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En Conques, bella ciudad medieval francesa ‒muy cerca de las famosas cuevas de Lascaux‒ me enteré de que el tesoro de su iglesia abacial de Sainte-Foy albergó la venerada reliquia del santo prepucio de Jesús.

A la sombra de una de las gruesas columnas de la iglesia abacial de Sainte-Foy, una espléndida iglesia románica, estaba meditando sobre nuestra increíble capacidad de creer cuando, ¡oh maravilla!, se me presentó Leo Allatius, famoso teólogo y erudito del siglo XVII, quien fue custodio de la Biblioteca Vaticana hasta el momento de su muerte en 1669. Me dijo entonces Allatius:

Te cuento, Rodolfo, que en Europa hasta 17 prepucios de Jesús fueron objeto de veneración. Ya puedes imaginarte que eso dio lugar a muchas disputas entre las localidades que reclamaban cada una para sí la posesión del verdadero divino miembro.

 No puedo creértelo, Leo.

Bueno, pero para poner fin a tanta disputa escribí mi obra De Praeputio Domini Nostri Iesu Christi Diatriba, lo que, en buen romance significa “discusión sobre el prepucio de Nuestro Señor Jesucristo”.

‒¿Y qué pasó?

-Demostré que todos esos prepucios eran falsos, porque el verdadero prepucio se convirtió en uno de los anillos de Saturno.

‒¡Es un destino realmente fabuloso! ¿Cómo pudiste saberlo?

Gracias al telescopio que Galileo inventó en 1609.

‒Eso sí se llama utilizar bien los inventos. Sin duda ya lo sabes, Leo, pero suerte menos espectacular corrió el cordón umbilical de Jesús, del que se conservan tres: uno en la romana basílica de Santa María del Popolo, otro en San Martino ‒en Italia‒ y el tercero en la francesa Chalons. Me parece que lo más milagroso es que alguien hubiera decidido conservar dicho cordón cuando se ignoraba todavía cuál habría de ser el destino prodigioso del Nazareno.

Lo mismo podemos decir de otras reliquias del Niño Jesús, como son sus pañales que están en la iglesia de San Marcello al Corso, en Roma, sus dientes de leche y paja del pesebre donde nació, que puedes ir a venerar en la basílica romana de Santa María la Mayor.

‒Leo, te faltó mencionar las gotas de leche de la Virgen María que se conservan en varios lugares, siendo los más célebres la catedral de Oviedo y la ya mencionada basílica de Santa María del Popolo. Hace medio siglo estuve peregrinando en Tierra Santa y recuerdo que en Belén, a unos 200 metros del Santuario de la Natividad, se encuentra la “Gruta de la Leche”. Se cree que allí, en la huida a Egipto, María ‒sentada sobre una roca‒ amamantó a Jesús. Entonces unas cuantas gotas de su leche cayeron sobre la roca negra que se volvió totalmente blanca. De María también sé que se conservan su anillo de bodas, su corazón, hígado y lengua ‒veneradas, por supuesto, por quienes no creen en su Asunción‒.

Veo que estás bastante enterado, pero tal vez desconoces que también se veneran otras reliquias ligadas a la vida de Jesús, como la cola del burro que montó al entrar a Jerusalén, el pan que sobró después del milagro de la multiplicación de los panes, un pedazo de cuero que se le cayó al demonio en el desierto cuando tentaba a Jesús, trece lentejas de la Última Cena, la columna sobre la que se paró el gallo que cantó tres veces después de que Pedro negara a Cristo y pelos de la barba de Belcebú que Jesús le arrancó cuando después de su muerte bajó a los infiernos antes de resucitar.

‒Leo, ¿ese que está charlando con el feúcho de Felipe II de España no es acaso el arzobispo Alberto de Brandeburgo, con el que se enfrentó agriamente Lutero por andar aquel vendiendo indulgencias?

Así es. Seguro se están vanagloriando de las reliquias que poseían. Alberto exhibía en su catedral de Maguncia dos plumas y un huevo pertenecientes al Espíritu Santo cuando este se convirtió en paloma. Por su parte, en el monasterio del Escorial mandado a construir por el piadoso Felipe II se guardó hasta comienzos del siglo XX una pluma que se le cayó al arcángel Gabriel durante una batalla con el Diablo-.

‒Bueno es saberlo, aunque también varias iglesias en Italia y Alemania han exhibido plumas de los arcángeles Miguel y Gabriel y de otros ángeles, así como pedazos de sus túnicas.

Puesto que para creer no hay necesidad de ver, en el llamado Sancta Santorum del Vaticano han conservado, en sendos frascos, un estornudo del Espíritu Santo, un suspiro de san José y luz de la estrella que guio a los Reyes Magos.

‒Leo, soy consciente de que fuiste un respetado erudito, pero me atrevo a aconsejarte buscar en Google “Reliquias insólitas”, pues pienso que te llevarás algunas sorpresas entre los centenares de artículos sobre el tema.

¡Ay!, Rodolfo, sin duda la multiplicación de ciertas reliquias es claro indicio tanto de la fe de la gente como de un lucrativo negocio. No ignoro que en diversas localidades se veneran hasta 64 dientes de leche del Niño Jesús, 10 coronas de espinas y más de 200 espinas que pertenecían a dicha corona, 48 clavos de la cruz de Cristo, centenares de trocitos de la cruz con los que podrían hacerse varias cruces, 63 dedos de san Juan Bautista, 460 de las 30 monedas de plata con que le pagaron a Judas. Los ejemplos podrían multiplicarse fácilmente. Basten los ya enunciados para señalar cuán grande es nuestra capacidad y necesidad de creer. Y esto por múltiples motivos.

‒Así es, Leo. La existencia es dura y de algo tenemos que aferrarnos para darle sentido o para sobrellevarla. A ese propósito te cuento la siguiente anécdota que me tocó vivir en el agitado ambiente universitario de 1968. Cuando un líder estudiantil arengaba a la asamblea, alguien le gritó desde el fondo del auditorio: “¡Compañero, usted es un alienado!”. Y este le respondió, sin inmutarse: “Camarada, cada quien se aliena como puede”. Desde entonces me trota en la cabeza aquel “cada quien se aliena como puede”. Por eso, respeto la fe de la gente, pero no soporto que se haga negocio con ella, que se pretenda imponer la creencia de unos a la increencia de otros, o viceversa.

Observo ahora las cosas con suficiente perspectiva espacio-temporal y puedo asegurarte que debemos ser muy cautos con lo que queremos creer, precisamente porque queremos creerlo.

Y dicho esto, Leo se esfumó.

Rodolfo Ramón de Roux

Junio, 2022

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