Una vez consumado el papel mediador para recomponer el poder oligárquico, a los militares se les confió la tarea que cumplió antes la Iglesia católica, pero con su propia y muy distinta visión de país y sus peculiares métodos de fuerza. En adelante, los militares se convertirían en los garantes de la integración nacional.
11. Articulación subordinada de militares e Iglesia
Una vez cumplido el papel de mediadores para la recomposición del poder oligárquico, a los militares se les confió la tarea que antes cumplía la Iglesia católica, aunque, desde luego, con su propia y muy diferente visión de país y sus peculiares métodos de fuerza. En adelante, los militares se convertirían en los garantes de la integración nacional, ya no por el consenso horizontal de una sociedad sociológicamente católica, sino por la fuerza vertical de las armas sobre una sociedad cada día más heterogénea y, hasta hace poco, más bien desvalida. Los militares y una policía militarizada pasaron a mirar a la sociedad civil ‒en particular a los más pobres y a la clase media baja‒, no como ciudadanos con derechos, sino como virtuales “enemigos internos”, tanto del Estado como de la misma fuerza pública. Del autoritarismo cultural del clero, Colombia pasó, pues, a la otra cara del absolutismo: al autoritarismo estatal ejercido por élites políticas que han instrumentalizado la fuerza pública. Las recientes movilizaciones y paros de más de un mes han puesto de manifiesto a una sociedad que ya no se somete tan fácilmente.
Sentadas las bases de la pacificación de los dos partidos tradicionales gracias al Frente Nacional, las élites políticas se desentendieron en buena medida de la inconformidad social para confiársela, como problema de “orden público”, a la represión policiva y militar. Rígida división del trabajo establecida por Lleras Camargo, que tuvo sus virtudes, pero también enormes falencias. Por lo menos hasta 2002, sustrajo a los militares de la política, de modo que ante los distintos partidos y opciones políticas ‒en principio‒ se mantuviesen neutrales pero, al mismo tiempo, hizo que los civiles se desentendiesen del Ejército y sus distintas fuerzas, abandonando además la preocupación y el esfuerzo por elaborar una verdadera estrategia político-militar de largo plazo.
En el nuevo contexto nacional, entre obispos y altos mandos militares surgió entonces una cierta convergencia ideológica. Si se comparan las cartas episcopales de los años 60 y 70 con las declaraciones y escritos de altos mandos militares se percibe en ellas una creciente coincidencia de perspectivas y, a veces, casi una copia. La prédica anticomunista de la jerarquía y de los capellanes militares de la Brigada en Bogotá fue particularmente bien acogida por los militares. Sumado el nacionalismo inherente a la función de todos los Ejércitos del mundo, los sermones y exhortaciones de obispos y capellanes militares se convirtieron por esos años en la principal fuente de su motivación para la defensa de las instituciones. A la hora de la verdad, al menos hasta mediados de los años ochenta del siglo pasado, talvez más que en teorías importadas de Seguridad Nacional, que tuvieron sin duda influencia, es en este tipo de convicciones y sentimientos tradicionales de los militares colombianos donde posiblemente haya que buscar la inspiración de su lucha antisubversiva. Desde entonces los mueve un anticomunismo puro y duro, sumado con frecuencia al auspicio que les prestan algunos gobernantes, así como a los intereses oscuros y bastante extendidos de algunos de sus mandos. A la par con el anticomunismo, fue creciendo en obispos y mandos militares la desafección por una clase política incapaz y corrupta, así como el anhelo de un orden coercitivo y de cierto cambio social. Jerarquía y cúpulas castrenses fueron construyéndose una especie de limbo político desde el cual defendían instituciones democráticas sin sujeto.
El control del orden público asignado a los militares por el Frente Nacional se vio también aparentemente justificado desde los años 60 por la oleada revolucionaria de América Latina y por la expansión de las concepciones norteamericanas de Seguridad Nacional, propias de la Guerra Fría, relativamente adaptadas a las condiciones del país. De conformidad con las concepciones difundidas después de la Segunda Guerra Mundial en todo el Tercer Mundo, los ejércitos debían reorientar sus esfuerzos a la lucha contra el “enemigo interno”: el comunismo internacional. En consecuencia, en América Latina, policías y militares se vieron convertidos en una especie de policía política. Formados para la guerra, su actividad represiva y violenta se fue extendiendo en contra de las más diversas formas de organización, movilización y protesta popular. Así, la Guerra Fría resultó enormemente funcional a las necesidades del bipartidismo colombiano en el poder. Otro tanto podemos decir del fervor de izquierda o incluso guerrillero en una porción reducida de la juventud en esa época.
12. La generación de los años 60 y 70
Las décadas de los 60 y 70 les ofrecían a las jóvenes generaciones una excepcional oportunidad histórica. La dialéctica religioso-política, que le había dado vigencia a los partidos tradicionales durante más de un siglo, se encontraba agotada; en su reemplazo, liberales y conservadores habían establecido un pacto de dudosa legitimidad democrática; pronto había comenzado a manifestarse el deterioro ético y político del contubernio bipartidista y su deriva hacia un vulgar clientelismo corrupto.
Nuevos sujetos sociales ‒como sindicatos, juntas de acción comunal, movimiento estudiantil‒ presionaban con paros regionales y nacionales por una mayor democracia. Se hacía entonces urgente asentar la nación sobre nuevos fundamentos éticos y políticos, ahora sí, de carácter laico, moderno y democrático. Sin embargo, la aparición de guerrillas revolucionarias (FARC, ELN, EPL y otros grupos menores) a mediados de los 60, condujeron a la sociedad civil emergente a una especie de callejón sin salida. Las guerrillas, aisladas en selvas lejanas y en regiones de compleja geografía, no preocupaban a los centros del poder nacional y fueron entrando a formar parte natural del paisaje nacional, pero los gobiernos y la fuerza militar encontraron en su existencia el mejor argumento para consolidar regímenes represivos y corruptos, que bloqueaban a los movimientos sociales. La sociedad civil entró en una parálisis que duró hasta poco después de los acuerdos de La Habana y la desmovilización de las FARC.
Conviene añadir que la actividad guerrillera en su conjunto fue ‒y en mucho menor medida lo sigue siendo con el ELN y las disidencias‒ uno de los más sólidos y constantes soportes políticos del régimen clientelista instalado en el poder desde el Frente Nacional y del papel fuertemente coercitivo que este le confirió a las fuerzas militares y de policía. La lucha armada ha servido, además, como el mejor pretexto de los dirigentes políticos para criminalizar toda forma de organización y protesta popular y para abandonar, en manos de la policía y los militares, el manejo de un mal definido problema de “orden público”. Con tal que el Estado frene a las guerrillas, parte importante de la sociedad colombiana ‒no solo las élites, sino también las clases medias e incluso sectores pobres‒ le han dado su respaldo electoral al clientelismo y han impulsado o se han resignado al fortalecimiento del aparato militar. Así pues, a la par con el clientelismo y el narcotráfico, la guerrilla ha sido el tapón de la democratización en Colombia y el mayor estímulo para el desarrollo de una derecha recalcitrante, digna sucesora de Laureano Gómez y de otros bien conocidos dirigentes de la actualidad.
La contradictoria alianza bipartidista (fragmentada luego en pequeños movimientos y seudopartidos), el aparato militar y la lucha guerrillera fueron el pilar esencial del régimen político establecido en Colombia desde el Frente Nacional hasta 1991 e incluso hasta hoy. Los tres se realimentaron incesantemente e, incluso, siguen haciéndolo. Tanto la concepción estadounidense de Seguridad Nacional como la efervescencia revolucionaria y de izquierda de los años 60 y 70 le vinieron, pues, como anillo al dedo, al régimen bipartidista y a la fuerza pública, necesitados de legitimación.
13. Resultados globales del Frente Nacional
El resultado político global del Frente Nacional fue, pues, como ya señalamos, el debilitamiento del Estado. De un orden social y político cimentado en la hegemonía cultural del catolicismo se hizo tránsito a un Estado precario, ausente de la mitad del país, pero sostenido por la maquinaria de clientelas políticas corruptas y la incierta fortaleza de las Fuerzas Armadas, cada vez más erosionadas por la corrupción y la ilegalidad, lo que no excluye en modo alguno la existencia de militares y policías heroicos que exponen su vida en defensa de los colombianos. Las élites políticas y empresariales pusieron una confianza creciente en las medidas de fuerza, ahorrándose casi siempre los costos políticos y económicos de una mayor democratización; los militares y una policía militarizada hallaron en el orden público su razón de ser; a unos y otros se los preparaba y se los sigue preparando para la guerra. Se impuso en el país un círculo vicioso: las organizaciones guerrilleras le daban argumentos a la represión oficial, y en los excesos de esta encontraron el mejor argumento a su favor. La actual violencia generalizada, confusa y dispersa ‒próxima a la anarquía‒ se deriva, en buena medida, de esa dialéctica clientelista-militar instaurada por el Frente Nacional.
La consecuencia quizás más importante del Frente Nacional fue su impacto en la sociedad misma. Tanto el régimen bipartidista como sus enemigos propiciaron la disolución de los principios en los que se había basado hasta entonces la convivencia social sin que, entre tanto, se gestaran otros nuevos. Los códigos morales de la Iglesia católica perdieron vigencia. Aunque el bipartidismo enarbolaba la defensa de la democracia, no lo hacía de manera creíble: centraba sus preocupaciones en la defensa de sus privilegios económicos y burocráticos y no tenía reparo en violar los principios y derechos fundamentales que decía defender. Sustituyó las convicciones partidarias por el frío utilitarismo clientelista, sinónimo de corrupción. En la medida en que se fueron disolviendo los códigos normativos, la violencia se apoderó de las relaciones sociales. Por fortuna, hoy la mayor parte de la juventud parece estar reclamando la construcción de una verdadera democracia. El resultado de las recientes elecciones así lo demuestra, aunque casi medio país de adultos o de viejos (“adultos mayores”), aún se resiste.
En suma, aunque el Frente Nacional superó la violenta crisis final del orden antiguo, contribuyó a gestar otra nueva, todavía más honda: la corrupción se desbordó y le abrió el camino a la violencia política, el terrorismo y el narcotráfico, el cual acabó de difundirse por todos los circuitos de la vida nacional. Parte importante de las élites, incluso en altos niveles empresariales, políticos, gubernamentales, policivos y militares, se benefician hoy, directa o indirectamente, de los recursos de la droga que han aprendido a mimetizar. En esta crisis nos encontramos.
14. Bases de una nueva cultura política y sus obstáculos (1991)
No resulta fácil fijar el término real del régimen político implantado por el Frente Nacional y determinar el punto de partida de una nueva época. Formalmente, el Frente Nacional concluyó en 1974 por disposición constitucional. Pero, como sucede con frecuencia en la historia, el pacto bipartidista alcanzó su más perfecta realización después de concluido, en el gobierno de Julio César Turbay Ayala (1978-1982), aupado por su antecesor, Alfonso López Michelsen (1974-1978).
López hizo abrir la “ventana siniestra” en el Banco de la República para recibir y legitimar los dineros de la marihuana sin necesidad de declarar su origen, opción que luego se iría transvasando a todas las drogas, ya no por la famosa ventana sino por los muy diversos canales del establecimiento. Durante el gobierno de Turbay llegaron a su apogeo la distribución burocrática del poder entre los dos partidos, las maquinarias clientelistas y la ciega alianza de la clase política con las fuerzas militares en contra de los sectores sociales subalternos. Turbay le entregó el gobierno al general Camacho Leyva y a las fuerzas militares. Este clímax del clientelismo bipartidista y su descrédito nacional e internacional abrieron las puertas a su franca descomposición.
Algunos de los gobiernos posteriores trataron de superar la crisis rompiendo con determinados elementos del régimen, pero se vieron obligados a apoyarse en otros para poder gobernar. Finalmente, los intentos de modernización han sucumbido a los intereses creados, la interesada inercia de políticos y gobernantes, y la aparente ausencia de alternativas. Adoptamos aquí la Constitución del 91 como punto de inflexión histórica, aunque desde su promulgación, esta ha sido reiteradamente reformada y deformada. Solo ahora, en 2022, el nuevo presidente electo promete rescatarla y cumplirla a cabalidad. Esperamos que así suceda.
Luis Alberto Restrepo M.
Septiembre, 2022