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Desde 1910, empezaron en Colombia los primeros esfuerzos en favor de una cierta modernización y alguna democracia que, sin embargo, terminaron estrellándose contra los representantes del antiguo orden oligárquico. 

7. Regeneración contra modernización (1910-1946)

Desde 1910, comenzaron a desarrollarse en Colombia los primeros esfuerzos en favor de una cierta modernización y alguna democracia, que sin embargo terminaron estrellándose contra los representantes del antiguo orden oligárquico. 

En décadas iniciales del siglo XX irrumpió en el escenario público el primer sujeto real de la democracia colombiana: un incipiente movimiento obrero, capaz de reivindicar sus derechos frente a los abusos de los enclaves norteamericanos del banano y el petróleo, abusos cometidos bajo el auspicio de las oligarquías locales que resultaban “favorecidas” (sobornadas) por las multinacionales. Finalmente, en 1930, el partido conservador llegó dividido a las elecciones y perdió el poder. Retornó al gobierno ‒hasta 1946‒ un liberalismo atemperado, como señalé, por la derrota política y militar de comienzos del siglo, por más de cuarenta años de imperio del orden conservador y de su reeducación en la familia y la escuela católicas.

Desde los años treinta, la constitución del sujeto social de la democracia colombiana seguiría un doble movimiento convergente: desde abajo, avanzaría la organización campesina, obrera y popular conducida por Jorge Eliécer Gaitán y el Partido Comunista de Colombia (PCC). Mientras, desde el gobierno, el liberal López Pumarejo (1934-1938) lanzó la “Revolución en marcha” con la que intentaba modernizar el Estado y adelantar una reforma agraria que le diera cauce institucional a la inconformidad de obreros y campesinos. Tanto su presunta revolución como la lucha proclamada por Gaitán contra la oligarquía convocaron y movilizaron al naciente sujeto social de la democracia colombiana, con mayor eficacia que la ortodoxia de los comunistas. Comenzaban a esbozarse, pues, dinámicas modernas de confrontación e integración social, aunque todavía percibidas con la radicalidad de la pasión seudorreligiosa propia del siglo XIX. 

Los dieciséis años de la República Liberal (1930-1946) fueron complejos y cambiantes. Para empezar, fueron numerosos los recelos y críticas entre sus distintos y sucesivos gobernantes, Olaya Herrera, López Pumarejo I, Santos Montejo y López Pumarejo II. Este es uno de los graves males políticos de Colombia: que casi ningún expresidente –con la excepción de Belisario Betancur y Virgilio Barco‒ se resigna a no seguir gobernando o al menos a permitir que su sucesor lo haga sin obstaculizarlo. Así lo estamos viendo desde ya con el gobierno saliente y podemos suponer cómo será más adelante. 

Graves acontecimientos mundiales contribuyeron a complicar el periodo que se inició en Colombia en 1930. La crisis del año 1929 en la Bolsa de Nueva York dio comienzo a la Gran Depresión económica, al desempleo y el hambre en el mundo entero. En Estados Unidos, el demócrata Franklin Roosevelt fue elegido presidente e inició el New Deal (el nuevo contrato social). En toda América Latina florecían las dictaduras militares –salvo en México, donde imperaba la dictadura civil del Partido Revolucionario Institucional, PRI–, pero la Colombia liberal permaneció inconmovible. Como dice un historiador: “Todo era conservador: el Congreso, la Corte Suprema, el Consejo de Estado, el Ejército, la Policía, la burocracia”.

En 1929, el Partido Conservador se dividió en dos candidatos: el general Alfredo Vásquez Cobo y el poeta Guillermo Valencia (abuelo de Paloma). Ante la falta del arbitraje eclesiástico, los dos aspirantes conservadores decidieron presentarse por separado. 

Los liberales lanzaron a Enrique Olaya Herrera, que arrasó en las elecciones. La prolongada hegemonía conservadora, empujada por la crisis económica que disparó el desempleo en las industrias y en las obras públicas, culminó en un vuelco electoral. Los liberales obtuvieron claras mayorías en las elecciones.

El partido Conservador entregó el poder sin resistencia. Sin embargo, poco después empezó la violencia partidista en los pueblos de los Santanderes, mientras en las ciudades crecía la agitación social, alentada por el desempleo y el hambre provocados por la Gran Depresión. El ministro de Hacienda ‒el conservador Esteban Jaramillo‒ lo resumiría más tarde: “Rugía la revolución social, que en otros países no pudo conjurarse”. En Colombia sí, gracias a que el gobierno de Olaya recurría a la colaboración bipartidista, tantas veces repetida desde mediados del siglo XIX, esta vez bajo el nombre de “Concentración Nacional”. A conjurar la revolución en Colombia contribuyó asimismo la guerra fronteriza con Perú. Tropas del ejército peruano invadieron Leticia y en las fronteras murieron unos pocos soldados peruanos y colombianos; en Colombia los partidos y todas las clases sociales se unieron en una exaltación nacionalista. Hasta Laureano Gómez, el nuevo caudillo conservador, implacable crítico del gobierno de Olaya (del que venía de ser su embajador en Alemania), se unió al coro patriótico: “¡Paz! ¡Paz en lo interior ‒clamó en el Senado‒! ¡Y guerra! ¡Guerra en la frontera contra el enemigo felón!”. Poco después, cuando se hizo la paz, Gómez denunció violentamente al gobierno por haberla hecho y volvió a desatar la guerra interna, temiendo que los éxitos de Olaya hubieran abierto el camino para un gobierno liberal, no de coalición, sino claramente “de partido”, que a continuación encabezaría Alfonso López Pumarejo y su Revolución en Marcha.

Interrumpiendo el relato, presento aquí al señor Gómez, fundador de la ultraderecha conservadora, uno de los personajes más influyentes y poderosos del siglo XX. Junto con López Pumarejo y Gaitán, marcaría el siglo pasado e inspiraría La Violencia. De padres santandereanos nacido en Bogotá, Laureano Gómez fue un católico batallador, formado por los jesuitas en el Colegio Mayor de San Bartolomé. Concluido el bachillerato, estudió Ingeniería Civil en la Universidad Nacional de Colombia. Como político heredó los rasgos de la Iglesia combativa del siglo XIX, impulsada especialmente por Pío IX y luego, en el XX, por Pío X; una Iglesia cuya tradición se enlaza con las Cruzadas y la Inquisición. 

Gómez acusó en repetidas ocasiones al Partido Liberal de incitar a la violencia, pero pasaba por alto las prédicas del clero a favor de una declaración de guerra contra el liberalismo. El dirigente conservador promovió una reforma constitucional por la cual se le devolverían a la Iglesia los privilegios que los concordatos le habían otorgado y los liberales habían derogado durante sus administraciones. Sin embargo, la jerarquía se mantuvo neutral durante su gobierno. Fervoroso antiyanqui, para Gómez era preferible que el Canal de Panamá estuviera en manos alemanas o japonesas (las fuerzas del “Eje” Berlín-Roma-Tokio) a que lo siguieran administrando Estados Unidos. 

En cambio, Eduardo Santos, que también había sido antiyanqui, aunque guardó neutralidad verbal en la gran guerra, en la práctica tomó partido por los aliados, siguiendo el camino marcado por Estados Unidos, al cual desde entonces –y desde mucho antes: desde Suárez, Ospina Rodríguez y Santander–, permaneció unida Colombia. A diferencia del resto de Hispanoamérica, el país convirtió a la nación del Norte en su “estrella polar”, que casi siempre ha guiado sus pasos, al menos hasta hoy. El gobierno saliente de Colombia ha sido un ejemplo insigne de esta vergonzosa sumisión, a pesar de la patente y prolongada distancia del presidente Biden. Ahora, apenas Gustavo Petro resultó elegido como nuevo presidente, fue inmediata y amablemente felicitado por Biden y su secretario de Estado, marcando así la diferencia con su predecesor. Falta ver si Petro y su canciller Leyva logran construir, como lo pretenden, relaciones de igualdad con Washington. Es de temer que bajo cuidadosas formas diplomáticas, la vacilante democracia norteamericana siga imponiendo sus intereses en Colombia.

Vuelvo a la historia de López Pumarejo. Alfonso López Michelsen diría cuarenta años después que su padre era “un burgués progresista”. En efecto, hijo de uno de los colombianos más ricos de su tiempo, López Pumarejo se consagró a la política. Su gobierno (1934-1938), conformado con jóvenes liberales de izquierda, intelectuales, periodistas y estudiantes, y con dirigentes sindicales, llegó proponiendo reformas basadas en la intervención resuelta del Estado en el ámbito político, económico y social. Como lo anunció en su discurso de posesión: “El deber del hombre de Estado es efectuar por medios pacíficos y constitucionales todo lo que haría una revolución por medios violentos”.

No obstante, su partido Liberal seguía siendo mayoritariamente un partido de gamonales, abogados y terratenientes, como en los tiempos de Murillo Toro o del general Santander. Por esta razón, mediada su administración, López mismo se vio obligado a anunciar una “pausa” en las reformas ya que, pese a tener un Congreso homogéneamente liberal (Laureano Gómez había ordenado la abstención electoral de su partido), este se componía de liberales de muy distintos matices, y predominaban en él los liberales radicales tipo Manchester, que rechazaban la intervención del Estado. Así que, de las reformas anunciadas, no fue mucho lo que se realizó. 

Una reforma agraria que ‒por enésima vez, desde el siglo XVI‒ proponía redistribuir la tierra, tampoco en esta ocasión lo consiguió: su famosa ley 200 de 1936 fue revertida a los pocos años por la Ley 100 de 1944, durante el segundo gobierno del mismo López Pumarejo. Mejor suerte tuvieron una reforma tributaria que por primera vez puso a los ricos a pagar impuesto de renta y patrimonio, una reforma laboral que consagraba el derecho a la huelga y la reforma de la educación universitaria. Finalmente, la medida que más encendió a Laureano y su partido fue la reforma del concordato con el Vaticano que protocolizaba la separación de Iglesia y Estado. La Santa Sede y el papa Pío XII lo aprobaron, no así los conservadores.

Luis Alberto Restrepo M

Septiembre, 2022

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El abogado y exsecretario de gobierno de Antioquia asegura que no hay rincón de Colombia que no haya vivido el conflicto armado y que eso debería ser una oportunidad de encontrarnos y decir: ¡Esto que nos pasó es un desastre! La Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición (CV) lo entrevista.

Santiago Londoño Uribe (SLU), abogado de la Universidad de los Andes y magíster en Derecho Internacional Humanitario y Derechos Humanos, aseguró que la resistencia es una de las cosas que nos unen como país, y que no habrá una nueva narrativa mientras la institucionalidad no reconozca su responsabilidad y se comprometa con la no repetición. Londoño también es fundador del pregrado de Ciencia Política de la universidad Eafit. En la arena pública empezó el recorrido como concejal en 2008, y entre 2012 y 2015 fue secretario de gobierno de Antioquia.   

CV. Cuéntele a las personas que van a leer esta entrevista desde dónde habla, quién es usted.

SLU. A los 23 años, mientras estaba en la Universidad de los Andes, fui inspector de policía y tránsito del municipio de Jardín, Antioquia. Eso me dio la oportunidad, siendo muy citadino, de entender dinámicas que pasaban por lo rural, como el conflicto armado. Después hice una maestría y le metí teoría a ese tema que, para mí, es el problema central de este país: el conflicto nunca ha permitido que enfrentemos problemas estructurales, como la desigualdad; ha servido para desenfocar las políticas públicas y chuparse el presupuesto. Luego de estar casi una década en la academia fui elegido concejal. En 2012 empecé el cargo más emocionante que he tenido, el más duro también: ser secretario de gobierno de Antioquia. Son 125 municipios muy complejos. Tenía las responsabilidades de la política de seguridad del departamento, pero al mismo tiempo de todo lo que tenía que ver con víctimas y derechos humanos. Existe la idea, y eso es parte de nuestra fractura, de que la defensa de derechos humanos se hace desde la oposición, pero, todo lo contrario, la seguridad no se puede hacer de espaldas a los derechos humanos. No hay tal cosa como una política de seguridad sin una gran línea de derechos humanos.

CV. Teniendo ese panorama de un departamento clave en el conflicto armado interno, ¿cuál considera que es el gran reto de la Comisión de la Verdad?

SLU. Si bien el derecho y la política son herramientas importantes para entender la realidad y para transformarla, no son las mejores herramientas para generar tejido social o para intentar buscar bases compartidas entre comunidades. La política es de ganar o perder elecciones. El derecho es adversarial, generalmente. El arte, en cambio, tiene muchas más herramientas y facultades para entender la realidad que compartimos, no lo que nos diferencia o nos fractura. Creo que la búsqueda de la verdad debe pasar por ahí. La Comisión de la Verdad, precisamente por no ser adversarial, por no estar dedicada a la aplicación de lo judicial ‒que esa es la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP)‒ es la que tiene las mejores herramientas para construir un relato que una al país. Con algunas particularidades, no hay rincón de este país que no haya vivido este conflicto armado. Eso debería ser una oportunidad de encontrarnos y decir: ¡Esto que nos pasó es un desastre!, una catástrofe humanitaria que no puede volver a pasar. Creo que la Comisión, como lo viene haciendo, debe enfocarse en eso, con un gran número de personas diferentes para hablar de lo que significó este conflicto. Estoy convencido de que en esa narración encontramos muchos más puntos en común que diferencias. Necesitamos mover las emociones políticas de la reconciliación y la reconstrucción, como dice Martha Nussbaum.

CV. ¿La resistencia es un punto común?

SLU. Yo creo que cada comunidad, sector e individuo ha enfrentado la guerra de una manera distinta, pero comparten la capacidad de superarlo. Hay un estudio que revisó 35 conflictos armados en todo el mundo y concluyó que, si bien en los primeros momentos hay un rompimiento del tejido social, unos años después el efecto es todo lo contrario. Es decir, se analizó y se documentó que las sociedades, después de ciertos años del conflicto, son mucho más unidas y solidarias. El conflicto al principio quiebra y rompe, pero después de unos años la gente entiende que lo único que le queda es el vínculo.

CV. ¿Y ese hilo narrativo es el que le parece importante contar?

SLU. Yo creo que hay que tratar de llegar ahí: el conflicto rompe, fractura; pero las comunidades, los individuos y los sectores son capaces de reconstruir, de repensarse y de salir adelante.

CV. ¿Qué más cree que nos une?

SLU. Hoy somos capaces de reconocer que no podemos volver a vivir esto, que nunca fue justo, que no era justo ni secuestrar, ni desaparecer, ni amenazar, ni cobrar vacunas, ni usar las fuerzas del Estado ilegalmente. Si eso logramos hacerlo desde lo humano, sin partido político, sin color, yo creo que la Comisión cumple con creces sus funciones. Y para eso el arte, la cultura, la literatura son mucho mejores herramientas que el derecho y la política.

CV. En ese giro del relato de nación, ¿qué rol tiene la institucionalidad?

SLU. Tiene que hacer su propio proceso de mea culpa y pedir perdón porque fue otro actor del conflicto. Cuando el Estado debió haber sido el tercero que aseguraba condiciones, que protegía, que permitía que hubiera seguridad o que tomaba decisiones en justicia, fue verdugo, persecutor, violador de derechos. Cuando el Estado rompe el principio de confianza tiene que reconstruirla y reconstruir el tejido institucional. Creo que no habrá una nueva narrativa si no se da ese proceso. La institucionalidad tiene que reconocer que fue parte del problema y que, para ser parte de la solución, tiene que hacer cambios, entendiendo qué no puede volver a pasar y acoger las recomendaciones que haga la Comisión.

CV. ¿Y los empresarios?

SLU. En muchos casos se piensa que su rol fue reactivo, que estaban haciendo lo suyo y les cayó el conflicto armado, pero no son capaces de hacer extensivo ese análisis a las comunidades. Existe la idea de que, si a esta gente del Bajo Cauca o de Urabá les cayó la guerra tan duro, “por algo sería”. Ahí hay un problema profundo, porque se crean categorías de víctimas: las puras y las que no lo son tanto porque estaban cerquita a los territorios que se consideraban guerrilleros, o eran de izquierda. Con esa mirada es muy difícil reconocer responsabilidades y ser empático. Unos sí eran víctimas, porque estaban generando empleo, pagando impuestos y llegaron por ellos, pero los otros, que son del territorio, “vaya usted a saber”. Explicar la estigmatización es parte del reto de la Comisión. El otro problema es que hay una mirada poco autocrítica. Lo que alcanza a leer uno en sentencias judiciales, en investigaciones académicas es que, en términos generales, los empresarios sabían lo que pasaba y pagaban, algunos porque les tocaba, pero entendían a dónde iba el asunto. Esto ha sido tabú para muchos sectores. 

CV. ¿Por qué cree que es tan difícil hacer estos reconocimientos?

SLU. Porque pareciera que, si hay un reconocimiento de responsabilidades, de alguna manera queda teñido para siempre. Y no. Reconocer qué se hizo, qué se financió, definitivamente tiene un impacto, pero no quiere decir que nos vamos a quedar ahí. Hay que entender que, si somos responsables, lo hicimos por necesidad extrema. Eso no quiere decir que está bien, pero el Estado no debió haber dejado nunca solo a nadie. El Estado dejó solo a la gran mayoría, por corrupto, por inepto, por pequeño, por miope, por lo que sea, pero a donde vaya uno encuentra historias de gente que está echada a la deriva. Y los empresarios no son la excepción. Hay que reconocer que muchos, de muy buena fe, hicieron empresa, contrataron gente, pagaron impuestos, pero no tenían quién los cuidara. La decisión fue equivocada, sin duda alguna. La gran lección de este país tendría que ser, primero, que el Estado tiene un papel en la defensa de los territorios y de las personas, que no puede dejarle a nadie y, segundo, que el momento en que se toma la decisión de ir a las armas, así sea para defenderse, es un momento fracasado y trágico. No hay ninguna historia de una defensa que sea solo defensa. Todas las defensas terminaron en catástrofes humanitarias, porque la lógica de la guerra es así.

CV. Usted acaba de hacer una investigación en la comuna 13 de Medellín sobre procesos de gobernanza urbana. ¿Qué podría decir sobre la participación de la comunidad en la construcción de ese relato compartido?

SLU. En las instituciones subestimamos a las comunidades y a su capacidad intrínseca de organizarse y de entender qué es lo mejor para ellas. Tienen muchas herramientas que hay que entender, que hay que potenciar. Ellas saben muy bien cómo pueden reconstruirse. Necesitan apoyo y recursos. Hay que poner la institución a favor de sus iniciativas, no imponiéndoles, desde Bogotá, el diseño de un proceso. Esta gente es la que realmente vivió el conflicto en carne propia, saben cuáles son las particularidades de su territorio y, sobre todo, cuáles son sus capacidades. Otra lección es que esto hay que hacerlo entre muchos y entre los diferentes. 

CV. ¿Qué cree que debería pasar con el Informe Final? ¿Qué obligación tenemos como ciudadanos, como instituciones, como colectivos, como comunidad?

SLU. Lo primero, y eso estoy seguro de que lo están haciendo así, debe tener voces de gente muy distinta, de historias muy distintas, para que cuando eso se lea, se lleve al teatro, se ponga en un documental, se lleve a la música, a todo lo que van a hacer y la gente diga: ahí estoy yo. Si yo no soy capaz de reconocerme ahí, es un documento como muchos de los que hay, como los libros del Centro Nacional de Memoria Histórica, que a mí me encantan y han sido muy útiles, pero no han permeado a la sociedad. Segundo, que el relato conmueva, que yo entienda eso que pasó, entienda lo que es ser un secuestrado, lo que era ser un guerrillero que perdió a su mejor amigo, a su mamá, o que un día dijo no puedo con esto y tengo que irme. Es muy duro porque seguimos en el conflicto. Si hubiera sido un cierre, la gente habría tenido tiempo de decir: se acuerdan de… Pero no. Hoy seguimos contando masacres.

Abril, 2022

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