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Nada es más poderoso que la comprensión de la historia. Es la forma de entendernos como humanos.

La idea de llevar el informe de la Comisión de la Verdad a los colegios abrió de nuevo un debate indispensable para el país. Lo importante es que se adelante en forma sensata y con argumentos inteligentes, que no siempre ocurre en estos casos.

Los primeros en saltar fueron quienes consideran el trabajo de la Comisión ilegítimo y sesgado ideológicamente, de lo cual deducen que llevarlo a las instituciones educativas es un ejercicio de adoctrinamiento guerrillero para mostrar no sé cuántas inequidades contra la Fuerza Pública y sectores destacados de la política y la sociedad. Eso, desde luego, no es inteligente y tampoco es verdad.

Lo que debe estar claro es que el informe no pretende ser la historia de Colombia, sino un elemento que ayuda a constatar lo ocurrido en un período de tiempo y específicamente en relación con las inocultables situaciones de violencia que ha vivido el país. Quienes han hecho este trabajo han sido claros en que su labor no agota todos los detalles y los matices de una tragedia colectiva que, desafortunadamente, habla de quiénes somos como sociedad, de cómo fuimos complacientes por más de medio siglo ante el homicidio, la tortura, el desplazamiento, el secuestro y la aniquilación física y psicológica de centenares de comunidades con víctimas y victimarios de muy diverso origen y motivación. Los niños, los adolescentes y los jóvenes no solo tienen el derecho a conocer los datos y los testimonios de este período, sino que debieran tener la obligación de hacerlo para experimentar una gran vergüenza colectiva, porque semejante tragedia prolongada por décadas habla de la banalización de la muerte y el sufrimiento de nuestros semejantes.

Es importante que niños, niñas y jóvenes puedan comprender las relaciones profundas de nuestra cultura con los grandes procesos históricos del mundo.

El informe no es la historia de Colombia y tampoco es un camino para tomar partido y descubrir quiénes son los buenos y quiénes los malos. Es para entender que de una u otra manera todos somos artífices de un país que produce las monstruosidades que narran las víctimas y que hasta ahora hemos sido incapaces de encontrar caminos para vivir y resolver nuestras necesidades de forma civilizada.

Otra cosa es la urgencia de hacer de la historia el eje central de la formación que se ofrece a las nuevas generaciones. No solo es indispensable conocer nuestra historia, que no se agota en el devenir político, sino que incluye su proceso de desarrollo económico, científico, demográfico y cultural. También es importante que niños, niñas y jóvenes puedan comprender las relaciones profundas de nuestra cultura con los grandes procesos históricos del mundo.

Dice el Ministerio que la comisión encargada de adelantar la propuesta de lineamientos para reinstalar esta asignatura lleva dos años trabajando en el asunto. La cuestión no es si la historia se debe incluir como central en el currículo o no. Se trata, más bien, de discutir cuál es el camino pedagógico para explorar el pasado, a sabiendas de que no hay verdades únicas ni relatos oficiales capaces de explorar y explicar los hechos que han ido forjando nuestro presente.

Por más de veinte años, en muy diferentes medios, he insistido en que nada puede ser más poderoso que la comprensión de la historia. No hay otra forma de entendernos como humanos. No hay otra manera de vislumbrar el futuro. Pero es claro que relatos oficiales a la manera memorística tradicional son inútiles.

Hay otras interesantes alternativas como la que desarrolló el Ministerio de Educación con motivo del bicentenario de la independencia, titulada Historia Hoy. Fue un ejercicio enorme de participación que dio importancia a la historia local, a la capacidad de niños, niñas y maestros de explorar fuentes, de indagar acontecimientos y de reflexionar sobre puntos de vista de enorme riqueza. Ojalá el nuevo ministro, que ha recibido del presidente electo la instrucción de dar prioridad a este tema, rescate lo aprendido durante el tiempo en que se realizó este ejercicio.

Francisco Cajiao

Septiembre, 2022

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En una mañana soleada de otoño, nueve años después de que Fukuyama sentenciara que había llegado «El fin de la historia», cuatro aviones piloteados por terroristas islámicos movieron, otra vez, con fuerza el motor y los engranajes invisibles del tiempo y la distancia. La democracia liberal original (1776) y el lado ganador de la Guerra Fría recibía, por primera vez desde la independencia, un ataque coordinado y certero en su suelo continental. 2977 personas murieron ese 9 de septiembre de 2001. Ese día también murió la idea de un mundo unipolar y nació la «guerra contra el terrorismo».

Así como durante casi medio siglo la lucha contra la amenaza roja había atravesado todas las decisiones de política exterior de los poderes de Occidente, la guerra contra el terrorismo sería la escuela y el filtro que alimentaría las relaciones internacionales y la geopolítica de inicios del siglo XXI. Una guerra muy sui generis, ya que por primera vez el enemigo no controlaba un territorio, ni grandes ejércitos ni estructuras oficiales de poder. 

El terrorismo que atacó las Torres Gemelas y el Pentágono se había alimentado en la entraña misma de las democracias liberales y había actuado con sus propias herramientas. La libertad de movimiento, las comunicaciones abiertas y la tecnología (sellos del liberalismo occidental que había vencido al comunismo) eran ahora utilizadas por los grupos que enfrentaban a gobiernos democráticos con un proyecto religioso y fundamentalista.

A pesar de que la célula terrorista que había ejecutado los ataques tenía a la ciudad de Hamburgo, Alemania, como centro de operaciones, la presencia de Osama Bin Laden, líder de Al Qaeda, en Afganistán fue la disculpa perfecta para lanzar un ataque que removiera a los líderes talibán (en ese momento en el poder) y preparara una posterior invasión. El 7 de octubre de 2001 empezaba la que sería la guerra más larga, y el fracaso bélico más costoso, en la historia de Estados Unidos. 

Más de 800.000 militares participaron en operaciones. De esos, 2352 (1141 de la coalición) murieron y 20.666 resultaron heridos. 66.000 soldados y policías afganos y 47.245 civiles murieron en el enfrentamiento con la insurgencia Talibán. 2.2 billones (millones de millones) de dólares valió la factura de la aventura afgana, lo cual quiere decir que Estados Unidos se gastó (desperdició) en este esfuerzo más que lo que le costó reconstruir Europa después de la Segunda Guerra Mundial con el Plan Marshall. Se calcula que 40 % de los recursos quedaron en manos de los Talibán, los señores de la guerra y políticos corruptos dentro del gobierno afgano apoyado por los norteamericanos. Todo un festival del peculado.

Las guerras, todas las guerras, son eventos complejos y cambiantes en los que se cruzan proyectos colectivos, intereses mezquinos y grandes ideales, y en los que se enfrentan y matan personas de muy diferentes procedencias e ideologías. Los conflictos bélicos, al fin de cuentas, suelen ser absurdos y los pierden todos los participantes. 

El documental Restrepo, de 2010, es una buena representación de lo que fue el conflicto armado en Afganistán. La película, llamada así por el soldado y médico colombiano nacionalizado, Juan Sebastián Restrepo, acompaña a los hombres de un pelotón del ejército en su estadía en el valle de Korangal en el oriente del país, quienes narran su vida allí y cómo la muerte en combate de Restrepo al inicio de la expedición los marca profundamente. A lo largo de un año de grabación vemos a los soldados combatiendo a un enemigo invisible e intentando crear vínculos de confianza con los habitantes del valle. Los soldados permanecen encerrados en su puesto de avanzada la mayor parte del tiempo y su gran “triunfo” es la construcción de otro pequeño puesto militar a 200 metros del existente. La historia gira alrededor de la relación de hermandad que se crea entre los soldados, así como de las afectaciones psicológicas que sufren por la exposición constante al fuego enemigo. El documental termina con un aviso que dice: «En abril de 2010, el ejército de EE.UU. abandona el valle de Korengal. 50 soldados murieron peleando allí». Una frase premonitoria.

Hace pocas semanas, casi 20 años después de su llegada, terminó la presencia estadounidense en Afganistán y volvieron los Talibán al poder. La construcción de una democracia liberal en el país fracasó rotundamente. En la improvisada y apresurada salida de los estadunidenses apareció un nuevo grupo terrorista, ISIS-K (variante del extinto ISIS de Siria e Irak), que ya mató 170 personas en un atentado suicida cerca al aeropuerto de Kabul. 

Un personaje de Umberto Eco, en El péndulo de Foucault, pronuncia una frase que puede acompañar este aniversario: «Todo se repite en un círculo. La historia es una maestra porque nos enseña que no existe».

Santiago Londoño Uribe

Noviembre, 2021

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