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La experiencia de lo que es la Navidad para mí ha evolucionado en mi recorrido vital, como también lo ha sido la vivencia de aquellos que han compartido su significado en este blog. 

De aquellos lejanos años de la infancia, cuando esperábamos ansiosos el amanecer del día 25 para ir corriendo al pesebre (más tarde al árbol de Navidad) a buscar afanosamente los regalos pedidos al niño Dios, tuvimos que pasar al momento del descubrimiento –por iniciativa propia o develado por los hermanos mayores o los padres– de que no era el niño Jesús quien los traía, sino que eran estos los que nos los daban. Primera gran desilusión para la imaginación infantil, convencida de aquella maravillosa y mágica fantasía.

Mi familia nunca fue extensa. Crecer repetidamente en varias ciudades del país forzó a que la celebración navideña fuera muy íntima en nuestra pequeña familia. Abundaron los buñuelos, las natillas y los dulces regionales. En algunas ocasiones hicimos la novena y se oyeron villancicos cantados en discos. En algunas ciudades visitamos los pesebres enormes de las iglesias, donde la imaginación infantil se nutría de escenas probables de lo que había sido el nacimiento de Jesús.

Más tarde, de adulto, trabajando en varios países en Centro y Suramérica, fui testigo de una evolución apabullante de cómo un portentoso evento religioso se había convertido, año a año, en una vorágine de incontrolable y demandante obligación de comprar y comprar porque había que dar regalos, sin importar la calidad o la utilidad de los mismos, pues lo más importante era llenar el piso alrededor del árbol de Navidad con cajas envueltas en brillantes papeles de colores. Fue la conquista de un gordo bonachón de barba blanca que bebía coca-cola y que supuestamente se deslizaba por las chimeneas para suplantar al que fue en algún momento el niño Dios. Esta transformación fue la delicia del comercio que, saltando barreras religiosas, había convertido el evento en un momento mítico que bendecía la imperiosa obligación de comprar y dar regalos no matter what.

En ese momento y en todos aquellos países donde el comercio superó el evento y significado religioso, este perdió su origen y su fuerza espiritual. Era más importante engalanar las casas y el comercio con luces de Navidad que celebrar en el recinto del corazón un momento portentoso de la irrupción de lo sagrado en la vida de los hombres, que ofrecía una perspectiva divina a su agobiada condición de seres humanos sumidos en la desesperanza de la pobreza y de la corrupción política del momento. 

Parar un momento ‒una semana al año‒ para reflexionar en lo que significa celebrar que hace 2000 años la Divinidad se hizo presente en nuestra historia colectiva es un hecho de tal magnitud que invita a que su recordatorio sea algo más sagrado e íntimo que quemar pólvora, adornar árboles, construir pesebres, comer buñuelos y, tristemente, en demasiados hogares, beber licor hasta el punto de que el valor de lo celebrado se ahoga en la bruma del alcohol y que lo que en un momento debió renovar en el alma la gratitud de dicha presencia divina en la historia del hombre se pierde entre tanto bullicio sin alma ni profundidad espiritual.

¿Qué significa, entonces, la Navidad para mí? 

La Navidad es un momento único para varios propósitos: parar el desenfreno de la agitación que la mayoría llevamos como forma “normal” de vida; encontrar un espacio de reflexión para captar el profundo significado de que, históricamente, Dios nunca ha dejado al hombre sin su presencia y su amorosa guía; recordar cuál es el verdadero origen de nuestra existencia y cuál es la meta de retorno a la fuente de donde nacimos; reflexionar cuál es el verdadero propósito de nuestra corta experiencia espacio-temporal, que nos permite una vivencia profunda de nuestra radical realidad de haber sido creados en un momento de nuestra historia personal y colectiva, y experimentar dicha radicalidad de creaturas invitadas al desarrollo espectacular de una evolución espiritual sin fin, hasta alcanzar la plenitud de nuestra potencialidad como seres de luz que fuimos creados a “imagen y semejanza de Dios”.

Reynaldo Pareja

Diciembre, 2021

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Cuando se habla de desarrollo regional, o simplemente de desarrollo, se hace referencia a metas y objetivos, a políticas, programas y proyectos. Desarrollo se asimila a progreso, a mejores condiciones de vida, a bienestar…

El desarrollo es un proceso complejo que se adelanta en diversas partes del mundo, conducido por organizaciones y personas diferentes, con ideologías, modos de pensar, concepciones, sentimientos y emociones distintas, en los sectores público y privado: gobiernos y gremios, corporaciones y empresas, entidades con o sin ánimo de lucro…

Toda la dinámica que le sirve de motor al desarrollo ‒al desarrollo regional en particular‒ tiene un origen común que le sirve de “ancla” y fundamento: un ancla que le da sentido y dirección y le sirve de criterio para seleccionar sus instrumentos y medidas, para acertar y no desviarse, para avanzar y no retroceder en la búsqueda de sus objetivos ‒los que nos proponemos cuando día a día nos sumamos a la tarea del progreso‒. Esa ancla la conforma el origen mismo del desarrollo, el objetivo que lo impulsa (a la manera de causa final) y el escenario donde ocurre.

El origen y antecedente común del desarrollo es la “evolución”: miles de millones de años de movimiento y de cambio, desde el comienzo cronológico u ontológico del cosmos (como se lo quiera considerar): de lo simple a lo complejo, de la litosfera a la noosfera, pasando por la biosfera, impulsado por el azar, por el ensayo y el error, por avances y retrocesos inconscientes… hasta cuando, apenas hace un par de millones de años, aparece el ser humano: la reflexión, un estado más avanzado de la conciencia, y con ella la capacidad de trascender lo espacio-temporal, de abstraer y conocer, de modificar el entorno con propósitos de mejor estar. Y a partir de ese momento, en el movimiento ciego y milenario, el azar, sin desaparecer completamente, le abre espacio a la autonomía y, con ello, lo que antes era movimiento inconsciente, empieza a ser “desarrollo”: la fase consciente de la evolución.

Es difícil no ver una dirección, un objetivo, una búsqueda en el intrincado proceso de la evolución cuando nos logramos distanciar suficientemente de la maraña de logros y fracasos, de cambios minúsculos y de saltos impresionantes que la componen y que en lapsos considerables ocultan cualquier propósito. Es necesario apartarse suficientemente, como proyectando el movimiento en una pantalla sin término… que nos permita ver los estados gaseosos de la materia, las moléculas, las células, los organismos cada vez más complejos y la vida en todas sus manifestaciones hasta cuando aparece el espíritu, en el ser humano. Ser humano que en su organismo replica ‒y representa de alguna manera‒ todo el movimiento de la evolución anterior y los pasos que, poco a poco, lo fueron conformando como individuo y como grupo. 

Es difícil no pensar en un propósito central de la “evolución” que pasa por la aparición del ser humano en el cosmos, con su capacidad de conocer y transformar, de dialogar y amar, de crear y de soñar: un ser dotado con una gran autonomía y libertad, con la posibilidad de aplicar su conocimiento y su inteligencia para continuar conscientemente, como quien recibe una posta milenaria, la obra de la “evolución” (de la creación) en procura de un ser humano cada vez más humano y evolucionado, pero también con la posibilidad de abandonar conscientemente esa posta…, cambiando su dirección, traicionando su sentido y destruyéndose a sí mismo, a la naturaleza y al cosmos de los que es parte y resultado (en la dimensión científica, no en la ontológica).

Y si el ser humano ha sido objetivo de la “evolución” y, como continuación de ella, el “desarrollo” tiene el mismo objetivo, profundizar en lo que es el ser humano resulta indispensable para aclarar lo que debe ser la dirección y el sentido de las políticas y acciones concretas con las que se busca el desarrollo: es parte necesaria del ancla que nos conserva en el camino señalado por la posta milenaria: el de lograr un ser humano cada vez más humano.

Ser humano con su potencial ilimitado y con sus claras limitaciones. Porque así nos percibimos ‒como unidad, no como compuesto‒ en todo momento: como tensión entre el ser que todo lo tiene, sinónimo de plenitud, inspiración de todo lo positivo, y el no-ser total (la nada), sinónimo de carencia y de todo lo negativo. 

Por una parte, racionalidad, sensibilidad, autonomía o libertad; capacidad de conocer, analizar, sintetizar, entender; capacidad de trascender lo espacio-temporal, crear conocimiento, añadir valor y transformar; capacidad de dialogar, reconocer e interactuar con el otro y con lo otro, de dar y recibir, de converger y de amar, que todo ello hace al ser humano cada vez más humano.

Por otra parte, carencia, limitación, desequilibrio entre lo racional y lo sensible, pasión, inseguridad, egoísmo, dependencia, dificultad para comunicarse –aun en el mismo idioma– y para interactuar con el otro y con lo otro…, posibilidad de odiar y destruir, que todo ello lo disminuye y contradice su dignidad. 

Ser humano como proyección ética, desde lo que es, al ser, al más, al bien, a lo justo… y, al mismo tiempo, proyección antiética al no ser, al mal, a lo injusto…

Ser humano esencialmente individual y esencialmente social: que también así nos percibimos ‒como unidad y no como compuesto‒: en permanente tensión entre lo individual y lo social que somos: genuinamente individuo (mónada), pero esencialmente dependiente del otro; que se afirma como individuo en su proyección social y se afirma como social en su profundización como individuo.

Esencialmente individual, particular y diferente; fundamento de lo privado y del derecho de propiedad que hace posibles el intercambio y la actividad económica. Con el imperativo ético a la autoestima, la responsabilidad en el ámbito privado y la actitud emprendedora o generadora de valor, para llevar adelante la «posta» de la evolución (de la creación). Y esencialmente social: fundamento de lo público, que le permite reconocerse como sociedad o colectivo organizado; en el que los individuos, con su potencial e intereses diferentes articulan sus diferencias y adoptan unas reglas de juego que les permiten convivir, resolver más fácilmente problemas comunes y converger en metas de progreso. Ser humano impulsado por un imperativo ético al reconocimiento, aceptación y respeto por el otro diferente y sus ideas, a la interacción y comunicación respetuosa con él, tratando de interpretar su lenguaje «sujeto», valorando sus derechos y su potencial; imperativo ético a reconocerse como parte de la especie humana y, fiel a su proyección hacia el más, a llevar adelante la «posta» del progreso de la sociedad, una sociedad con seres humanos cada vez más humanos.

El tercer componente del ancla es el concepto de Región. Porque en la región “ocurre” el desarrollo, donde el ser humano se realiza como individuo y como ser social, con sus enormes posibilidades y sus numerosas limitaciones; donde expresa su proyección, individual y colectiva, hacia su realización, donde vence su incapacidad de comunicarse y se reconoce en su relación con los otros hasta converger con ellos en propósitos comunes, en un proyecto colectivo alimentado de una historia compartida, una geografía propia y un modo de ver el mundo que los identifica como sociedad. Región o “espacio concreto donde la sociedad alcanza su expresión más acabada” (Wittfogel).

Ser humano esencialmente “situado”: potenciado y condicionado, a la vez, por su historia, su cultura y su geografía; multifacético y diverso, no estándar en sus dimensiones biológicas, mentales y espirituales. Histórico, explicado por el más antiguo pasado, proyectado hacia el futuro sin término, indisolublemente relacionado a su “especie” y al entorno natural.

Ser humano objetivo y actor del desarrollo, a la vez. Actor, como individuo y como sociedad ‒todos sus integrantes‒, que siente que el desarrollo, como expresión de las proyecciones y convergencias de la comunidad, es su responsabilidad, resultado de decisiones autónomas y racionales y del conjunto de actuaciones mediante las cuales una sociedad busca sus objetivos, más que de modelos o teorías. 

Objetivo, también como individuo y como sociedad, expresado como el despliegue de su potencial como ser humano y su bienestar. “El objetivo del desarrollo no puede ser otro que el desarrollo auténtico de los mismos hombres, como dice el padre Joseph Louis Lebret, el logro de un contexto, medio, momentum, situación, entorno o como quiera llamarse, que facilite la potenciación del ser humano para transformarse en persona humana, en su doble dimensión, biológica y espiritual, capaz ‒en esta última condición‒ de conocer y amar”. O como, más recientemente, lo expresa Fernando Savater cuando afirma: “No basta con nacer humanos, hay que llegar a serlo”. Y, siguiendo a Amartya Sen, ese objetivo de desarrollo, esa realización de lo que somos como seres humanos se logra cuando llegamos a ser libres ‒¡“desarrollo como libertad”, condición necesaria e indicador insustituible del desarrollo!‒.

César Vallejo Mejía

Noviembre, 2021

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