquía, olvidando sus obligaciones para con sus electores”. 

Siguiendo a Washington, Colombia declaró la guerra a Alemania. Como resultado, un submarino alemán hundió un buque mercante colombiano, y un destructor colombiano hundió un submarino alemán. Y de rebote, tuvo un sonoro escándalo financiero sobre los bienes incautados a los nazis, que enredó a López Michelsen, hijo del presidente, a quien llamaban “el hijo del Ejecutivo”. ¡Cómo se aprende de la historia! Con pequeñas modificaciones, lo que sucede en Colombia casi nunca es nuevo.

De nuevo, Laureano mezcló acusaciones y denuncias de toda clase. Acusado de haber sido el inspirador de una intentona de golpe militar que, en julio de 1944, tuvo al presidente López preso por dos días en Pasto, Gómez tuvo que refugiarse en Brasil. Sería el primero de sus varios exilios.

En el otro extremo del abanico político estaba también Gaitán, parlamentario izquierdista venido de las clases medias bogotanas, que había iniciado su carrera con las denuncias contra la United Fruit Company por la matanza de las bananeras a finales de los años 20. Ante su creciente fuerza política, era visto por sus críticos del conservatismo o de sectores del liberalismo como un simple demagogo de ascendencia indígena, con ínfulas de caudillo mussoliniano (había estudiado en Italia en los años del auge del fascismo). Un orador a quien amaban las masas populares cuando peroraba: “¡Yo no soy un hombre, yo soy un pueblo!”. Un serio pensador socialista ‒como lo demostraba su tesis sobre las ideas socialistas en Colombia‒ y un político ambicioso, odiado por unos y adorado por otros.

Desde los fracasos electorales de su movimiento UNIR de los años 30, Gaitán se había reincorporado al partido Liberal y había venido mitigando su radicalismo. No predicaba ya la lucha de clases, proletariado contra burguesía, sino una vaga lucha del pueblo contra las oligarquías, por igual conservadoras y liberales, sin dejar de colaborar con los gobiernos liberales, que lo hicieron alcalde de Bogotá en el año 36 durante el primer gobierno de López, ministro de Educación de Santos en el 40, ministro de trabajo del presidente interino Darío Echandía en 1944. Hacia el final del gobierno de López, Gaitán escogió la oposición radical: “¡Por la restauración moral de la república, contra las oligarquías, a la carga!”.

Un año antes de terminar su período, López Pumarejo renunció a la presidencia. Lo sustituyó su ministro de Gobierno, Alberto Lleras Camargo. Y ante las elecciones del año 46, el partido Liberal se dividió entre dos candidatos: a la derecha, Gabriel Turbay, respaldado por los grandes diarios El Tiempo y El Espectador, por el director del partido Eduardo Santos y por todo el aparato liberal. Y a la izquierda, Jorge Eliécer Gaitán, apoyado por los sectores populares y los sindicatos. El expresidente López solo se pronunció en contra de ambos. Contra “el turco Turbay” nacido en Colombia de padres libaneses, “que tiene narices de turco” ‒un extranjero‒; y contra “el negro Gaitán”, de modesto origen social y cara de indio ‒un pobre‒.

El partido Conservador había anunciado su abstención, como venía haciéndolo desde 1934 con el argumento del previsible fraude que iban a cometer los liberales. Pero en las últimas semanas Laureano designó como candidato a Mariano Ospina Pérez, de la estirpe presidencial de los Ospinas. Un rico, pacífico y solemne hombre de negocios de Medellín, que no despertaba más odios que el que le guardaba el propio Laureano, que lo promovía esperando manejarlo cuando llegara el caso.

Ganó Ospina, como dieciséis años antes había ganado Olaya frente a la división conservadora. Y así terminó, melancólicamente, la República Liberal que iba a cambiar la historia de Colombia.

Luis Alberto Restrepo M.

Septiembre, 2022

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