El artículo anterior planteó interrogantes como si existe en Colombia una relación entre orden, religión y violencia, o su existencia simultánea es meramente fortuita y si hay razones que nos permitan esperar que esta simbiosis contradictoria esté en vías de desaparición. El texto siguiente introduce la organización que seguirá este ensayo.
Dividiré mi exposición en tres puntos. En primer lugar, presento los dos modelos políticos ideales que las élites latinoamericanas tenían a su disposición para adelantar la construcción de un nuevo Estado y la unificación de la Nación, una vez consumada de la Independencia. Mediante estos modelos espero caracterizar el régimen que se implantó en Colombia desde fines del siglo XIX. En segundo término, me refiero justamente al orden antimoderno impuesto por Núñez y su movimiento, orden que, a mi juicio, en realidad se extiende desde 1886 hasta el golpe de Rojas Pinilla en 1953, por decir lo menos. Y, en tercer lugar, con una reflexión sobre los actuales gérmenes de una nueva cultura política tal como han quedado planteados a partir de la época constituyente que se abrió en 1991, aunque señalo también los enormes obstáculos que dificultan la tarea.
I. Los modelos ideales de las nuevas repúblicas
Apenas concluidas las batallas de la Independencia, las élites políticas y militares de América Latina se vieron enfrentadas a un enorme reto: darle unidad y coherencia a Estados y Naciones democráticas aún inexistentes. El orden colonial y sus instituciones habían perdido toda legitimidad. La gesta emancipadora no solo había desalojado a la Corona española de su antigua colonia sino que, con ello, había abolido de raíz la posibilidad de restablecer la monarquía.
Los jefes de la Independencia tenían, pues, ante sus ojos inmensos territorios mal comunicados, todavía poco conocidos y, en casos como en el colombiano, abruptamente parcelados por selvas y cordilleras. Y, lo que es más complejo, encontraban poblaciones segmentadas por la geografía y por estratos sociales de acuerdo con diferencias étnicas, económicas, sociales, culturales y políticas. Conviene subrayar desde ahora un punto fundamental: el Estado sigue siendo el gran ausente de buena parte del territorio colombiano y, cuando tiene alguna presencia, suele ser precaria, políticamente parcializada y casi exclusivamente militar.
Es cierto que en la América hispana subsistían factores importantes de una cierta unidad cultural, como la amplia difusión de la lengua castellana, una cierta religiosidad católica, la historia común de la Colonia, la gesta compartida de la Independencia y el fervor libertario del momento. Con todo, estos aglutinantes carecen de estructura institucional. No permiten crear y mantener por sí solos la unidad de las naciones ni la firmeza de los Estados. La monarquía había sido derrocada, es verdad, pero subsistía aún el esqueleto político y administrativo de la Colonia –el Consejo de Indias, la Casa de Contratación, los Virreinatos, las Capitanías generales, las Audiencias, el Consulado y el Cabildo–. Estas instituciones debían ser ajustadas al nuevo espíritu de las jóvenes Repúblicas y era indispensable establecer un principio de autoridad legítima que le diera vida a la nueva organización social.
Por entonces solo subsistía una institución poderosa, poseedora de una larga experiencia histórica, de una vasta estructura internacional bastante bien implantada en el continente y con profundas raíces en la cultura popular latinoamericana: la Iglesia católica, único polo institucional que podía facilitar la unidad cultural de las nuevas naciones, fundar una cierta comunidad de valores y normas, y cimentar la estabilidad política de sus instituciones. Solo ella disponía de los recursos institucionales, el poder económico y la penetración geográfica, social y cultural requeridos para adelantar semejante tarea.
Sin embargo, las élites liberales de la hazaña libertadora experimentaban ante la Iglesia profundos y justificados reparos. Se trataba de una institución eminentemente colonial, beneficiada y protegida por la Corona española con el Patronato de Indias, hostil a la modernidad y más económico-política que religiosa. En los siglos XV y XVI, la Corona había adelantado su expansión hacia América con el ánimo de restaurar en ultramar una cristiandad en decadencia, amenazada en tierras europeas por el Renacimiento y la Reforma, y luego enclaustrada en el espíritu defensivo de la Contrarreforma, movimiento que abarca desde el Concilio Ecuménico de Trento en 1545 hasta el fin de la guerra de los Treinta Años, en 1648.
Es de interés señalar que, en septiembre de 1540, cinco años antes de Trento, había sido fundada la Compañía de Jesús* con el propósito explícito de ponerse al servicio incondicional del Papa, quienquiera que fuese, en la lucha contra las nuevas corrientes. En esa perspectiva, los jesuitas crearon y pusieron en marcha el movimiento de la Contrarreforma, comenzando por el impulso a la convocatoria del Concilio “ecuménico”, que en aquel momento no significaba “interconfesional”, como ahora, sino de la Iglesia supuestamente “universal”.
Durante la Colonia, la Iglesia española le había otorgado su legitimación esencial a la autoridad real y a las relaciones sociales impuestas por los invasores hispanos, de carácter servil o esclavizante, que solo contó con la muy reducida resistencia y la dura crítica de un par de frailes dominicos.
Desde los inicios de la modernidad y especialmente después de Revolución francesa, la Iglesia había asumido posición en Europa contra las ideas liberales y democráticas. Ante las batallas libertadoras del nuevo continente, el mismísimo papa Pío VII había tomado posición contraria en su Breve Etsi longissimo, del 30 de enero de 1816, y había señalado a sus jefes como “promotores de sedición”. La jerarquía eclesiástica latinoamericana, de origen español y nombrada por la Corona, así como gran parte del alto clero, también español, se habían opuesto a la emancipación (aunque debe reconocerse también que muchos curas rebeldes del bajo clero se sumaron a la campaña libertadora). En consecuencia, no parecía adecuado recurrir al apoyo oficial de la Iglesia para construir un nuevo orden poscolonial, pero tampoco resultaba fácil para las élites encontrar un medio alternativo para impulsar la cohesión nacional.
2. Instituciones democráticas sin sujeto social
Un primer proyecto ‒que hubiera sido el más coherente con el espíritu antimonárquico y libertario de la Independencia‒ habría consistido en construir una verdadera democracia moderna, asentada sobre una cierta equidad etnosocial y sobre mecanismos más o menos transparentes de legitimación política y control popular. Pero esta posibilidad era ilusoria. Carecía, en América Latina, de los indispensables presupuestos históricos, sociales y culturales que la propiciaron en Europa occidental.
En efecto, no existía en el continente hispánico una burguesía que, a través del conflicto con la aristocracia terrateniente, hubiera desarrollado una clara consciencia acerca del carácter universal de la ley y el derecho en contra de un orden social jerarquizado por una escala de privilegios particulares. Más bien ejercía su indiscutida dominación política una oligarquía a la vez terrateniente, agroexportadora y militar que, en el marco de instituciones nominalmente democráticas, continuaba considerando sus antiguos y nuevos privilegios como derechos incuestionables. Todavía hoy, en pleno siglo XXI, hay élites en Colombia que no están muy lejos de ese punto de vista.
Nada permitía esperar que, ni antes ni ahora, esa oligarquía renunciara a ellos espontáneamente. Tampoco existía un movimiento obrero organizado y capaz de reivindicar sus atribuciones ciudadanas, sino un campesinado disperso, ignorante y ligado a sus patronos por relaciones de lealtad y servidumbre. Numerosas comunidades indígenas se hallaban dispersas, desarticuladas y sometidas por la fuerza o la seducción a sus nuevos amos, y abundantes grupos de población negra esclavizada fueron distribuidos por el territorio nacional, sobre todo por las dos costas colombianas, Pacífica y Caribe, por las riberas del Magdalena y a lo largo y ancho de amplios territorios del suroriente, como el Cauca y el Valle.
Finalmente, no se habían desarrollado aún sino muy reducidos sectores medios, los que, por sus ansias de ascenso social, suelen ser los principales defensores de los derechos ciudadanos. En suma, las nuevas instituciones y normas democráticas carecían de sujeto social. Representaban una “democracia sin pueblo”. En consecuencia, reitero que, cuando la Corona española fue expulsada, no existían en América Latina las condiciones necesarias para la vigencia real de la democracia.
3. Entre la democracia y el absolutismo
Expulsada la monarquía, el continente quedó sumido en un limbo político del que nacieron formas híbridas de organización social y poder. Bajo nombres, normas e instituciones propios de la democracia norteamericana se conservaron las prácticas sociales del autoritarismo tradicional. Surgieron entonces las peculiares democraduras (del francés Pierre Rosanvallon) y clerocracias (del argentino Carlos Lombardi) latinoamericanas, mezcla singular de absolutismo, clericalismo y democracia.
El poder absoluto de los monarcas europeos se había apoyado sobre dos formas complementarias de autoritarismo: la coerción estatal, ejercida por las armas, y un cierto consenso asentado sin embargo en una cultura religiosa autoritaria, que prescribía la sumisión incondicional a la autoridad terrena en nombre de Dios.
La Reforma impulsada por Lutero y la misma Iglesia católica dividieron la cristiandad en dos vertientes, católicos y protestantes, que darían lugar a un siglo de guerras de religión. La Revolución francesa de 1789, inspirada en la norteamericana de 1775, consumó el cuestionamiento luterano al doble principio católico de autoridad, a la vez armado y cultural, para tratar de sustituirlo por relaciones consensuadas de los ciudadanos entre sí y con el Estado. Se imponía entonces la idea del famoso “pacto social” entre ciudadanos libres e iguales. En cambio, en América Latina pervivieron las dos formas del autoritarismo ‒la coerción armada y un amplio consenso fundado en una religiosidad autoritaria‒, pero separadas y combinadas, cada una a su manera, con las nuevas formas democráticas. El predominio de una u otra forma de autoritarismo, coercitivo o consensual, armado o cultural, y su combinación específica con la democracia nos ayudará a establecer el marco de comprensión de la naturaleza y evolución de los Estados y Naciones latinoamericanas.
* El mero nombre de “Compañía” y la denominación del más alto superior como “General”, revelan el espíritu combativo de los jesuitas, impuesto por Ignacio de Loyola, un antiguo soldado “desgarrado y vano”, según sus propias palabras.
Luis Alberto Restrepo M.
Agosto, 2022