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En el muy serio y respetuoso diálogo que se tuvo entre “exjesuitas en tertulia” el 30 de agosto de 2022 sobre el informe de la “Comisión para el esclarecimiento de la verdad, la convivencia y la no repetición” del conflicto surgió en repetidas ocasiones la vieja pregunta “¿qué es la verdad?”, a la que se sumaron estas dos: “¿qué es la verdad histórica? y ¿quién puede decir que tiene la verdad sobre lo sucedido?”. Ofrezco aquí una breve y modesta contribución sobre el alcance y límites del conocimiento histórico, tema sobre el cual se ha escrito abundantemente.

La palabra “historia” viene del sustantivo griego ιστορία = historía (conocimiento a través de la investigación o de la formulación de preguntas, narración) y del verbo ἱστορεῖν = istorein (preguntar acerca de algo, examinar los hechos, relatar).

El primero en utilizar el término fue Heródoto de Halicarnaso, quien en el siglo V antes de Cristo hizo un viaje por el Mediterráneo y Grecia, preguntando a los lugareños acerca de sus tradiciones y de sus relatos sobre las Guerras Médicas entre griegos y persas. Heródoto hizo así unas investigaciones y le dio justamente ese nombre a su obra escrita: Ἱστορίαι (Historiae, en castellano Historias, también conocida como Historia).

En su investigar ‒preguntando a las personas o a todo tipo de documentos‒ el historiador no pretende, pues, tener LA verdad absoluta. Y es bien consciente de que su conocimiento no es EL conocimiento, sino un determinado tipo de conocimiento que produce un determinado tipo de discurso: el llamado discurso histórico.

Ese discurso histórico es un diálogo continuo entre el presente ‒al que pertenece el historiador‒ y el pasado ‒al que pertenecen sus hechos‒. Como dice E.H. Carr en su sugestiva obra What is History (1961):

”El historiador empieza por una selección provisional de los hechos y por una interpretación provisional a la luz de la cual se ha llevado a cabo dicha selección, sea esta obra suya o de otros. Conforme va trabajando, tanto la interpretación como la selección y ordenamiento de los datos van sufriendo cambios sutiles y acaso parcialmente inconscientes, consecuencia de la acción recíproca entre ambas. Y esta misma acción recíproca entraña reciprocidad entre el pasado y el presente, porque el historiador es parte del presente, en tanto que sus hechos pertenecen al pasado. El historiador y los hechos de la historia se son mutuamente necesarios. Sin sus hechos, el historiador carece de raíces y es huero, y los hechos sin el historiador, muertos y faltos de sentido”.¹ 

Una palabra sobre el hecho histórico. El tal hecho ya no existe; fue una realidad que existió. El historiador no la aprehende sino a partir de testimonios del pasado que subsisten en el presente. El conocimiento del pasado está a la merced del descubrimiento o de la desaparición de los testimonios. El estado actual de los testimonios (“fuentes”) es una primera limitación del presente en la elaboración del conocimiento del pasado, pues las fuentes que utiliza el historiador determinan los grandes trazos de su obra.

La personalidad del historiador es otra limitación que desde el presente se le impone al discurso histórico, pues los hechos de la historia nunca nos llegan en estado “puro”: siempre hay una refracción al pasar por la mente de quien los recoge. El hecho histórico no existe independientemente del historiador. Como escribe E.H. Carr:

 “… los hechos históricos no se parecen realmente en nada a los pescados en el mostrador del pescadero. Más bien se asemejan a los peces que nadan en un océano anchuroso y aun a veces inaccesible; y lo que el historiador pesque dependerá en parte de la suerte, pero sobre todo de la zona del mar en que decida pescar y del aparejo que haya elegido, determinados ambos factores por la clase de peces que pretenda atrapar. En general, puede decirse que el historiador encontrará la clase de hechos que busca. Historiar significa interpretar”.² 

Las fuentes contienen una multitud de datos en bruto (fechas, nombres de lugares y personas, sucesos, etc.) que el historiador debe estructurar para darles la relevancia de “hecho histórico”. Y es que los hechos históricos no son aerolitos caídos del cielo que el historiador se encuentra por un golpe de azar. No. Aquello que llamamos muchas veces “un simple hecho histórico” es algo complejo, construido por la subjetividad del historiador que se apoya en un método de investigación y en su propio instrumental mental (visión de mundo, experiencia, sensibilidad, bagaje cultural, etc.) que condicionarán la mayor o menor validez del conocimiento histórico por él producido.

Socialización del discurso histórico y construcción de una narrativa

Una vez que el historiador ha reconstruido el pasado a través de una investigación, le queda por delante la tarea de compartir sus conocimientos, pues, como discurso, la obra histórica se dirige a un interlocutor al que trata de presentar una narración convincente de lo acontecido.

Para construir su narrativa, el historiador recurre a dos formas de organizar sus materiales: el orden cronológico y el temático o estructural. El modo narrativo de expresión, cuya lógica es el encadenamiento de las acciones, fue durante mucho tiempo la única forma del discurso histórico. La narración respondía a la preocupación por reconstruir los hechos dándoles sentido como elementos de una intriga. La apertura del historiador a los fenómenos estructurales y de larga duración ha introducido en la historiografía nuevas modalidades de expresión, que a veces opacan el aspecto narrativo.

Sin embargo, el discurso histórico continúa siendo básicamente una narración, dado que es un medio eficaz para hacer sensible una temporalidad en la conciencia del lector. Por eso dicho discurso ‒aunque incluya elementos estructurales‒ toma la forma de una narración, es decir, de una puesta en escena, con una trama y un desenlace. De hecho, el trabajo histórico, arte de tratar los restos documentales “científicamente”, es decir, con rigurosidad, es también un arte de la escenografía.

Como escribiera Octavio Paz en su Prefacio al libro Quetzalcóatl y Guadalupe, del historiador francés Jacques Lafaye:

“La imaginación es la facultad que descubre las relaciones ocultas entre las cosas. No importa que en el caso del poeta se trate de fenómenos que pertenecen al mundo de la sensibilidad, en el del hombre de ciencia de hechos y procesos naturales y en el del historiador de acontecimientos y personajes de las sociedades del pasado. En los tres el descubrimiento de las afinidades y repulsiones secretas vuelve visible lo invisible. Poetas, científicos e historiadores nos muestran el otro lado de las cosas, la faz escondida del lenguaje, la naturaleza o el pasado. Pero los resultados son distintos: el poeta produce metáforas; el científico leyes naturales, y el historiador ‒¿qué produce el historiador? ‒.

El poeta aspira a una imagen única que resuelve en su unidad y singularidad la riqueza plural del mundo. Las imágenes poéticas son como los ángeles del catolicismo: cada una es en sí misma una especie. Son universales singulares. En el otro extremo, el científico reduce los individuos a series, los cambios a tendencias y las tendencias a leyes. Para la poesía, la repetición es degradación; para la ciencia, la repetición es regularidad que confirma las hipótesis. La excepción es el premio del poeta y el castigo del científico. Entre ambos, el historiador. Su reino, como el del poeta, es el de los casos particulares y los hechos irrepetibles; al mismo tiempo, como el científico con los fenómenos naturales, el historiador opera con series de acontecimientos que intenta reducir, ya que no a especies y familias, a tendencias y corrientes.  (…)

La historia participa de la ciencia por sus métodos y de la poesía por su visión. Como la ciencia, es un descubrimiento; como la poesía, una recreación”.³ 

Por eso, por más cuidadoso y crítico que sea un trabajo histórico, no será sino un desvelamiento parcial de la realidad, una mezcla de ciencia y de ficción. De ciencia, porque en ese trabajo intervienen reglas y controles que nos precisan lo que ya no es posible afirmar a partir de ciertos datos e hipótesis. De ficción, porque una vez conocidos y asimilados estos valores “negativos” de la ciencia, nos queda todavía por delante la construcción de una narración, de un relato. Y entre muchas posibilidades, solamente una va a tomar forma: escenario construido donde el historiador va a mostrar su habilidad para fabricar un texto a partir de restos documentales y para elaborar un discurso convincente sobre la realidad.

El historiador es también un ser histórico

Aunque el historiador otorgue prioridad a un resultado “objetivo” al revivir en su discurso una situación pasada, reconoce en esta reconstitución el orden y el efecto de su propio trabajo. Ese trabajo histórico no es el pasado, sino la producción que el historiador hace siguiendo las huellas de una ausencia. Hay que descifrar esas huellas para restituirles una presencia significativa.⁴ 

Es ingenuo pensar que los datos hablan por sí solos; el uso que el historiador hace de ellos implica un proceso de elaboración. El historiador, lo sepa o no, tiene que adoptar algún criterio al seleccionar y ordenar los hechos. En virtud de lo que incluye o excluye, valora o desvalora, él no permanece al margen, no es totalmente neutral. Esto no significa que el historiador sea el amo tiránico de sus datos, aunque tampoco es su humilde siervo. Entre el historiador y sus datos ‒ya lo dijimos‒ existe una continua interacción.

En el hecho de que el historiador no sea una máquina registradora, sino un activo recreador de la realidad histórica, radica su grandeza y también la relatividad de su trabajo. Trabajo que supone implicación y desprendimiento.

Implicación, porque el historiador no puede captar su objeto de investigación sino recreándolo por medio de un esfuerzo de comprensión. Desprendimiento, porque no debe ni puede identificarse completamente con el objeto (o los sujetos) de su investigación.  Se trata de saber controlar la propia distancia frente a lo que se construye o reconstruye. Esto hace parte de una indispensable capacidad de elucidarse porque ‒quiéralo o no‒ el historiador (y su trabajo) se inscriben en el interior (y no en el exterior) de las luchas socio-económicas y políticas.

No solo fluyen los acontecimientos, sino también el historiador que es, él también, un fenómeno social, producto y a la vez portador, consciente e inconsciente, de la sociedad a la que pertenece y en la que ocupa una situación específica. Por otra parte, los discursos históricos ‒en particular los discursos sobre una historia reciente y conflictiva‒ se inscriben e intervienen en una determinada realidad sociopolítica, donde son más o menos útiles para los distintos actores en pugna.

Nos encontramos, por lo tanto, con que los límites a la objetividad del discurso histórico no son solo de orden epistemológico, sino también ético, pues para cualquier grupo ‒como para cualquier historiador‒ los hechos van asociados a determinados valores. Los grupos ‒y los individuos‒ se enfrentan precisamente porque valoran y califican diversamente unos mismos hechos a la luz de intereses encontrados.

Admitir que el conocimiento histórico es parcial y susceptible de ampliarse o de ser rebatido a la luz de nuevos aportes y perspectivas no significa negar su relativa validez. Hay quienes piensan que si no se puede ser completamente objetivo se es entonces completamente subjetivo y que todo discurso histórico se reduce a meras opiniones, que valen lo mismo las unas que las otras. Pienso que ese “todo o nada” es desacertado. La parcialidad tiene sus límites y sus controles. 

Felizmente condenado a una buena dosis de subjetividad, el historiador “se salva” clarificando sus orientaciones, acompañando la historia de un pasado con el itinerario de un recorrido, precisando no solo el lugar desde el cual habla, sino también el movimiento que ha hecho, el trabajo que ha ejecutado a partir de determinados métodos, interrogantes y documentos. 

Nuestra objetividad ‒me asumo como historiador‒ consistirá entonces, en buena parte, en saber calibrar nuestra parcialidad y en decirla. Tal vez así nos neutralizaremos, sin dejar por ello de ser parciales.

‒‒‒‒‒‒‒‒‒‒‒‒‒‒‒‒

¹ Carr, E. H. (1978). ¿Qué es la Historia? Barcelona: Seix Barral, 8ª. edición, p. 40.

² O. c., pp. 31-32.

³ Lafaye, Jacques (1977). Quetzalcóatl y Guadalupe. México: F.C.E., pp. 11-12.

⁴ Michel de Certeau (1975) ha reflexionado de manera fina sobre el particular en su libro L’écriture de l’histoire. Paris:Gallimard.

Rodolfo Ramón de Roux

Octubre, 2022

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