Con la autoridad de sus conocimientos clínicos Oliver Sacks afirmó que los problemas de su hermano Michael no eran puramente médicos. Eran, sobre todo, existenciales y de sentido. Sesenta años después se sintió culpable de no haber sido más cariñoso, de no haberle dado más apoyo, de no haber ido con él a un restaurante, al cine, a un concierto, al campo o a la playa.
De algunas enfermedades físicas se dice que avanzan silenciosamente. De las mentales nos damos cuenta cuando ya han hecho el daño. En muchos informes viene hablándose de los problemas de salud mental que se han causado con la pandemia.
La encuesta de 2021 de #MiVozMiCiudad, liderada por la Red de Ciudades Cómo Vamos, da a conocer que la percepción de los encuestados sobre su buen estado mental está por debajo de 40 %. Son los jóvenes los que se perciben a sí mismos en peor estado. Otros estudios catalogan la esquizofrenia, los trastornos psicóticos, los de déficit de atención y la depresión como los más comunes en este momento.
Pero la depresión es la que tiene incidencia mayor, no solo aquí, sino también en el resto del mundo. Y muchísimo entre las mujeres.
En otra época se mezclaban los estados depresivos con la tristeza profunda. La poesía llegó a transmutar esos estados en versos de nocturna belleza como en José Asunción Silva, cuya sombra y la de su amada “por los rayos de la luna proyectadas/sobre las arenas tristes/de la senda se juntaban…”. José José, en El triste, cantó con su inolvidable voz: “Qué triste todos dicen que soy”, como un estado permanente de su vida. Pero aunque sigue latiendo en la literatura y en la poesía, la tristeza no se identifica con la depresión.
Esta última es diferente a cambios normales de estado de ánimo o períodos cortos de tristeza: en la depresión la tristeza persiste, pero arrastrando una pérdida de interés en actividades que los individuos normalmente disfrutan, más una incapacidad para llevar adelante la vida, según una publicación de El Tiempo sobre la salud mental, el pasado 18 de octubre.
Me preocupa mucho que los jóvenes sean la población más afectada por la depresión en esta pandemia. El desempleo, estar por fuera de la educación, las drogas, no ver claramente un futuro y, por tanto, la desesperanza, son factores que agravan la situación vulnerable de los jóvenes. En su libro En movimiento Oliver Sacks, neurólogo británico muy reconocido, relata que Michael, su hermano mayor, era esquizofrénico. En plena juventud había perdido el sentido de la vida, la capacidad de aprecio por la ciencia y la belleza del arte, la aptitud para enfrentar la vida diaria. “Los tranquilizantes surtían poco o ningún efecto sobre los síntomas”, escribe. Pero con la autoridad de sus conocimientos clínicos afirma que “los problemas de Michael no eran puramente médicos”; eran, sobre todo, existenciales y de sentido.
Sigue una parte dolorosa cuando dice que sesenta años después se sintió culpable de no haber sido más cariñoso, de no haberle dado más apoyo, de no haber ido a un restaurante, al cine, a un concierto, al campo o a la playa con él. Michael necesitaba afecto por encima de todo.
Estas cortas líneas de Sacks dicen mucho sobre lo que podemos hacer por los demás si queremos una salud mental colectiva. No abrumarnos con la culpa, diría yo, pero sí pensar que los problemas de salud mental que los estudios sociales están mostrando se mejoran con afecto y comprensión más que con pastillas.
Noviembre, 2021
Publicado en El Heraldo (Barranquilla)