En un pasado ya lejano fue muy alabado el silencio. Se le vio como condición de recogimiento, meditación, oración, creación intelectual y artística, y como el lugar interior del cual emerge una palabra sabia y la posibilidad de un contacto con el misterio del Ser. No es de extrañar, pues, que abundaran los escritos que detallaban las bondades de ese silencio de recogimiento.
En los siglos XVIII y XIX se multiplicaron ‒inspirados en los códigos románticos de la naturaleza y de lo sublime‒ los testimonios literarios sobre los silencios del desierto, de las montañas, del mar, del campo, que nos invitan a elevar el espíritu y a reflexionar.
En nuestros días, por el contrario, es difícil permanecer en silencio para contemplar la naturaleza y para escuchar nuestra voz interior. No son ajenos a esta situación los cambios sociales acelerados. A escala mundial hemos pasado de ser mayoritariamente campesinos a ser predominantemente ciudadanos, inmersos de tiempo completo en el “mundanal ruido”. Por otra parte, la actual revolución de las comunicaciones nos ha llevado a un permanente “estar conectados” que ha convertido el silencio de recogimiento en algo angustioso o, por lo menos, aburrido.
Abrevio estas consideraciones sobre el silencio de reflexión y de contemplación, pues un encuentro onírico inesperado con el elegante conde italiano Baldassare Castiglione, el sagaz jesuita español Baltasar Gracián y el “mundano” abate francés Joseph Dinouart me conducen a narrar lo que recuerdo de nuestro diálogo sobre las tácticas y prácticas sociales del arte de callarse.
En nuestro diálogo, cada uno de ellos hizo discretas alusiones ‒modestia obliga‒ a tres obras que, en su tiempo, tuvieron una muy amplia difusión entre letrados, cortesanos y gente de la llamada “alta sociedad”. Me refiero a El Cortesano (1528), el Oráculo manual (1647) y El arte de callarse (1771), de Castiglione, Gracián y Dinouart, respectivamente.
Castiglione, con mirada directa e inteligente ‒como en el retrato que de él hizo Rafael‒, dijo:
‒Quien vive en los corredores del poder ‒el llamado cortesano‒ debe ser maestro del silencio y siempre debe reflexionar antes de hablar. Los autores griegos y latinos ‒a quienes hicimos “renacer” ‒ aconsejaron abundantemente saber callar. Como afirmó Solón, “pon a tus palabras el sello del silencio, y al silencio el de la oportunidad”.
‒A lo que añade el prolífico autor de máximas que fue Publilio Siro: “me he arrepentido de haber hablado, pero nunca de haber guardado silencio”, o esta otra del mismo Publilio: “Calla, a menos que tus palabras sean mejores que tu silencio”.
‒Bienaventurados los que no tienen nada que decir, y que resisten la tentación de decirlo. Por otra parte ‒me lo enseñó Píndaro‒, muchas veces lo que se calla hace más impresión que lo que se dice.
‒También has sido fiel al consejo de Pitágoras: “Escucha, serás sabio; el comienzo de la sabiduría es el silencio”.
‒Esos maestros, y mi experiencia como diplomático, me enseñaron que más arriesga el que habla que el que calla.
“En boca cerrada no entran moscas”, enseña la sabiduría popular.
Muy demacrado después del prolongado ayuno a pan y agua al que lo condenaron sus superiores jesuitas por desobediente, poco antes de venir a Ultratumba, apareció Gracián:
‒Nuestro amigo Castiglione describió la figura ideal de cortesano, que debe ser experto en saber conversar, y en ocasiones callar, para alcanzar así los favores de su soberano o de los otros cortesanos, sean hombres o mujeres. Por mi parte, mi Oráculo es un manual para manejarse en un mundo de juego de poderes de donde el avisado ha de salir indemne. A quien me lea quiero advertirle de las muchas trampas que sus congéneres le pondrán. Y señalo cómo, en ese mundo hostil en el que nos movemos, precisamos del ejercicio de la prudencia, a la que presento como un arte de la cautela y de la astucia.
‒Ahora entiendo por qué tu libro ‒que tradujo al alemán nada menos que Schopenhauer‒ se titula Oráculo manual y arte de la prudencia.
‒Entre otras muchas cosas, en dicho libro aconsejo tácticas del silencio, pues es el silencio “santuario de la prudencia”, la cual es indispensable para sobrevivir entre los humanos, que no son ángeles.
‒¿Y qué consejos de prudencia nos das, relacionados con el callar?
‒Te voy a ensartar unos cuantos. Cuando te encuentres con extraños, primero debes “sondear el vado”, callado. Habla como en los testamentos, que cuantas menos palabras tienen, menos pleitos originan. La palabra es liviana para quien la arroja, pero es pesada para quien la recibe y pondera. Así que sopésala bien antes de decirla, para que luego no te pese haberla dicho. Tienes todo el tiempo para lanzar una palabra, pero ninguno para devolverla.
‒Esto último me recuerda aquel proverbio que dice: “En la vida hay tres cosas que no vuelven atrás: la flecha lanzada, la palabra pronunciada y la oportunidad perdida”.
‒Veo que te has dado cuenta de que reciclo muchas máximas, así como otros han reciclado las mías.
‒No veo en ello problema si se hace hábilmente, como es tu caso. Todo plagio es un homenaje inconfesado; además, la copia es perdonable si supera al original, pero, por favor, sigue con tus consejos sobre el callar.
‒Aunque el mundo está lleno de necios, ninguno cree serlo, y peor aún: ni lo sospechan. Reflexiona bien antes de actuar o de hablar: no fuera que resultases uno de ellos.
‒Como dicen por ahí: es mejor tener la boca cerrada y parecer estúpido que abrirla y disipar la duda. Desafortunadamente, el necio es persona de mente cerrada a quien le encanta tener la boca abierta.
‒Uno de los principales dones de la prudencia es no descomponerte ni perder la calma. La furia hace salir palabras dañinas por tu boca.
‒Ciertamente hablas como un oráculo. La lengua es un órgano aparentemente inofensivo, pero es capaz de destrozar al prójimo. Como dijo el griego Kallifatides, “las palabras no tienen huesos, pero pueden romperlos”.
‒Sin mentir, no digas siempre la verdad. Tan necesario es saber decir la verdad como saberla callar. No todas las verdades pueden decirse: unas porque te afectan, otras porque afectan al otro.
‒Menos mal no anda por ahí Emmanuel Kant. Si te oye, te latiguea con su rígido imperativo categórico.
‒No veo a Kant, pero sí veo al abate Dinouart que se muere de ganas por hablar sobre el callar. Voy, pues, cerrando mi boca. Pero antes te doy este último consejo: desarrolla el arte de la conversación, que incluye el saber callar. Nada requiere mayor circunspección, pues de todas las actividades humanas es la que más comúnmente se ejerce. No hay punto medio: con ella pierdes o ganas. Los sensatos controlan bien su lengua. Debes hablar con respeto y profundidad, indicando de ese modo lo ponderado que eres. Para ser acertado, debes adaptarte a la inteligencia y cultura de quienes conversan. No te ocupes de pontificar ante los demás ni te comportes como si fueses el sumo juez de lo correcto e incorrecto, pues todos huirán de conversar contigo. En el habla es preferible la discreción que la elocuencia.
El abate Dinouart, muy sonriente y lozano, enfundado en un elegante abrigo, dijo:
‒En otras palabras, es mejor hablar de menos que de más y mejor callarse de más que de menos. Tal es el mensaje central de mi Arte de callar: “El hombre nunca se posee más que en el silencio”.
‒Como me dijo una vez Mary Ann Evans: “Bendito sea el hombre que no teniendo nada que decir, se abstiene de demostrárnoslo con sus palabras”.
‒Aunque tampoco podemos hacer del silencio un absoluto, pues a veces el silencio es una mala respuesta. Como suele decirse, “el que calla, otorga”. Y no siempre hay que otorgar.
‒Por otra parte, cuesta más responder con gracia y mansedumbre que callar con desprecio. Y el desprecio no solo es despreciable, sino también peligroso: genera amargos rencores en el despreciado.
‒El arte de callar es muy sutil y difícil de dominar, pues hay muchas clases de silencio: el silencio prudente, el artificial, el complaciente, el espiritual, el estúpido, el aprobatorio, el despreciativo, el caprichoso, el diplomático.
‒Te puedo añadir a esa lista los silencios de incredulidad, de duda, de ironía, de delicadeza ‒en presencia de personas mayores‒, de cortesía, de resignación o de simpatía dolorosa ‒cuando estamos de pésames‒.
Gracián me dijo entonces:
‒Sin duda, ya te diste cuenta de que el arte de callar es un paradójico arte de hablar, pues se trata de decirle algo al otro con el silencio. El silencio también comunica y, en ocasiones, resulta más eficaz que las palabras.
‒Por supuesto, añadió el abate: no es lo mismo callar que no decir nada. El silencio del que hablo es todo un ejercicio retórico; por algo se habla de silencios elocuentes.
‒Además, no solo nos comunicamos con la boca.
‒Exacto ‒expresó Dinouart‒. Cuando calla tu lengua puedes hacer hablar tu rostro y todo tu cuerpo, pero ese hablar callando requiere ‒como cualquier arte‒ entrenarse para desenvolverse con soltura en el silencio.
‒Coincido contigo en que para comunicar con eficacia es necesario aprender a callar correctamente, a gestionar nuestros silencios con la misma destreza que manejamos las palabras. Y para eso es fundamental desarrollar lo que ahora llamamos habilidades en comunicación no verbal. Sin embargo, me parece que nos vamos adentrando en otra problemática.
Castiglione, quien ya empezaba a adormilarse, afirmó:
‒Mejor suspendamos esta charla, ya que sobre el callar somos capaces de hablar días enteros.
Gracián, cuya figura comenzaba a desvanecerse, alcanzó a decirme:
‒Ojalá puedas poner en práctica el arte de callar, pues somos conscientes de la verborrea que aqueja a tu “infoxicada” sociedad, donde todo el mundo habla de todo sin parar, sin saber y, en realidad, sin tener mucho que decir.
Rodolfo Ramón de Roux
Noviembre, 2022