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Filosofia e historia

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Mucha gente ‒sin excluir filósofos‒ se imaginan que un sistema filosófico surge como por encanto de una sopa de letras que revuelve, modifica y cambia un sistema ya superado por otro. 

Intentaré mostrar que lo que conocemos como auténtica filosofía ha sido siempre la respuesta teórica a los dilemas y conflictos que enfrentan las sociedades en el Occidente avanzado. Esos dilemas giran, en último término, en torno a la vigencia de las normas morales que aseguren una pacífica convivencia en la sociedad humana.

En América Latina, en cambio, nos hemos limitado a aprender y repetir, con ligeras modificaciones, filosofías ajenas a nuestra situación real. Nos ha faltado la limpia mirada y el ímpetu teórico necesarios para encarar, examinar y buscarle soluciones, al menos especulativas, a los conflictos y dilemas morales que se presentan de nuestras sociedades. 

1. En primer término, es indispensable tener en cuenta que la idea de un moderno sujeto moral autónomo ‒que obrara por convicción y cuyos principios no dependieran de ninguna autoridad, ni divina ni humana‒, fue producto de una historia particular: surgió en la Europa central de fines del medioevo cristiano como un repudio a la moral religiosa de la época, experimentada por muchos como arbitraria y autoritaria. La moral civil se desarrolló entonces como una rebelión contra la fragmentación, polarización y violencia que se desataron en virtud de la disolución del antiguo orden impuesto por la Cristiandad. 

En aquella región del mundo, la reacción en contra del orden medieval y de la violencia que acompañó su prolongada disolución condujeron al desarrollo de muy amplios movimientos sociales, intelectuales y culturales que dieron origen a la idea de una razón moral autónoma. Ya desde fines del siglo XV la Reforma protestante había desligado la conciencia moral de la autoridad eclesiástica, aunque había conservado sus vínculos con la suprema autoridad de Dios. Más tarde, en el siglo XVIII, la Ilustración inglesa, la francesa y la germana consumaron el movimiento de emancipación intelectual iniciado por la Reforma. Se apropiaron de los ideales cristianos de responsabilidad, libertad e igualdad meramente morales y, despojándolos de toda referencia religiosa, los convirtieron en el horizonte de una supuesta razón natural como motores de la Historia. Finalmente, la Revolución francesa se propuso realizarlos en las instituciones políticas del Estado. 

Sin el poder despótico de la Cristiandad europea y su violenta disolución, sin la reacción emancipatoria de los movimientos que dieron origen a la Reforma, la Ilustración y la Revolución, muy probablemente el sujeto moral moderno ideado por los filósofos jamás habría visto la luz. Por fuera de ellas, carece de contexto. A fin de cuentas, la razón moral de los filósofos no es otra cosa que la imagen invertida del Dios cristiano y de la autoridad eclesiástica, despojados ya de todo carácter trascendente e interiorizados en la intimidad del sujeto centroeuropeo de los siglos XVIII y XIX, bajo la forma de una ‘facultad’ de estilo kantiano, supuestamente inherente a todo sujeto humano.

2. Debo añadir, en segundo lugar, que el movimiento cultural y filosófico creador del sujeto moral y su razón emancipadora tuvo una expansión geográfica limitada. Al calor de la Reforma, la Ilustración y la Revolución, ese movimiento penetró ampliamente en la consciencia de los pueblos europeos del norte. Como trofeo de su victoria contra la Cristiandad, aquellos desarrollaron e interiorizaron una cierta moral civil, supuestamente basada en la pura razón, como lo propuso Kant, pero no sucedió otro tanto en las naciones europeas del sur, como España o Italia, en donde aquellos movimientos no encontraron un eco similar, y en los que la Iglesia católica de la Contrarreforma conservó un predominio indiscutible. Allí nunca llegó a consolidarse una moral pública. Aún hoy, Italia y ciertas regiones de la España contemporánea constituyen un buen ejemplo de esta situación.

Menos aún podía surgir una moral civil moderna en el Nuevo Continente. En América Latina echó anclas una Cristiandad tardía, ya debilitada por su proceso de disolución interna, por los movimientos externos de oposición que se levantaban en el centro de Europa y por su actitud defensiva ante ambos fenómenos. La fe había dejado de ser una mística en expansión para convertirse en la fortaleza defensiva de la Contrarreforma, amurallada tras sus leyes, ritos y poderes. No difundía una fe contagiosa; catequizaba imponiendo su doctrina a la población nativa, amparada por la Inquisición y las armas imperiales. 

Por otra parte, en la Nueva Cristiandad americana tampoco llegó a generarse una clara reacción masiva, social, cultural e intelectual en contra del poder eclesiástico. Como en España, tampoco en América Latina prendió la Reforma; las ideas de la Ilustración solo tuvieron un eco superficial entre las mismas élites dominantes, no en los sectores subordinados y, en consecuencia, la Independencia política de la Corona española no tuvo el ímpetu emancipador de una revolución social como la acontecida en Francia. En ausencia, pues, de un poder sólidamente constituido y de su rechazo colectivo, la supuesta razón y su moral civil no llegaron a desarrollarse nunca con fuerza social en el Nuevo Continente. 

3. En tercer término conviene añadir que, incluso en la misma Europa del norte, que lo vio nacer, el sujeto moral moderno se encuentra en crisis. Desde el siglo XVIII hasta mediados del XX, los ideales libertarios de la modernidad no cesaban de expandirse, convirtiendo el acontecer de la humanidad en escenario de incesantes rupturas revolucionarias. La historia entera tendía a ser concebida como revolución y esta era interpretada, en su sentido moderno, como un ‘progreso’, un salto cualitativo hacia adelante en el camino de la emancipación y la libertad. Esta era la ilusión de Fichte. Sin embargo, desde la mitad del siglo XX, por decir lo menos, la razón moderna entró en franca decadencia y fue siendo sustituida por lo que se ha dado en llamar la posmodernidad.

Por una parte, la lenta extinción de la influencia política, social y cultural de la Iglesia católica le hizo perder interés y contenido a su adversario inicial, la razón ilustrada. En ausencia de un verdadero poder eclesiástico, la reivindicación de la razón dejó de ser bandera de oposición, liberación y emancipación. Por otra parte ‒y sobre todo‒ los propios fracasos de la razón moderna la hicieron volverse contra sí misma. Fenómenos como el colonialismo, las dos guerras mundiales, el armamentismo y el descalabro de las revoluciones emprendidas en nombre de la razón contribuyeron a su descrédito. 

Para escapar a su total autodestrucción, la razón ha intentado desdoblarse ahora en dos dimensiones: una, instrumental o técnica, positivizada y dominadora, causante de todos los desvíos de la modernidad (‘Teoría crítica’ de la Escuela de Frankfurt), y otra, moral o ‘práctica’, portadora impertérrita de los eternos ideales de libertad e igualdad. Esta sutil peripecia de algunos destacados intelectuales como Jürgen Habermas no ha constituido la expresión teórica de un movimiento cultural y social comparable a los que precedieron y acompañaron a los pensadores de la modernidad. Y no es seguro tampoco que logre ahorrarle a la civilización occidental contemporánea la evasión romántica hacia formas arcaicas de socialización y convivencia como las que se inspiran en comunidades étnicas o en el cínico escepticismo que se expresa en el espíritu ‘avanzado’, posmoderno, individualista y neoliberal.

El ejemplo más dramático de posmodernidad lo han dado, en efecto, las mismas sociedades del antiguo Este socialista, otrora abanderadas fervientes de la razón, la revolución y el progreso. Mientras las revoluciones francesa y soviética se realizaron al conjuro de la libertad y la igualdad, la involución y colapso de los países el antiguo Este socialista ‒ahora, cuando conmemoramos a Mijaíl Gorbachov, recientemente fallecido‒, apuntó y sigue buscando la acumulación y el consumo occidentales como suprema aspiración. La esperanza del consumo ha sustituido el deseo de libertad. Y la agitación que, ya en el siglo XXI, sacude cada vez más al mundo entero, no expresa un vigoroso renacimiento de viejos ideales emancipatorios de la razón moderna sino, más bien, un amargo resentimiento de las mayorías empobrecidas ante el esquivo crecimiento y consumo, del que sí disfrutan algunos empresarios y políticos superpoderosos de hoy, con frecuencia corruptos. 

El fenómeno es universal. En todas partes, la emancipación y la autonomía humanas, que constituían el proyecto moral de la ‘modernidad’, han sido arrasadas. En último término, el ansia de bienestar y consumo devora al sujeto moral. El sujeto moderno, en otros tiempos sepulturero de Dios declarado muerto por Nietzsche, perece ahora a manos de sus propios productos. 

4. A estas alturas podemos incluso preguntarnos si en realidad existió alguna vez en alguna región del mundo aquel sujeto moral autónomo soñado por Kant. Mirando bien las cosas, parece muy posible que nunca haya existido como fenómeno social masivo, ni siquiera en el norte de Europa. El fin de la tutela eclesiástica no trajo jamás la pretendida autonomía y responsabilidad de una razón capaz de garantizar por si misma el orden social. Desde el siglo XVII, la responsabilidad racional del ciudadano moderno ha venido demandando el creciente soporte de la coerción, la autoridad y la fuerza.

En efecto, si miramos la historia moderna y contemporánea podemos concluir que Dios, el cielo y el infierno no fueron eliminados de las sociedades modernas centroeuropeas; fueron más bien suplantados por otras fuerzas materiales e históricas encargadas de imponer nuevas normas y distribuir nuevos premios y castigos. El infierno fue sustituido primero por la Inquisición eclesiástica y luego por las leyes, los tribunales, la policía y las cárceles del Estado moderno y contemporáneo. El cielo, que había encontrado su sucedáneo en las utopías políticas, va siendo desplazado por los halagos del mercado y el consumo cotidiano. Muy a pesar de las ilusiones de muchos, las grandes masas contemporáneas no parecen anhelar tanto su participación democrática en las responsabilidades públicas como la elevación de sus niveles de ingreso y de consumo. Estado y mercado, justicia y consumo han suplido la antigua dialéctica de cielo e infierno. Es de anotar que, en la Colombia de hoy, sí hay un reclamo de participación democrática en la conducción del Estado, sobre todo por parte de los jóvenes. Falta ver cuánto perdura. La situación es más confusa en Chile y Perú y, en general, en el cono sur.

De hecho, pues, la razón moderna se ha mostrado frágil para garantizar por sí sola la convivencia civilizada. Efectivamente se hizo laica, es decir, no religiosa. Pero no ha logrado ser tan autónoma y ‘madura’ que no requiera de autoridad, halago y coerción para realizar sus fines. 

5. En América Latina la situación moral contemporánea es todavía más dramática. Dios, cielo e infierno nunca crearon en el Nuevo Continente una mística colectiva comparable a la de la Europa cristiana de los primeros siglos. La fe, que fortaleció la resistencia de los esclavos a los emperadores romanos, se impuso en América Latina, muchas veces con violencia, como doctrina y rito anquilosado de los invasores. Por otra parte, como sucede también en Europa, en las últimas décadas las fuentes eclesiásticas de autoridad han perdido buena parte de su ya limitada fuerza social. La crisis moral, en especial del clero católico, le ha hecho perder millones de antiguos creyentes. El papa Francisco le ha dado un nuevo estilo más cercano a la gente del común y adelanta una cada día más profunda y audaz democratización de la Iglesia, incluyendo la participación creciente de mujeres en la administración eclesiástica, cuya suerte en el más largo plazo pesará de forma decisiva en el destino de la institución e incluso en la de un mundo que avanza a pasos agigantados en el camino de la ciencia y la tecnología, mientras va de tumbo en tumbo en el terreno de la cultura y la política.

Sin embargo, a pesar de la lenta extinción del poder eclesiástico, este no ha sido reemplazado por la irrupción masiva y entusiasta de una razón moral autónoma, así fuera ilusoria. Tampoco se ha desarrollado un Estado bien constituido, dotado de un sistema jurisdiccional adecuado y eficaz. El consumo, privilegio de las élites, para la mayoría solo constituye una ilusión. En consecuencia, grandes masas desarraigadas de su ética comunitaria y religiosa de origen rural no han encontrado en la ciudad el punto de partida para una nueva moral pública. Más bien avanzamos en la anarquía, el caos y la violencia, sobre todo en Colombia.

6. Si las consideraciones anteriores tienen algún grado de verdad, podemos concluir que el presunto sujeto moral moderno fue más bien un típico ‘fetiche’ intelectual: constituye la fijación mental, universal y eterna del tratado histórico de paz –‘pacto social’‒ en el que, desde mediados del siglo XX, habían desembocado algunas sociedades centroeuropeas tras siglos de terror e inseguridad colectivas. Y solo una consideración abstracta podría atribuirle a una supuesta ‘facultad’ o a una ‘estructura comunicativa del lenguaje’, virtudes y atributos que solo recibió en el seno de una historia concreta y que, con el paso del tiempo, han ido desapareciendo. 

En consecuencia, sin sujeto moral no parece tarea fácil la de construir una moral civil para sociedades en conflicto, y mucho menos una ética que logre hacer de los principios morales abstractos que rigen la conducta individual, costumbres vivas de los pueblos. La ley es hoy: ¡sálvese el que pueda!

Luis Alberto Restrepo M.

Noviembre, 2022

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