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Educacion en Colombia

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Siempre será más fácil saber qué ha sucedido en educación en los últimos cien años que en los últimos cien días, pero los primeros cien días dan una pista de por dónde irán al menos los próximos diez años.

Dicen que lo que se hace sin tiempo no lo respeta el tiempo y esto sí que vale en la educación de un país, pues los cambios importantes tardan en decantarse y convertirse en estructuras culturales de una sociedad.

Tiene razón el ministro Gaviria al señalar que le ha correspondido a este gobierno enfrentar una situación muy difícil, originada en la prolongada anormalidad de la pandemia. Ya hay evidencia del atraso de los estudiantes en su desarrollo académico y comienzan a conocerse datos sobre el impacto que el confinamiento ha tenido en la salud mental tanto de los niños como de los adultos.

Los indicadores disponibles muestran que las brechas sociales –grandes históricamente– se ensancharon y hay una preocupación generalizada de secretarios y secretarias de Educación, de varios municipios en los que he estado, sobre el elevado porcentaje de estudiantes en alto riesgo de perder el año, sin que se haya trazado ninguna política general al respecto. Es un asunto muy preocupante, pues los más seguros candidatos son quienes estuvieron en condiciones más desfavorables durante el largo período de cierre de escuelas y colegios.

Todos los gobiernos hacen programas y proyectos que no pasan de ser reformas de maquillaje: costosos y de corto plazo. Se inventan cosas bonitas, planes pilotos y experimentos reducidos. Cosa bien distinta es darle al sistema la estructura que necesita para abordar los problemas de inequidad, de acceso a una calidad que permita culminar en trayectorias exitosas en la educación superior, consolidar una cultura ciudadana que se refleje en la conducta de quienes ejercen liderazgo social y desarrollar desde la infancia altos estándares de valoración de la ciencia y la cultura, con la disciplina que eso implica. Ese propósito trasciende con mucho la tentación de las victorias tempranas.

Comprender la identidad del país, sembrar grandes sueños de progreso y crear las condiciones para que en cada colegio sucedan las cosas más extraordinarias sí es el gran desafío del gobernante.

El actual gobierno ha insistido mucho, y con razón, en la necesidad de ampliar las oportunidades de acceso a la educación superior de miles de jóvenes que hoy apenas concluyen su bachillerato, pero eso no será posible sin una mejora sustancial de la educación básica y media. Adolescentes que culminan la secundaria prácticamente sin saber leer y escribir, con bajísimas competencias en razonamiento matemático y muy poca motivación y disciplina personal para enfrentar problemas complejos difícilmente pueden cursar una carrera profesional. Se necesita algo más que cupos.

La idea de una paz total, más allá del desarme de grupos violentos, implica una visión de sociedad distinta a la que estamos acostumbrados a reproducir a través de nuestro sistema educativo. Vivir en paz significa, entre muchas cosas, compartir valores que hoy nos resultan casi exóticos: la confianza en el otro, el respeto y acatamiento de la ley, el uso de la razón por encima de la fuerza o de los privilegios del poder, la solidaridad y el cuidado de lo público…

No es casual el hecho de que la educación haya sido el objeto de preocupación más serio de los grandes pensadores en todos los tiempos, pues la forma en que se educan las nuevas generaciones anuncia los tiempos que puede esperar una sociedad.

Para nadie es un secreto que el acto pedagógico se concreta en cada institución educativa, en cada comunidad, en el muy concreto ámbito de la cultura local. Ningún niño o niña abandona su escolaridad porque esté en desacuerdo con un ministro o con un plan de desarrollo, sino porque en su contexto específico no tiene respuesta a su expectativa. Pero comprender la identidad del país, sembrar grandes sueños de progreso y crear las condiciones para que en cada escuela y colegio sucedan las cosas más extraordinarias sí es el gran desafío del gobernante.

Siempre será más fácil saber qué ha sucedido en educación en los últimos cien años que en los últimos cien días, pero los primeros cien días dan una pista de por dónde irán al menos los próximos diez años.

Francisco Cajiao Restrepo

Noviembre, 2022

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Cuando el nuevo gobierno manifiesta que la educación es un asunto central, no sobra indagar qué significa esa afirmación, en términos concretos, así parezca una perogrullada.

Se suele mencionar a este personaje para referirse a las cosas que no pueden preguntarse sin quedar en ridículo. Cuando el nuevo gobierno destaca que la educación es asunto central en su visión del país, no sobra indagar un poco más qué significa eso en términos concretos, así parezca una pregunta de Perogrullo.

La educación es un territorio difícil de acotar, pues todo lo que tiene que ver con la especie y su proceso de humanización –siempre inacabado– está relacionado con ella. Algunos pensadores creyeron que era necesario concentrarse en el desarrollo de un sistema institucional que asegurara la transmisión de la cultura y algunos saberes fundamentales a las nuevas generaciones. De allí surgieron los sistemas de educación formal, que solemos identificar con ‘la educación’.

Stuart Mill, sin embargo, iba más lejos y consideraba educación “todo lo que hacemos por voluntad propia y todo cuanto hacen los demás en favor nuestro con el fin de aproximamos a la perfección de nuestra naturaleza. En su acepción más amplia, abarca incluso los efectos indirectos producidos sobre el carácter y sobre las facultades del hombre por cosas cuya meta es completamente diferente: por las leyes, por las formas de gobierno, las artes industriales e, incluso, también por hechos físicos, independientes de la voluntad del hombre, tales como el clima, el suelo y la posición local”.

Ahora es indispensable volver a preguntarse qué es educar, porque el mundo en que se diseñó el sistema vigente era muy diferente al que tenemos hoy. El gran objetivo de mediados del siglo XX fue alfabetizar, dar las herramientas básicas de acceso al conocimiento a las nuevas generaciones y a los adultos que no las tenían, con el fin de elevar el nivel de la mano de obra que requería la sociedad industrial y ampliar la base de profesionales calificados para unos países que a duras penas lograban asomarse a la modernidad en manos de muy reducidas élites preparadas. No podemos olvidar que gran parte de los alcaldes elegidos en 1988 a duras penas tenían el bachillerato completo.

El mundo actual es otro. Niños, jóvenes y adultos son educados por las redes sociales, el aparato publicitario, las sectas y grupos de militantes fanáticos de mil causas, las pandemias, los desastres naturales y las noticias diarias de corrupción y abuso de poder. En 1950 la población mundial se estimaba en 2600 millones de personas y este año se calcula en 8000. Semejante crecimiento demográfico afecta la supervivencia de la especie, la convivencia, el trabajo y las formas de gobernar los pueblos.

Me pregunto si la respuesta educativa para habitar este nuevo mundo –del que pareciera que no nos hubiéramos percatado– puede ser el mismo sistema homogéneo, centralizado, fraccionado en pedacitos de información, segmentado en profesiones reguladas y reducido a unas rutinas burocráticas diseñadas para formar las grandes masas trabajadoras urbanas del siglo pasado.

¿De ahí surgirán líderes capaces de gobernar países superpoblados? ¿De un sistema cada vez más laxo y complaciente surgirán científicos, innovadores y emprendedores disciplinados para competir en el mundo desarrollado? ¿Es posible adquirir una cultura política que defienda la paz y la vida en instituciones donde proliferan los conflictos violentos entre estudiantes? ¿Podrán formarse los jueces insobornables y los funcionarios transparentes, capaces de defender el interés público por encima del propio, en universidades donde abundan el fraude y los plagios?

Tal vez –siguiendo el pensamiento de A. Smith– haya que hacer importantes reformas en los colegios y universidades, porque cada vez tendrá más peso el comportamiento de gobernantes, jueces y legisladores, pues su ejemplo y coherencia son el eje fundamental de los cambios culturales profundos que necesita la sociedad.

Francisco Cajiao

Noviembre, 2022

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