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En esta oportunidad, el dialogante de ultratumba interactúa con un solo interlocutor: Baruch Spinoza, pensador reconocido por su lucha por la libertad de pensamiento y contra el dogmatismo, posición que condujo a la libertad religiosa.

¡Baruch Spinoza! Dichosos los ojos que te ven.

‒¿Te conozco acaso?

No tienes porqué; solo soy un anónimo admirador tuyo.

‒¿Y a qué debo ese gusto?

A tu libertad de pensamiento y a tu serenidad frente a los difíciles momentos que te hicieron pasar los fanáticos y dogmáticos de todos los pelambres.

‒Por eso terminé adoptando como divisa Caute (prudentemente). Te preciso que tal lema no debe ser entendido como una forma de triste desconfianza sino como necesaria prudencia, esa virtud que consiste en la sabiduría práctica para convivir… y sobrevivir.

Soy consciente de que tu supervivencia fue complicada.

‒Bueno, peor suerte corrió mi bisabuelo paterno. Fue condenado a muerte en 1597 por la Inquisición portuguesa, aunque dicha pena sería conmutada por una de galeras, lo cual era otra manera de morir, a fuego lento. Mi abuelo, Isaac Spinoza, terminó instalándose en Amsterdam, donde había tolerancia religiosa, pese a la influencia de los clérigos calvinistas. Excúsame que estoy hablando demasiado de mi vida y, como me dijo Pascal, Le moi est haïssable (el yo es odioso).

No te preocupes. El mismo Pascal dice que el yo es odioso porque el mundo está lleno de millones de “yo” y cada uno de ellos quiere ser el centro de todo. Pero sé que no es tu caso. Por otra parte, no me parece que tus ideas sean totalmente extrañas a lo que te tocó vivir. Por eso me interesa oírte.

‒Tienes razón, hay circunstancias de mi vida que influyeron mucho en mi lucha contra el dogmatismo y a favor de la libertad de pensamiento.

Cuéntame al menos un poco.

‒Desde muy niño fui educado en la ortodoxia judía, pero me fui alejando de ella por mi curiosidad intelectual, por el influjo de algunos liberales protestantes neerlandeses, así como de heterodoxias judías hispano-portuguesas, representadas principalmente en las figuras de Juan de Prado y Uriel da Costa.  

He oído que también influyó en tu vida un exjesuita.

‒Así es. Se llamaba Francisco van den Enden. Lo quise mucho, y hasta me enamoré de una de sus hijas, con la que quise casarme. Francisco no solo me enseñó latín; también influyó en mi pensamiento político y en mi inclinación al panteísmo. Me dolió mucho que lo hubieran torturado y ahorcado en París, tres años antes de mi propia muerte.

¿Cómo fue tu ruptura con la comunidad judía?

‒Por respeto a mi padre había ocultado mi descreimiento, pero cuando él murió –tenía yo 22 años– hice mi coming out de incredulidad. Ni para qué te cuento; se emitió una orden de cherem en mi contra, entonces un mozo de solo veintitrés años.

¿Qué es el cherem?

‒Es la forma más severa de exclusión de la comunidad judía; equivale a la excomunión en la Iglesia católica. Ese cherem fue un acontecimiento capital en mi vida: significó dejar mi familia, mi lugar de residencia, mis medios de subsistencia. Tuve que comenzar una nueva vida.

Debió ser algo tremendo para ti.

‒No puedes imaginártelo. Menos mal no estuve presente durante la ceremonia, pues la sola lectura de la letanía de maldiciones de dicho cherem me pone nervioso. Por aquí tengo copia del documento leído en la sinagoga de Amsterdam el 27 de julio de 1656. Escucha lo que dice:

“Con la sentencia de los ángeles y con el dicho de los santos, con el consentimiento del Dios bendito y el consentimiento de toda esta Santa Comunidad y en presencia de estos santos libros (Sepharim), con los seiscientos trece preceptos que en ellos están escritos, nosotros excomulgamos, apartamos y execramos a Baruch de Spinoza con la excomunión con que excomulgó Josué a Jericó, con la maldición con que maldijo Elías a los jóvenes y con todas las maldiciones que están escritas en la Ley. Maldito sea de día y maldito sea de noche, maldito al acostarse y maldito al levantarse, maldito sea al entrar y al salir; no quiera el Altísimo perdonarle, hasta que su furor y su celo abracen a este hombre; lance sobre él todas las maldiciones escritas en el libro de esta Ley, borre su nombre de bajo los cielos y sepárelo, para su desgracia, de todas las tribus de Israel, con todas las maldiciones del firmamento, escritas en el Libro de la Ley. Y vosotros, los unidos al Altísimo, vuestro Dios, todos vosotros (que estáis) vivos hoy: advirtiendo que nadie puede hablar oralmente ni por escrito, ni hacerle ningún favor ni estar con él bajo el mismo techo ni a menos de cuatro codos de él, ni leer papel hecho o escrito por él”.

Dios mío, ¿qué hiciste para ganarte semejantes maldiciones?

‒Hacer, nada. Simplemente dije lo que pensaba sobre Dios, la Biblia, los milagros y la Ley judía. Nueve años después, en 1665, comencé a escribir mi Tratado teológico-político donde desarrollé mis puntos de vista sobre el judaísmo y el cristianismo, analicé críticamente la Biblia con ejemplos prácticos de exégesis bíblica, y diserté sobre filosofía de la religión y filosofía política.

En síntesis, ¿qué decías?

‒Sostuve que la Biblia no es literalmente la palabra de Dios, sino una obra literaria humana; que la verdadera religión no tiene nada que ver con la teología, las ceremonias litúrgicas o el dogma sectario, sino que consiste en una única norma moral: el amor al prójimo, y que las autoridades eclesiásticas no deberían desempeñar papel alguno en el gobierno de un Estado moderno.

Caramba, imagino el tole-tole que se debió armar.

‒Fue algo impresionante. Menos mal publiqué anónimamente ese Tratado en 1670, pues fue tachado de impío y blasfemo. Hasta se dijo que era “un libro fraguado en el infierno”. Sus detractores lo consideraron un texto peligroso por representar una amenaza para la fe religiosa, la armonía política y social e incluso la moral cotidiana, y a su autor un subversivo y un radical que buscaba extender por toda la cristiandad el ateísmo y el libertinismo, al que llamarán librepensamiento a partir del siglo XVIII. El fanatismo llegó a su culmen cuando, en 1672, lincharon a mi amigo y protector Jan de Witt tras la derrota de la armada holandesa por los ingleses, que fue tomada como un castigo divino a causa de la tolerancia de Jan hacia los descreídos. De ahí en adelante resolví no volver a publicar nuevos libros mientras viviera: prudencia obliga.

Menos mal tus amigos, de manera póstuma, publicaron tu Ética; de lo contrario hubiéramos perdido ese monumento del pensamiento humano.

‒Te cuento que comencé a escribirla apenas siete años después de mi cherem. En ella rechazo la deidad trascendente, providencial y sobrenatural de las religiones abrahámicas e identifico a Dios con la Naturaleza.

¿Puedes ampliar un poco más?

‒Postulo que todo lo real está formado por una única sustancia, causa de todo lo que existe y no causada a su vez por nada, sustancia a la que podemos llamar Naturaleza o, si preferimos, Dios. Como escribí en latín, utilicé la fórmula Deus sive Natura (Dios o la Naturaleza). Pero recuerda que entiendo el término “Naturaleza” como sustancia única de todo lo que existe en el Universo y no como el conjunto de elementos que componen el planeta Tierra. Pienso que cuanto existe es un modo o forma particular de esa sustancia única, lo mismo que cada una de las olas del mar solo es una forma particular, más o menos efímera, del inmenso conjunto de agua.

Hiciste bien en no arriesgar el pellejo publicando esas cosas en vida, y en aquellos tiempos. Estoy seguro de que, aun hoy, en ciertas regiones de la Tierra te asesinarían por hacer tales afirmaciones.

‒Entiendo por qué he suscitado tanta inquina entre los funcionarios de lo sagrado en las religiones monoteístas, pero lo que planteo no le hace daño a nadie; antes por el contrario. Simplemente propongo comprender que todo lo que existe es expresión necesaria de la única energía que es la Vida; puedes llamarla, si quieres, Dios o la Naturaleza. Y busco deducir con ayuda de la razón una cultura de la alegría que tenga por motor el amor a la Vida.

Por eso, con toda razón, Jorge Luis Borges concluyó una poesía en tu honor con estos hermosos versos: “El más pródigo amor le fue otorgado, el amor que no espera ser amado”.

‒Esa alegría, ese amor a Dios o a la Vida aumenta conociendo más y odiando menos. De ahí mi declaración al comienzo del Tratado político: “He procurado cuidadosamente no burlarme de las acciones humanas, no deplorarlas ni detestarlas, sino entenderlas”.

Hermosa declaración; desde hace años la tengo frente a mis ojos. Pero volvamos a tu Tratado teológico-político que se ocupa de la defensa de la libertad de pensamiento y la fomenta a una escala que sobrepasa, de lejos, lo que se aceptaba en tu época. Apenas publicado fue prohibido, tanto por las cancillerías de las universidades como por las autoridades civiles y religiosas. A ese respecto no hubo diferencia alguna entre católicos y protestantes.

‒Los poderosos de mi tiempo tenían motivos para inquietarse pues en ese Tratado proclamé que “la finalidad del Estado es la libertad” y, en consecuencia, debía poner freno a los abusos de la Iglesia y garantizar la libertad religiosa y política.

A pesar de tu “Caute” fuiste muy osado.

‒Para mí, la búsqueda de la verdad no podía detenerse a las puertas de la religión oficial. Por eso en cierta ocasión escribí: “Dejo que cada quien viva de acuerdo con su naturaleza y, quien lo desee, puede morir por su salvación, a condición de que yo pueda vivir para la verdad”. A propósito de libertad de pensamiento y de expresión, en el capítulo XX de mi Tratado teológico-político escribí lo siguiente, que todavía me parece de actualidad:

“Suponiendo que esa libertad pudiera ser tan reprimida y que los hombres pudieran estar tan restringidos que no osaran ni siquiera moverse sin el permiso de los poderes superiores, ese estado de cosas no podría nunca lograr que pensaran lo que otros quisieran (…). Una consecuencia necesaria sería la de que los hombres hablarían cotidianamente en forma diferente de lo que realmente piensan; así se corromperían la confianza y la fe, que son las cosas más necesarias en el Estado, y reinarían la hipocresía y la reticencia despreciables, de modo que habría corrupción y engaño de todas las buenas costumbres (…). ¿Puede pensarse  en una desgracia mayor para un Estado que el hecho de que hombres respetables sean desterrados como criminales solamente porque piensan en otra forma y no conocen la hipocresía? ¿Qué puede ser peor que el hecho de que a seres humanos se les declare enemigos y se les condene a muerte, no por malas acciones o delitos, sino porque son espíritus libres, y que el patíbulo, el espantajo para los malos, se convierta en el más hermoso teatro para mostrar el ejemplo más sublime de estoicismo y virtud?”.

Gracias, Baruch, por la defensa que hiciste de la libertad de pensamiento, la cual condujo a la libertad religiosa. Y esta fue el detonador para el desarrollo de otras libertades, pues reconocer el derecho de cada uno a profesar la propia religión (o no religión) y a ejercitar libremente su relativo culto supone reconocer que cada persona es libre de expresar y de difundir sus opiniones, de reunirse en privado o en público y de asociarse con quienes comparten sus ideas.

‒Como sinteticé en el capítulo XX de mi Tratado, “en una República libre cualquiera está autorizado a pensar lo que quiera y a decir lo que piensa”.

Antes de que te vayas a pulir lentes quiero contarte que en Colombia hay un grupo de exjesuitas en tertulia y que uno de ellos, John Arbeláez, publicó un sesudo escrito sobre “Deus sive Natura”, que ha tenido muchos lectores.

‒Me alegras la jornada con esa noticia.

Y Baruch desapareció, dando salticos de contento.

Rodolfo Ramón de Roux

Mayo, 2022

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