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Con la llegada del coronavirus, que lleva más de dos años propagándose por el planeta, retornó el perpetuo devenir de la peste que estamos soportando. Pensamos que con las vacunas ya estábamos de regreso a la normalidad, pero el virus milenario es un bicho implacable que ha mutado hasta convertirse en el enemigo con el que dormimos, querámoslo o no. 

Con la vuelta de la variante ómicron se confirma lo que muchos preveían: el virus llegó para quedarse. La historia habla de otras pestes, como la bubónica que empezó a finales de la Edad Media, entre 1300 y 1400 d.C., a la que llamaron Peste Negra, pero que en efecto había aparecido antes en el siglo VI d.C., a la que bautizaron Plaga de Justiniano, nombre del emperador bizantino de la época. 

La peste bubónica duró siglos expandiéndose bajo distintos nombres, entre ellos el curioso y largo de La Peste de San Cristóbal de la Laguna, en la isla de Tenerife, España, en 1582, en donde se cree que causó cerca de nueve mil muertes entre una población de 20.000 personas. Todavía, en 1913, reapareció como la Peste de Caragea en Bucarest, Rumania, nombre que le dieron por un coleccionista de mariposas de la nobleza otomana Caradja, que produjo en la sola capital rumana cerca de 60.000 muertos. 

La literatura se inspiró en el fenómeno de las pestes con diferentes obras que han tenido como tema las calamidades causadas entre los humanos. Cuando la Peste Negra asoló a Florencia, en 1348, Giovanni Boccaccio, que vivía en la ciudad italiana, escribió El Decamerón. En él describe a tres hombres y siete mujeres que huyen de la peste y se retiran por diez días –de ahí el nombre Decamerón– a una villa campestre a echarse cuentos los unos a los otros para entretenerse y escapar del horror de los sufrimientos que la plaga iba repartiendo entre los habitantes de la ciudad. Boccaccio volvió divertidos esos relatos por la sal y pimienta que le puso a cada uno. En lugar de quedarse contando historias tristes y sombrías, se dio la libertad de narrar cuentos festivos en los que destacan la frivolidad, el erotismo y la vulgaridad, reflejo de la sociedad medieval que él miraba burlonamente. 

En plena mitad del siglo XX, Albert Camus recreó con maestría literaria la peste bubónica que cayó sobre la población norteafricana de Orán, en 1849, en una novela que llamó La Peste, sin darle más vueltas. El protagonista, un médico de apellido Rieux, busca con dedicación digna de un apóstol de la salud la forma de curar a los apestados, mordidos por las ratas infectadas, que caen agonizantes en las calles de la ciudad, mientras recuerda las catástrofes de las pestes bubónicas que diezmaron a millones de individuos expuestos a los virus invencibles desde cuando aparecieron siglos atrás. 

Con la llegada del coronavirus, que lleva más de dos años propagándose por el planeta, retornó el perpetuo devenir de la peste que estamos soportando. Pensamos que con las vacunas ya estábamos de regreso a la normalidad, pero el virus milenario es un bicho implacable que ha mutado hasta convertirse en el enemigo con el que dormimos, querámoslo o no. Que haga menos daño en los vacunados que en los que se resisten a vacunarse no lo hará desaparecer. Seguirá en el ambiente envenenando los besos a los que el tango Nostalgia le cantó en otros tiempos cuando no había que tomar tantas precauciones: “escuchar su risa loca, y sentir junto a mi boca, como un fuego su respiración”…

Jesús Ferro Bayona

Enero, 2022

Publicado en El Heraldo (Barranquilla)

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