Cuando no sabíamos del Tour de Francia o del Giro de Italia, y lo máximo del ciclismo era la Vuelta a Colombia narrada por Carlos Arturo Rueda C., en el radio le oíamos decir con frecuencia: “le están haciendo la licuadora”. Era una táctica en la que el líder tenía que salir a perseguir a un corredor, y cuando lo alcanzaba se escapaba otro, y después otro, hasta que lo licuaban, es decir, lo agotaban y lo dejaban rezagado.
Traigo a colación estas memorias de la licuadora ciclística porque esa vieja táctica sirve para entender el fracaso de la educación como instrumento para disminuir la desigualdad en Colombia, es decir, por qué la recomendación de casi todos los expertos de que la educación es el mejor camino para disminuir la desigualdad no ha servido en nuestro país.
El hecho evidente, pero no muy analizado, es que Colombia registra unos impresionantes avances en materia de educación de la población, sobre todo la de bajos ingresos, pero los índices de desigualdad no mejoran.
En el caso de la educación secundaria la cobertura se multiplicó por 10 en medio siglo, pues era de solo 6.2 % en 1951, aumentó a 36 % en 1976 y a 70 % al terminar el siglo XX y ha subido otros tres puntos en lo que va corrido de este.
En educación superior el progreso es similar: en 1970 había solo 85.000 estudiantes universitarios, que representaban el 3.9 % de jóvenes entre 17 y 22 años; 50 años después, ya eran 2.3 millones, que equivalía a 52.2 % de ese grupo etario.
En contraste, el índice Gini ‒que mide la desigualdad de ingresos‒ era alrededor de 0.53 en 1951, y en el 2029 había bajado a… 0.52; con la pandemia subió a 0.54. Mucha más gente con educación media y superior, ¡y la desigualdad ahí!
Una de las razones de tamaño fracaso es, sin duda, la falta de calidad y pertinencia de la educación, así como el apartheid educativo producido por la segregación entre colegios públicos y privados que analiza en el libro La Quinta Puerta un grupo de investigadores de la Universidad de los Andes y Dejusticia.
Otra razón es la “licuadora educativa”, que consiste en poner metas educativas cada más exigentes que hacen inalcanzable el objetivo cuando se cree haber llegado a la meta. Hace un siglo estudiar bachillerato era un privilegio para unos pocos que cuando lo lograban tenían acceso a los mejores empleos con buenos salarios.
Cuando los bachilleres empezaron a hacerse numerosos, se cambió la meta y se hizo necesario haber ido a la universidad como requisito para los buenos empleos. Se multiplicó entonces la oferta de universidades (varias de ellas de garaje y mala calidad) y los graduados con título… manejando taxis, porque para conseguir un buen empleo ahora había una nueva meta: se necesitaban diplomados, especializaciones e incluso maestrías para conseguir empleos bien remunerados. Y ya empiezan a exigirse títulos de doctorado en ciertas entrevistas de trabajo.
Esa frustrante realidad no implica abandonar los esfuerzos de tener una población mejor educada, pero sí que las metas cuantitativas de cobertura no son suficientes. Es indispensable mejorar la pertinencia y la calidad de la educación pública o, mejor aún, acabar la segregación entre la educación pública y la privada, para no repetir esa licuadora que acaba moliendo las expectativas de los estudiantes y los deja frustrados y rezagados para siempre.
Mauricio Cabrera Galvis
Enero, 2022