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Gabriel Garcia Marquez

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Cuando le otorgaron a Gabo el premio Nobel, los académicos suecos le hacían un reconocimiento a las tradiciones orales de la Costa y, por ende, a las del país que teje las suyas. La historia de esa tradición necesitaba un artífice que enhebrara sus leyendas en la escritura y ese fue García Márquez. 

El 21 de octubre pasado, hace cuarenta años, la Academia Sueca anunció que le otorgaba el Nobel de Literatura a Gabriel García Márquez. La noticia se regó como pólvora en la prensa y, en particular en la Costa, donde se llegó casi al paroxismo de la alegría. El hijo del boticario y telegrafista de Aracataca, un coterráneo nuestro, había alcanzado el máximo galardón al que la mayoría de los escritores del mundo aspira, aunque no lo confiese en público. 

Una de las frases más dicientes que pronunció el portavoz de la Academia fue que se le otorgó el premio por sus novelas e historias cortas en las que la fantasía y la realidad se combinan en un mundo rico de imaginación. Una frase que lleva implícito lo que todos aquí sabemos: que la Costa es una región del Caribe colombiano donde la cultura popular se nutre de la narración oral y de los cuentos y leyendas que recorren el territorio donde muchas veces no se sabe qué es lo real y cuál es la ficción. 

En la década de los años cincuenta en la que mis compañeros de generación y yo crecimos, el cuento y la leyenda eran pan cotidiano y nuestra alimento cultural era esa tradición oral, por lo que no nos sorprendía que las novelas de Gabito fueran producto de su imaginación creativa afincada en las leyendas populares.

El cuento de La hojarasca me dejó encantado. Leí y releí sus páginas con devoción porque las sentí como algo que ya me era familiar. La historia del médico tan odiado que una vez muerto el pueblo de Macondo no quiere sepultar se enlaza con los temas ubicuos de las tragedias griegas, como el de la historia de Edipo en Colono de Sófocles, rechazado por sus habitantes que no quieren enterrarlo cuando muere. Sin que nos demos acaso cuenta son temas inagotables que van y vuelven como en la rueda del tiempo, repitiendo a su manera el sentir omnipresente de los dramas populares que escuchamos contados sin descanso por las abuelas, las comadres, las madrinas de toda nuestra infancia.

Cuando le otorgaron a Gabo el premio Nobel, los académicos suecos le hacían un reconocimiento a las tradiciones orales de la Costa y por ende a las del país que teje las suyas. La historia de esa tradición necesitaba un artífice que enhebrara sus leyendas en la escritura y ese fue García Márquez; pero Gabito tenía que nacer y crecer en el cauce de un pueblo cuya cultura narrativa fuera tan rica que diera a luz al cantor que supiera contárselas a la humanidad. En ese entonces, hace cuarenta años, miré hacia atrás y recorrí de memoria sus narraciones y comprendí mejor que sus cuentos y novelas estaban engranados entre sí como un rosario de palabras que contaban un cuento largo. O como el mismo Gabo lo dijera mejor una vez cuando expresó que Cien años de soledad era un vallenato de 400 páginas.

Cuarenta años después me pregunto si seguimos siendo un pueblo que cuida su tradición oral comunicativa. No tengo la respuesta. Pero me inquieta que hayamos perdido mucho cuando observo cómo se pasa la gente mirando más tiempo las pantallas de los celulares que hablando viéndose los rostros. 

Jesús Ferro Bayona

Publicado en El Heraldo (Barranquilla)

Octubre, 2022

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