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Ilustracion

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    Cultura

    “Aprender a vivir” en la crisis de la modernidad (4 de 4)

    Por: Rodolfo Ramon De Roux 12 diciembre, 2021
    Escrito por: Rodolfo Ramon De Roux

    En el Occidente cristiano a los excesos del teocentrismo en el poder respondió el antropocentrismo de la Modernidad, primero con el movimiento cultural del Renacimiento y luego con el movimiento cultural y político de la Ilustración, muy confiado en el poder de la racionalidad que, se suponía, pondría fin a las supersticiones religiosas y que, con sus luces, inauguraría una época de progreso indefinido.

    El antropocentrismo ilustrado de la Modernidad estaba ‒y está‒ convencido de la universalidad de los ideales de Libertad, Igualdad, Fraternidad, y de la universalidad de los derechos del hombre proclamados por la Revolución francesa en 1789. Como decía con mucho entusiasmo el filósofo, científico y matemático Nicolás de Condorcet, gran figura de la Ilustración, “Pronto la libertad subyugará a todos los pueblos, remontándose con las alas seguras que Francia y los Estados Unidos de América le han ofrecido…”.1

    Los ilustrados son universalistas porque piensan que todos los pueblos del mundo tienen la misma aptitud y el mismo derecho a la libertad y a la civilización. También están convencidos del carácter excepcional de la historia europea que, desde el Renacimiento, ha sabido acumular progresos científicos, tecnológicos y culturales. Los europeos van a considerarse, entonces, investidos de un rol histórico: difundir la civilización; en realidad, su civilización.

    Esta misión civilizadora se impondrá a escala mundial desde principios del siglo XIX para justificar la empresa colonial europea2 y, desde principios del siglo XX, para justificar el imperialismo estadounidense, como podemos escuchar en esta declaración hecha en 1903 por el presidente de Estados Unidos de América, William McKinley, destinada a legitimar la política de su país hacia Filipinas después de la guerra contra España en 1898:

    “no tenemos más alternativa que recoger a todos los filipinos y educarlos y elevarlos y civilizarlos y cristianizarlos, y por la gracia de Dios hacer todo lo que podamos por ellos, como prójimos por quienes Cristo también murió”.3

    Quedan así debidamente dosificados el universalismo cristiano y el universalismo civilizatorio de la Ilustración. No es de extrañar que la imposición de este universalismo de los valores occidentales haya sido y siga siendo cuestionada. Como lo expresa con fuerza el martiniqués Franz Fanon en su conocido ensayo Los condenados de la tierra (1961) que tuvo gran influencia en los movimientos y pensadores revolucionarios de los años 1960 y 1970:

    La violencia con la que se ha afirmado la supremacía de los valores blancos, la agresividad que ha impregnado la confrontación victoriosa de esos valores con los modos de vida y de pensamiento de los colonizados hacen que, a su vez y con toda razón, el colonizado se ría cuando se le mencionan esos valores.4

    Si, por una parte, ante la magnitud de los problemas en un mundo globalizado se buscan las bases de una ética universal,5por otra, la desconfianza en el etnocentrismo occidental ha hecho que, desde que se redactara en Nueva York en 1948 la Declaración universal de los derechos del hombre se le hicieran críticas a la palabra “universal”. Reflejo de esta desconfianza antiuniversalista es la proclamación en 1986 de la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos, en la que se tienen en cuenta las particularidades históricas de África y se busca proteger de la dominación extranjera a los 25 Estados firmantes.6 Cuatro años después, en 1990, 57 países musulmanes ratificaron en El Cairo la Declaración de los Derechos Humanos en el Islam, declaración que proporciona una visión general de la perspectiva musulmana sobre estos derechos y fija como su fuente principal la sharía, o sea la ley islámica.7 Muy recientemente, en 2018, entró en vigor la Carta árabe de derechos humanos, que ha sido hasta la fecha ratificada por 16 Estados árabes.8 También en esta “Carta” el principio de igualdad entre el hombre y la mujer está limitado por “la sharía islámica y las otras leyes divinas”.

    Sin embargo, aunque muchas sociedades no occidentales (africanas, asiáticas, oceánicas, amerindias) se fundamentan en la prioridad dada a la colectividad, también en el actual proceso de globalización se han difundido ‒no por imposición sino por apropiación‒ los valores ilustrados de la racionalidad, la ciencia, las libertades democráticas y los derechos del individuo. Estamos, pues, lejos de tener un punto de vista unificado sobre lo que significa una “vida buena”, una vida realizada; no obstante, es posible observar algunas “constantes” en ese milenario “aprender a vivir”.

    Una constante es la persistente inquietud por darle sentido a nuestra existencia y por “aprender a vivirla” de la mejor manera posible (lo que nos diferencia de otras especies animales). Otra constante es que, hasta ahora, como humanidad no nos hemos satisfecho con una única respuesta, lo cual no es una tragedia. Al contrario, la riqueza está en la diversidad, no en la uniformidad. ¡Qué aburrido sería un bosque con un solo color, qué aburrido sería que todos los pájaros cantaran igual! El problema no es la diversidad, sino el pasar de la proposición a la imposición universal de mis particulares convicciones. Eso es caer en el “fuera de mi Iglesia no hay salvación”, “fuera de mi civilización no hay salvación”, “fuera de mis intereses y de mis puntos de vista no hay salvación”. Por mi parte, estoy convencido de que es mejor acogernos a la antigua sabiduría del “nada en exceso”.

    Todo exceso suscita reacciones: esta es otra constante en nuestra experiencia del “aprender a vivir”. Sin embargo, somos alumnos amnésicos de la maestra Historia: de un exceso que suscita reacción caemos en una reacción que se vuelve a su vez excesiva y suscita una contrarreacción, y así sucesivamente. En el plano político basta pensar en las situaciones que engendran revoluciones que, a su vez, generan contrarrevoluciones que terminan por engendrar nuevas revoluciones pues, no lo olvidemos, las revoluciones no son la supresión de toda dominación, sino un cambio de dominación.

    Los mismos ilustrados que combatieron por la libertad, la igualdad y la fraternidad en nombre de la razón, del progreso y del respeto a los derechos del individuo cayeron en excesos, que llevaron a la reacción conocida con el nombre de Romanticismo, movimiento cultural y político que se extendió por toda Europa y las Américas. Con el Romanticismo se va a ensalzar no la racionalidad, sino la emotividad; no el cosmopolitismo, sino el nacionalismo; no la universalidad, sino la pertenencia a una comunidad local; no la innovación, sino la conservación; no la liberación de las tradiciones, sino el amor a ellas; no la autonomía del individuo libre de escoger su vida y sus creencias, sino la heteronomía del individuo dependiente de algo exterior y superior a él, ya se trate de la autoridad divina o de los dictados de su comunidad.

    No es difícil adivinar que el proyecto cultural de la Ilustración va unido a los ideales de vida liberales y que el proyecto cultural del Romanticismo va unido a los ideales de vida conservadores que encontraron un aliado en el teocentrismo católico. El conflicto de la Iglesia con la modernidad, ya notorio durante la Ilustración en el siglo XVIII, se convirtió en un choque frontal en el siglo XIX, cuando el fundamentalismo católico decidió ver en el liberalismo la encarnación de todos los males. En la encíclica Mirari vos. Sobre los errores modernos9 (1832), Gregorio XVI condenó solemnemente la libertad de conciencia ‒”un error contagiosísimo”‒, la libertad de culto ‒”una opinión desastrosa”‒, la libertad de opinión ‒”la ruina de la Iglesia y del Estado”‒, la libertad de prensa ‒”una libertad execrable”‒, y la separación de la Iglesia y el Estado ‒”una concordia que siempre ha sido tan saludable y tan feliz para la Iglesia como para el Estado”‒. También se condenaron el divorcio y el matrimonio civil, porque “el matrimonio está encerrado en el círculo de las cosas santas y, por tanto, puesto bajo la jurisdicción de la Iglesia”. El Syllabus (1864) de Pío IX completó la panoplia de anatemas contra “los errores de nuestro tiempo” en una colección de 80 afirmaciones. Es significativo el último error enumerado y condenado por el Syllabus: afirmar que “El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna”.

    La contraposición entre los liberales ilustrados y los conservadores ‒apoyados estos últimos por la Iglesia católica‒ dará lugar al principal antagonismo político-cultural en Occidente durante todo el siglo XIX hasta cuando, en el siglo XX, el comunismo marxista se convierta en poderoso antagonista, tanto del liberalismo ilustrado como del conservatismo romántico y del teocentrismo cristiano.

    Paradójicamente, el ideal comunista marxista es heredero de los esquemas mentales de la Modernidad ilustrada liberal y del cristianismo. De la Ilustración liberal el comunismo hereda las aspiraciones emancipatorias y universales de libertad, igualdad y fraternidad, y una gran confianza en la Razón, la Ciencia y el Progreso que, supuestamente, nos conducirán a un paraíso terrenal habitado por el “hombre nuevo” comunista.

    De la tradición judeocristiana, el comunismo marxista retoma el papel redentor del Justo, cuyos sufrimientos están llamados a cambiar el mundo. Para el comunismo ese Justo es el proletariado al que, largo tiempo relegado y despreciado, unos profetas (Marx, Engels, Lenin…) le anunciaron su misión salvífica: aniquilar a los explotadores, tomar el poder, realizar el advenimiento de la sociedad sin clases, abolir toda opresión e instaurar definitivamente en esta tierra, no el Reino de los Cielos sino el Reino de la Libertad. Del judeocristianismo el comunismo marxista hereda también la concepción de una lucha apocalíptica entre el Bien y el Mal que, en un caso, termina con el triunfo de Cristo y, en el otro, termina en el triunfo del comunismo. Cristianismo y comunismo postulan así un final absoluto de la Historia en el que serán abolidas todas las tensiones y conflictos.

    La Internacional, himno de la mayor parte de los partidos socialistas y comunistas del mundo, expresa líricamente esa mezcla de ideales ilustrados y de esperanzas mesiánicas y escatológicas. Recordemos su letra:

    ¡Arriba parias de la Tierra! 
    ¡En pie famélica legión!

    Atruena la razón en marcha:

    es el fin de la opresión.

    Del pasado hay que hacer añicos.

    ¡Legión esclava en pie, a vencer!

    El mundo va a cambiar de base.

    Los nada de hoy todo han de ser.

    Estribillo (dos veces seguidas, pero con melodía diferente):

    Agrupémonos todos

    en la lucha final.

    Crisis de la “modernidad líquida”.

    Las dos guerras mundiales, el uso avanzado de los adelantos científicos para masacrarnos masivamente, el espectro de la autoaniquilación de la especie por una guerra nuclear, el cuestionamiento de la ancestral sociedad patriarcal, la extraordinaria explosión demográfica y el rápido paso de un mundo mayoritariamente campesino a uno mayoritariamente urbano, la revolución de las comunicaciones ‒que influye tanto en el cambio de comportamientos y creencias como en la circulación y acumulación de conocimientos a una escala nunca antes vista‒, los desequilibrios políticos y sociales engendrados por la actual globalización, la tremenda crisis ecológica causada por un tipo de sociedad industrial depredadora de los recursos terrestres son, entre otros, factores que han acentuado de manera aguda en las últimas décadas la crisis de confianza en las grandes narrativas del pasado que ofrecían pautas sobre lo que era una “vida realizada”.

    No son pocos ahora los que, con el poeta uruguayo Mario Benedetti, exclaman: “está demás decirte que a estas alturas no creo ni en las nalgas de miss universo”. Supuestamente, la Modernidad iba a ser aquel período de la historia humana en el que, por fin, nos sería posible dejar atrás los temores que dominaron la vida social del pasado, hacernos con el control de nuestras vidas y someter las fuerzas descontroladas de la Naturaleza y de la sociedad. Y, sin embargo, el mundo experimenta un estado de ansiedad constante por los peligros que pueden azotarnos sin previo aviso y en cualquier momento, ya se trate de convulsiones sociales, desastres naturales, catástrofes medioambientales o cualquier inesperado virus capaz de ponernos de rodillas.

    A este periodo de gran incertidumbre lo llamó “modernidad líquida” el polaco Zygmunt Bauman (1925-2017), uno de los grandes sociólogos contemporáneos.10 La metáfora de la liquidez intenta expresar la inconsistencia de las relaciones humanas en diferentes ámbitos, como en lo afectivo y lo laboral. Las redes sociales juegan su parte en ello, ya que nos permiten conectarnos con todos, pero a la vez desconectarnos cuando queramos: un clic representa un muro o un puente en las relaciones humanas. Esta sociedad líquida está en un cambio constante, lo que genera angustia existencial pues nos hallamos a diario en la incertidumbre, sin saber cómo estará la economía mañana, si estallará una crisis o no, si contaremos con trabajo, si seremos capaces de seguir el ritmo vertiginoso de los cambios.

    En sus análisis, Bauman expone que uno de los ámbitos más afectados por la modernidad líquida es la incertidumbre laboral debido a que la actual economía de mercado exige la continua evolución y renovación dentro de las empresas. Atrás quedó la época en la que una persona comenzaba a trabajar en una compañía en la que permanecía hasta retirarse. Actualmente, a nivel laboral hay que estar capacitado para cumplir diferentes funciones y movilizarse para enfrentar frecuentes nuevos desafíos. Un único empleo ya no es suficiente para crear una carrera profesional exitosa; es necesario experimentar distintas labores en diferentes puestos y compañías para poder aprender más y destacarse por sobre los demás. Este nuevo tipo de condiciones laborales favorece el individualismo y el egoísmo.

    La búsqueda de la identidad es otra de las problemáticas que presenta la Modernidad líquida. El trabajo de construirse a sí mismo como sujeto exige mucho tiempo y se apoya en determinadas tradiciones y creencias, que funcionan como un eje estructurante en la vida de un individuo. Debido a la fugacidad de los valores actuales, esta identidad se construye sobre cimientos débiles, causando fragilidad y desarraigo en las personas.

    Las relaciones humanas han sido el ámbito más afectado por la Modernidad líquida. Más que el “amor al prójimo” del teocentrismo cristiano o el “amor al hombre” del antropocentrismo, se difunde el “temor al extraño”: a los refugiados, a los inmigrantes, a los marginados, a los pobres. Como en la esfera comercial ‒que todo lo abarca‒ las relaciones humanas se miden en términos de costos y beneficios, de conveniencia personal. El miedo a perder la libertad propia lleva a establecer relaciones afectivas efímeras. Se ha extendido a las relaciones humanas la idea del “use y bote” que nos ha legado el consumismo. A la rápida obsolescencia de las cosas ha seguido la rápida obsolescencia de las relaciones humanas. Como analiza Bauman, en la modernidad líquida la vida es una sucesión de nuevos comienzos e incesantes finales. El “amor sólido” del “hasta que la muerte nos separe” ha recibido un duro golpe. La paradoja es que el no querer ataduras para no perder la libertad individual lleva a situaciones de gran soledad y depresión.

    En esta Modernidad líquida, constituida por una “sociedad de individuos”, se cuestionan mucho más fácilmente que antes las instituciones a las que ellos pertenecen. En el campo religioso ‒el que mejor conozco‒ es significativo ver cómo en las encuestas aumenta cada vez más la franja del “creer sin pertenecer” (“soy católico, pero no practicante”) o la “religión a la carta” (donde cada quien adapta a su gusto las enseñanzas oficiales de su grupo religioso); en el caso de la Iglesia católica esta situación de “religión a la carta” se da no solo en materia de moral sexual o matrimonial, sino también en cuestiones dogmáticas. Por ejemplo, en Francia, en 2007, ocho de cada diez católicos consideraban que Dios es “una fuerza, una energía, un espíritu” y solo dos de cada diez que es una persona con la que puede establecerse una relación individual. Solo un católico francés de cada diez cree en la resurrección de los cuerpos ‒que es un dogma central en el cristianismo‒ y la cuarta parte de ellos piensan que no hay nada después de la muerte.11

    Las consideraciones anteriores no significan que hayan desaparecido totalmente las antiguas respuestas cosmocéntricas, teocéntricas o antropocéntricas, pero se han modificado de manera profunda y han entrado en crisis, lo que no constituye necesariamente una catástrofe. La palabra viene del sustantivo griego krisis (juicio, decisión) y del verbo krinein (separar, pero también escoger, decidir, resolver). Crisis alude, pues, a algo que se separa, que se rompe, y que hay que decidir cómo reparar. En ese sentido crisis es un momento decisivo que puede convertirse en “momento oportuno”, en kairós, como lo llamaban los griegos. Ahora bien, si vamos a ser capaces de convertir la krisis en kairós, es decir, en la ocasión propicia para dar un giro radical, es algo que forma parte de la incertidumbre de nuestra condición humana. Tal como nos lo recuerda el siguiente cuento zen:

    Un campesino pobre tenía solamente un caballo. Un día, el caballo huyó.

    Sus vecinos le dijeron: ¡qué mala suerte tienes!

    El hombre respondió: ya veremos.

    Días más tarde, su caballo volvió con veinte caballos salvajes que lo seguían. El hombre y su hijo acorralaron a los 21 caballos.

    Sus vecinos le dijeron: ¡qué de buenas eres!

    El hombre respondió: ya veremos.

    Uno de los caballos salvajes le dio una patada al único hijo del campesino y le rompió una pierna.

    Sus vecinos le dijeron: ¡qué desgracia!

    El hombre respondió: ya veremos.

    El país entró en guerra y todos los jóvenes fueron reclutados para ir a pelear. Muchos de ellos murieron en combate, pero el hijo del campesino se salvó, pues su pierna rota le impidió ser reclutado.

    Sus vecinos le dijeron al campesino: ¡definitivamente tienes mucha suerte!

    El hombre respondió: ya veremos.

    Moraleja: Es mejor no sacar conclusiones definitivas en el momento presente, pues lo que parece ser “negativo” ahora, podría resultar “positivo” después, y viceversa.

    No hay que caer en el optimismo a ultranza. La supervivencia del género humano no está garantizada. Ya sabemos de, por lo menos, cinco extinciones masivas de especies desde que la vida comenzó en la Tierra y nosotros no tenemos por qué ser la excepción, pero tampoco hay que caer en el catastrofismo de un apocalipsis inminente, pues también sabemos que el homo sapiens ha demostrado una increíble capacidad de inventiva para sobrevivir. Como poéticamente escribió en su poema Patmos el romántico alemán Hölderlin, “allí donde hay peligro, crece también lo que nos salva”. En otras palabras, donde está la crisis puede estar también la salvación. Ya veremos.

    Por lo pronto, hemos visto que el combate por la igualdad se puede volver fanático e injusto. La lucha por la fraternidad universal se puede convertir en opresión. La razón y la ciencia pueden servir para liberarnos de muchos males, pero también pueden ser utilizadas para subyugar. La exaltación exacerbada de la propia etnia, de la propia comunidad, de la propia religión, de la propia ideología pueden convertirse en pesadilla, como lo hemos visto con las Cruzadas, las aventuras civilizatorias coloniales, los campos de concentración nazis, el Gulag soviético o el terrorismo islamista. Todo eso forma parte de las ambivalencias humanas, que no van a desaparecer. Lo que sí podemos tratar es de no tomar nuestros valores y nuestras creencias por el absoluto, ni buscar imponerlas “a la brava”: no solo es empresa inútil, sino también contraproducente, porque la violencia que ejerzamos se nos devolverá como un bumerán.

    Por otra parte, también podemos tratar de ser consecuentes con los postulados mismos de la razón crítica, es decir, saber “tomar distancia” y “suspender el juicio” para no comulgar con ruedas de molino ni tragar gato por liebre; comprender que el que conoce solo su versión, conoce muy poco sobre un tema; someternos a una constante y lúcida autocrítica, o sea, ser capaces de llegar al extremo de la propia verdad y mirar sin prejuicios la verdad de enfrente. Tal vez así podamos seguir “aprendiendo a vivir” enriqueciéndonos, no a pesar de nuestras diferencias, sino gracias a ellas.

    Hasta aquí he hecho consideraciones mínimas sobre procesos máximos. Me permito, a continuación y para concluir, enunciar algunas máximas de mi aprendizaje mínimo en el Curso básico de supervivencia que he reprobado varias veces en la universidad de la vida:

    • Cada día es sin retorno. Exprímelo.
    • Juega lo mejor posible la partida con las cartas que te dio la vida. Y si del cielo te caen limones, aprende a hacer limonada.
    • Ama, que sin amor ya vas por la vida amortajado. Pero ten en cuenta que, como la verdad, el amor rara vez es puro y jamás simple.
    • Las amistades son preciosas. Consérvalas con un ni: ni muy cerca ni muy lejos.
    • Nada en exceso: no es algo exultante ni embriagador, pero alarga la esperanza de vida.
    • Envenena lamerse las llagas de la vida.
    • Cautela: los humanos somos limitadamente racionales y bondadosos, y a nadie le gusta que lo jodan.
    • ¿Quieres tranquilidad? No te compares con los demás.
    • Lee El principito sin olvidar de leer El príncipe pues, como dijo Jesús a sus discípulos, “los envío en medio de lobos; sean astutos como serpientes e inocentes como palomas”.
    • Si quieres que te respeten, respeta (pero no te hagas ilusiones esperando reciprocidad).
    • Ten claro lo que depende de ti y lo que no depende de ti. Donde nada puedas, nada insistas.
    • No te empeñes en tener siempre la razón; además de agotador, provoca animadversión.
    • No ladres si no estás dispuesto a morder, y no provoques a quien nada tiene que perder.
    • No escuches cantos de sirenas ni aspires humos de propia estimación; ambos intoxican.

    ___________________________

        1 Condorcet, Nicolas de, La propagation des lumières dans le monde (1794).

        2 Jules Ferry, promotor de la escuela gratuita y obligatoria en Francia, en un célebre discurso en la Cámara de diputados de Francia el 28 de julio de 1885, exclamaba lo siguiente sobre el “papel positivo” de la colonización: “Il faut dire ouvertement que les races supérieures ont un droit vis-à-vis des races inférieures (…). Il y a (…) un droit, parce qu’il y a un devoir pour elles. Elles ont le devoir de civiliser les races inférieures”. Citado en Marcel Gauchet, “Les valeurs occidentales sont-elles universelles?”, en Le Monde, Hors-série: L’Histoire de l’Occident, 2014, p. 170.

    3 General James Rusling, “Interview with President William McKinley” en el diario The Christian Advocate del 22 de enero de 1903, pág. 17. Citado en Schirmer, D. y S. Rosskam Shalom (eds.) (1987), The Philippines Reader. Boston: South End Press, pp. 22–23. Cf. Wikipedia, “William McKinley”.

         4 Fanon, Frantz (1971). Los condenados de la tierra. México: Fondo de Cultura Económica.

         5 Comisión Teológica Internacional, En busca de una ética universal: Nueva perspectiva sobre la ley natural, en https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_con_cfaith_doc_20090520_legge-naturale_sp.html

    6 Cf. Wikipedia, Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos.  

    7 Cf. Wikipedia, Declaración de los Derechos Humanos en el Islam.

    8 Argelia, Bahréin, Egipto, Iraq, Jordania, Kuwait, Líbano, Libia, Mauritania, Palestina, Qatar, Arabia Saudita, Sudán, Siria, Emiratos Árabes Unidos y Yemen. Puede verse el texto en español de la Carta árabe de derechos humanos en https://acihl.org/res/documents/CARTA-%C3%81RABE-DE-DERECHOS-HUMANOS.2004.pdf

    9 http://www.clerus.org/clerus/dati/2000-10/10-999999/489.html

    10 Entre sus libros se destacan Vida líquida, Amor líquido y Miedo líquido.

    11 Cf. “Les catholiques français méconnaissent de plus en plus leur foi”, La Croix, 8 janvier 2007.

    Rodolfo R. de Roux

    Diciembre, 2021

    12 diciembre, 2021 10 Comentarios
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