Con este artículo termino los relatos del viaje que hicimos con Darío, inmediatamente antes de que en 2020 comenzara la pandemia del COVID-19, al denominado subcontinente indio, una experiencia llena de vivencias, conocimiento y recuerdos imborrables.
Amanecimos en Agra y viajamos muy temprano para Vrindavan, ciudad donde está el templo más antiguo de Brahma, una de las deidades más importantes del hinduismo. Ese día celebraban el Holi, que es una fiesta antiquísima de colores del amor, en la cual la gente festeja el amor eterno y divino de Radha Krishna. Todos salen a las calles a pintarse con polvos, y a bailar y cantar.

No quería participar de esta celebración, pero no quise ser la que introducía el desorden, pues recordaba mi ciudad Popayán con fiestas de este tipo, que nunca me han gustado… y, bueno, ¡oh sorpresa! Igual que en Popayán y este año, además, ¡con agua! Íbamos yendo en tuk tuk hacia el templo y en menos de 10 minutos estábamos pintados con mil colores y emparamados. No lo disfrutamos, el clima era un poco frío y algunas personas estaban resfriadas desde la mojada anterior.
Volvimos al hotel, donde con dulzura alguien pintó nuestros rostros, pues para ellos esto tiene un significado especial. Pasamos un resto de día tranquilos y en paz, viendo corretear a los micos por balcones y ventanas después de robar con mucha astucia los anteojos de los turistas. ¡Todo un espectáculo!

En la tarde nos invitaron a un concierto de flauta, tambores y mantras, pero primero nos dieron una charla sobre el significado de esta fiesta. Luego, bailamos y gozamos de sonidos sublimes, como las voces de tres niños que hacían parte de los mantras.

De aquí salimos a cenar comida típica y a lo típico: en el suelo y con la mano. La disfruté muchísimo, pues era nuestra última cena y mañana sería nuestro último día en la India.
Al día siguiente y muy temprano fuimos a clase de yoga con la maestra Mataji, una mujer muy pausada y sabia. De despedida, ella habló tan hermoso que me transporté y quise quedarme allí con esta gente tan sencilla y auténtica. Amé a esa mujer desde anoche en la ceremonia y hoy cerró con broche de oro. Sus palabras se incrustaron en mis venas y tendones y sentí el deseo de abrazarla, como si la conociera de muchos años.
La experiencia fue tan especial que de verdad me dije: ¡cómo quisiera volver! Ella decía que lo único seguro es que todos los días hay cambio, hay transformación, que debemos dar sin esperar recibir, que si nos ponemos a esperar llegan la tristeza y la frustración, que debemos aprender el desapego a las cosas y a los seres queridos y que mientras más lleves a tu divinidad en tu corazón, más cerca estarás de la paz que anhelas, serás más sensato y nada ni nadie te sacará de tu centro.
Dijo también que existe un solo Dios y que respetemos los muchos maestros. Son tus actos los que cuentan. Si no vivimos para servir, no servimos para vivir. Son las palabras que recuerdo de ella.
Todo esto ya lo hemos oído. La tarea es volverlo consciente, así como la respiración es el mejor vehículo para centrarte y conectarte. La respiración lo es todo y, sin embargo, lo damos por hecho. Dijo que siempre agradeciéramos y actuáramos con consciencia…
Nos despedimos de esta maestra con lágrimas en los ojos y llegamos al templo donde había una energía bellísima: música, gente cantando, flores y mucho colorido.

Estuvimos allí durante unos 30 minutos. Después me dije: ¡hasta pronto, India! Luego, a subir las maletas y viajar tres horas en bus hasta el aeropuerto de Delhi: cada persona del grupo de turistas a su respectivo destino.
See you son, India, ¡me llevo tu gente en mi corazón!
Pilar Balcázar
Marzo, 2020