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Una vez consumado el papel mediador para recomponer el poder oligárquico, a los militares se les confió la tarea que cumplió antes la Iglesia católica, pero con su propia y muy distinta visión de país y sus peculiares métodos de fuerza. En adelante, los militares se convertirían en los garantes de la integración nacional.

11. Articulación subordinada de militares e Iglesia

Una vez cumplido el papel de mediadores para la recomposición del poder oligárquico, a los militares se les confió la tarea que antes cumplía la Iglesia católica, aunque, desde luego, con su propia y muy diferente visión de país y sus peculiares métodos de fuerza. En adelante, los militares se convertirían en los garantes de la integración nacional, ya no por el consenso horizontal de una sociedad sociológicamente católica, sino por la fuerza vertical de las armas sobre una sociedad cada día más heterogénea y, hasta hace poco, más bien desvalida. Los militares y una policía militarizada pasaron a mirar a la sociedad civil ‒en particular a los más pobres y a la clase media baja‒, no como ciudadanos con derechos, sino como virtuales “enemigos internos”, tanto del Estado como de la misma fuerza pública. Del autoritarismo cultural del clero, Colombia pasó, pues, a la otra cara del absolutismo: al autoritarismo estatal ejercido por élites políticas que han instrumentalizado la fuerza pública. Las recientes movilizaciones y paros de más de un mes han puesto de manifiesto a una sociedad que ya no se somete tan fácilmente.

Sentadas las bases de la pacificación de los dos partidos tradicionales gracias al Frente Nacional, las élites políticas se desentendieron en buena medida de la inconformidad social para confiársela, como problema de “orden público”, a la represión policiva y militar. Rígida división del trabajo establecida por Lleras Camargo, que tuvo sus virtudes, pero también enormes falencias. Por lo menos hasta 2002, sustrajo a los militares de la política, de modo que ante los distintos partidos y opciones políticas ‒en principio‒ se mantuviesen neutrales pero, al mismo tiempo, hizo que los civiles se desentendiesen del Ejército y sus distintas fuerzas, abandonando además la preocupación y el esfuerzo por elaborar una verdadera estrategia político-militar de largo plazo.

En el nuevo contexto nacional, entre obispos y altos mandos militares surgió entonces una cierta convergencia ideológica. Si se comparan las cartas episcopales de los años 60 y 70 con las declaraciones y escritos de altos mandos militares se percibe en ellas una creciente coincidencia de perspectivas y, a veces, casi una copia. La prédica anticomunista de la jerarquía y de los capellanes militares de la Brigada en Bogotá fue particularmente bien acogida por los militares. Sumado el nacionalismo inherente a la función de todos los Ejércitos del mundo, los sermones y exhortaciones de obispos y capellanes militares se convirtieron por esos años en la principal fuente de su motivación para la defensa de las instituciones. A la hora de la verdad, al menos hasta mediados de los años ochenta del siglo pasado, talvez más que en teorías importadas de Seguridad Nacional, que tuvieron sin duda influencia, es en este tipo de convicciones y sentimientos tradicionales de los militares colombianos donde posiblemente haya que buscar la inspiración de su lucha antisubversiva. Desde entonces los mueve un anticomunismo puro y duro, sumado con frecuencia al auspicio que les prestan algunos gobernantes, así como a los intereses oscuros y bastante extendidos de algunos de sus mandos. A la par con el anticomunismo, fue creciendo en obispos y mandos militares la desafección por una clase política incapaz y corrupta, así como el anhelo de un orden coercitivo y de cierto cambio social. Jerarquía y cúpulas castrenses fueron construyéndose una especie de limbo político desde el cual defendían instituciones democráticas sin sujeto.

El control del orden público asignado a los militares por el Frente Nacional se vio también aparentemente justificado desde los años 60 por la oleada revolucionaria de América Latina y por la expansión de las concepciones norteamericanas de Seguridad Nacional, propias de la Guerra Fría, relativamente adaptadas a las condiciones del país. De conformidad con las concepciones difundidas después de la Segunda Guerra Mundial en todo el Tercer Mundo, los ejércitos debían reorientar sus esfuerzos a la lucha contra el “enemigo interno”: el comunismo internacional. En consecuencia, en América Latina, policías y militares se vieron convertidos en una especie de policía política. Formados para la guerra, su actividad represiva y violenta se fue extendiendo en contra de las más diversas formas de organización, movilización y protesta popular. Así, la Guerra Fría resultó enormemente funcional a las necesidades del bipartidismo colombiano en el poder. Otro tanto podemos decir del fervor de izquierda o incluso guerrillero en una porción reducida de la juventud en esa época.

12. La generación de los años 60 y 70

Las décadas de los 60 y 70 les ofrecían a las jóvenes generaciones una excepcional oportunidad histórica. La dialéctica religioso-política, que le había dado vigencia a los partidos tradicionales durante más de un siglo, se encontraba agotada; en su reemplazo, liberales y conservadores habían establecido un pacto de dudosa legitimidad democrática; pronto había comenzado a manifestarse el deterioro ético y político del contubernio bipartidista y su deriva hacia un vulgar clientelismo corrupto. 

Nuevos sujetos sociales ‒como sindicatos, juntas de acción comunal, movimiento estudiantil‒ presionaban con paros regionales y nacionales por una mayor democracia. Se hacía entonces urgente asentar la nación sobre nuevos fundamentos éticos y políticos, ahora sí, de carácter laico, moderno y democrático. Sin embargo, la aparición de guerrillas revolucionarias (FARC, ELN, EPL y otros grupos menores) a mediados de los 60, condujeron a la sociedad civil emergente a una especie de callejón sin salida. Las guerrillas, aisladas en selvas lejanas y en regiones de compleja geografía, no preocupaban a los centros del poder nacional y fueron entrando a formar parte natural del paisaje nacional, pero los gobiernos y la fuerza militar encontraron en su existencia el mejor argumento para consolidar regímenes represivos y corruptos, que bloqueaban a los movimientos sociales. La sociedad civil entró en una parálisis que duró hasta poco después de los acuerdos de La Habana y la desmovilización de las FARC. 

Conviene añadir que la actividad guerrillera en su conjunto fue ‒y en mucho menor medida lo sigue siendo con el ELN y las disidencias‒ uno de los más sólidos y constantes soportes políticos del régimen clientelista instalado en el poder desde el Frente Nacional y del papel fuertemente coercitivo que este le confirió a las fuerzas militares y de policía. La lucha armada ha servido, además, como el mejor pretexto de los dirigentes políticos para criminalizar toda forma de organización y protesta popular y para abandonar, en manos de la policía y los militares, el manejo de un mal definido problema de “orden público”. Con tal que el Estado frene a las guerrillas, parte importante de la sociedad colombiana ‒no solo las élites, sino también las clases medias e incluso sectores pobres‒ le han dado su respaldo electoral al clientelismo y han impulsado o se han resignado al fortalecimiento del aparato militar. Así pues, a la par con el clientelismo y el narcotráfico, la guerrilla ha sido el tapón de la democratización en Colombia y el mayor estímulo para el desarrollo de una derecha recalcitrante, digna sucesora de Laureano Gómez y de otros bien conocidos dirigentes de la actualidad. 

La contradictoria alianza bipartidista (fragmentada luego en pequeños movimientos y seudopartidos), el aparato militar y la lucha guerrillera fueron el pilar esencial del régimen político establecido en Colombia desde el Frente Nacional hasta 1991 e incluso hasta hoy. Los tres se realimentaron incesantemente e, incluso, siguen haciéndolo. Tanto la concepción estadounidense de Seguridad Nacional como la efervescencia revolucionaria y de izquierda de los años 60 y 70 le vinieron, pues, como anillo al dedo, al régimen bipartidista y a la fuerza pública, necesitados de legitimación. 

13. Resultados globales del Frente Nacional

El resultado político global del Frente Nacional fue, pues, como ya señalamos, el debilitamiento del Estado. De un orden social y político cimentado en la hegemonía cultural del catolicismo se hizo tránsito a un Estado precario, ausente de la mitad del país, pero sostenido por la maquinaria de clientelas políticas corruptas y la incierta fortaleza de las Fuerzas Armadas, cada vez más erosionadas por la corrupción y la ilegalidad, lo que no excluye en modo alguno la existencia de militares y policías heroicos que exponen su vida en defensa de los colombianos. Las élites políticas y empresariales pusieron una confianza creciente en las medidas de fuerza, ahorrándose casi siempre los costos políticos y económicos de una mayor democratización; los militares y una policía militarizada hallaron en el orden público su razón de ser; a unos y otros se los preparaba y se los sigue preparando para la guerra. Se impuso en el país un círculo vicioso: las organizaciones guerrilleras le daban argumentos a la represión oficial, y en los excesos de esta encontraron el mejor argumento a su favor. La actual violencia generalizada, confusa y dispersa ‒próxima a la anarquía‒ se deriva, en buena medida, de esa dialéctica clientelista-militar instaurada por el Frente Nacional.

La consecuencia quizás más importante del Frente Nacional fue su impacto en la sociedad misma. Tanto el régimen bipartidista como sus enemigos propiciaron la disolución de los principios en los que se había basado hasta entonces la convivencia social sin que, entre tanto, se gestaran otros nuevos. Los códigos morales de la Iglesia católica perdieron vigencia. Aunque el bipartidismo enarbolaba la defensa de la democracia, no lo hacía de manera creíble: centraba sus preocupaciones en la defensa de sus privilegios económicos y burocráticos y no tenía reparo en violar los principios y derechos fundamentales que decía defender. Sustituyó las convicciones partidarias por el frío utilitarismo clientelista, sinónimo de corrupción. En la medida en que se fueron disolviendo los códigos normativos, la violencia se apoderó de las relaciones sociales. Por fortuna, hoy la mayor parte de la juventud parece estar reclamando la construcción de una verdadera democracia. El resultado de las recientes elecciones así lo demuestra, aunque casi medio país de adultos o de viejos (“adultos mayores”), aún se resiste.

En suma, aunque el Frente Nacional superó la violenta crisis final del orden antiguo, contribuyó a gestar otra nueva, todavía más honda: la corrupción se desbordó y le abrió el camino a la violencia política, el terrorismo y el narcotráfico, el cual acabó de difundirse por todos los circuitos de la vida nacional. Parte importante de las élites, incluso en altos niveles empresariales, políticos, gubernamentales, policivos y militares, se benefician hoy, directa o indirectamente, de los recursos de la droga que han aprendido a mimetizar. En esta crisis nos encontramos.

14. Bases de una nueva cultura política y sus obstáculos (1991)

No resulta fácil fijar el término real del régimen político implantado por el Frente Nacional y determinar el punto de partida de una nueva época. Formalmente, el Frente Nacional concluyó en 1974 por disposición constitucional. Pero, como sucede con frecuencia en la historia, el pacto bipartidista alcanzó su más perfecta realización después de concluido, en el gobierno de Julio César Turbay Ayala (1978-1982), aupado por su antecesor, Alfonso López Michelsen (1974-1978).

López hizo abrir la “ventana siniestra” en el Banco de la República para recibir y legitimar los dineros de la marihuana sin necesidad de declarar su origen, opción que luego se iría transvasando a todas las drogas, ya no por la famosa ventana sino por los muy diversos canales del establecimiento. Durante el gobierno de Turbay llegaron a su apogeo la distribución burocrática del poder entre los dos partidos, las maquinarias clientelistas y la ciega alianza de la clase política con las fuerzas militares en contra de los sectores sociales subalternos. Turbay le entregó el gobierno al general Camacho Leyva y a las fuerzas militares. Este clímax del clientelismo bipartidista y su descrédito nacional e internacional abrieron las puertas a su franca descomposición. 

Algunos de los gobiernos posteriores trataron de superar la crisis rompiendo con determinados elementos del régimen, pero se vieron obligados a apoyarse en otros para poder gobernar. Finalmente, los intentos de modernización han sucumbido a los intereses creados, la interesada inercia de políticos y gobernantes, y la aparente ausencia de alternativas. Adoptamos aquí la Constitución del 91 como punto de inflexión histórica, aunque desde su promulgación, esta ha sido reiteradamente reformada y deformada. Solo ahora, en 2022, el nuevo presidente electo promete rescatarla y cumplirla a cabalidad. Esperamos que así suceda.

Luis Alberto Restrepo M.

Septiembre, 2022

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La violencia se ha reiterado en el título de este extenso ensayo, que ya va más allá de la mitad. El siguiente texto entra de lleno en La Violencia (con mayúscula) que llevó a su consumación el orden establecido por la Regeneración y la tradicional dialéctica colombiana de enfrentamiento y reconciliación entre conservadores y liberales.

8. La Violencia, consumación de la Regeneración

Gaitán fue asesinado el 9 de abril de 1948. Su inesperada muerte dio rienda suelta a conflictos largamente postergados. La ira del pueblo contra la oligarquía, alimentada por Gaitán, se dirigió contra los jefes del orden oligárquico y sus símbolos: fue atacado el Palacio donde residía el presidente Ospina (1946-1950); periódicos y residencias de notables conservadores y de algunos liberales, templos e imágenes sagradas, fueron asediados y algunos fueron destruidos. Las masas enfurecidas arrasaron e incendiaron barrios enteros de la antigua Bogotá. 

El imperturbable Ospina respondió a la turba enfurecida y ebria con una masacre indiscriminada. Los dirigentes liberales se dividieron: un sector entró a participar en el gobierno, con el propósito de garantizar la estabilidad institucional, mientras el otro auspiciaba la conformación de guerrillas liberales y comunistas. Gracias a la división de los enardecidos gaitanistas, las élites liberales recuperaron el control de sus dos vertientes: la antioligárquica del primer Gaitán y la oficialista del segundo, cuando se convirtió en jefe del directorio Liberal. La reacción del pueblo se combinó con un violento y último enfrentamiento entre liberales y conservadores. Además, en ese conflicto se anudaron pasiones religioso-políticas y conflicto de intereses de terratenientes que aprovecharon el caos para incrementar sus propiedades, como lo analizan muy bien Gonzalo Sánchez y Donny Maertens. A partir de entonces, se desató una violencia sanguinaria que duraría por lo menos hasta 1953. 

En La Violencia, con mayúsculas (1948-1953), llegó a su consumación el orden establecido por la Regeneración y la tradicional dialéctica colombiana de enfrentamiento y reconciliación entre conservadores y liberales. La cifra de sus víctimas, que oscila entre 200.000 y 400.000 muertos, constituyó su holocausto final. La salvaje brutalidad desplegada en las masacres desbordó con mucho los imperativos de la guerra y revistió, más bien, el carácter cuasirreligioso de un sacrificio expiatorio o de una retaliación absoluta entre el bien y el mal. Revelaba, de este modo, la quintaesencia religiosa de la lucha entre los partidos. La Violencia y sus increíbles excesos, que amenazaban la estabilidad institucional, la agotaron como recurso para la relación entre los partidos. No era posible seguirla utilizando por más tiempo. Había que buscar caminos de reconciliación.

En 1950, triunfó Laureano Gómez con una escasa votación frente a un partido liberal disminuido y en desbandada. A la vez que acentuaba la violencia oficial contra liberales y comunistas, Gómez pretendió ‒como ya sugerí‒ implantar un régimen de cristiandad que reviviera, tardíamente, el espíritu católico de la Contrarreforma y la Regeneración. Sin embargo, la descomposición de la guerrilla en bandidaje y su parcial transformación en lucha campesina contra el poder terrateniente condujo al comandante de las Fuerzas Armadas, general Gustavo Rojas Pinilla, a deponer a Gómez mediante el golpe militar de 1953 y a buscar la “pacificación” del país a sangre y fuego. Los obispos, el alto clero y los conservadores ospinistas saludaron el golpe, aunque luego, cuando Rojas comenzó a matar estudiantes y obreros, manifestando a la vez su propósito de permanecer en el poder, lo declararon dictador. Masivas y continuas protestas ‒animadas además por una parte del clero‒ lo obligaron a renunciar y fue reemplazado por una Junta de cinco altos mandos militares que le darían paso a un arreglo entre los dirigentes políticos de los dos partidos tradicionales.

El orden establecido por la Regeneración y su dinámica de enfrentamiento y reconciliación, que ya describí, permiten comprender la coexistencia de estabilidad institucional y crónica violencia interpartidista, que sacudió a Colombia desde el siglo XIX hasta 1953 e incluso más allá. El mutuo respaldo entre Iglesia y Estado perduraría con altibajos incluso después de concluido el monopolio conservador del poder y condicionaría, en adelante, la cultura y el régimen político colombianos, por lo menos hasta mediados del Frente Nacional (1958-1974). Incluso el partido Liberal y hasta los mismos comunistas terminarían amoldándose a las pautas de comportamiento definidas por la cultura de la Regeneración. Tan profundas raíces echó el pacto entre Iglesia y Estado en la nación que ‒a pesar de sus numerosas reformas‒ le dio vigencia al espíritu de la Constitución de 1886 durante más de un siglo, hasta 1991. 

Más que Bolívar o Santander, fue esta alianza entre Iglesia y partido Conservador, impulsada por el cartagenero Núñez, la que marcó la cultura política colombiana. Como ya expresé, no tanto el “santanderismo” sino el “nuñizmo” católico ofrece la clave para descifrar la índole de las élites colombianas y su estilo de conducción política.

Para poner fin a una Violencia que se tornaba amenazante, las élites de los partidos tradicionales comenzaron a buscar su reconciliación definitiva. 

9. Mediación militar para la reconciliación bipartidista (1953-1991)

Tras la Junta militar, los jefes de los dos partidos, el conservador Laureano Gómez y el liberal Alberto Lleras, lanzaron el Frente Nacional (1958-1974), que consagró como norma constitucional el monopolio bipartidista del poder que duraría, formalmente, 16 años y, en la realidad, algo menos de 30, hasta la nueva Constitución de 1991, cuando ya los dos partidos tradicionales habían desaparecido y se habían subdividido en numerosos y pequeños grupos, de intereses con frecuencia oscuros, que reclamaban para sí el nombre de “partidos”. Esa mutante carioquinesis política de partidos y movimientos sigue avanzando sin cesar.

De este modo, la antigua y fanática cultura política reacia a la modernidad, que sin embargo estaba basada convicciones y valores, fue reemplazada por empresas electoreras que intercambiaban plata, tejas de zinc, almuerzos y traslados a pie de urna, por votos ya marcados y controlados; para ello contaban además con el apoyo de la fuerza pública ‒prácticas a la vez clientelares y coercitivas, a las que solo por analogía podríamos asignarles el nombre de cultura política‒. La agotada clerocracia colombiana le cedió entonces el paso a la democradura, editada en su original formato civil. 

Si damos una mirada muy general a los gobiernos militares de los años 50 y a los gobiernos civiles del Frente Nacional podemos decir que sus numerosas diferencias constituyen apenas distintos énfasis dentro de un largo período de transición burocrático-militar, que va desde el agotamiento y la quiebra del antiguo orden clerical de la Regeneración, producidos por La Violencia (1953), hasta la implosión final de la democradura, que dio lugar a una nueva Constitución (1991), totalmente opuesta a la de 1886.

10. La alianza bipartidista y la Iglesia

Los efectos del Frente Nacional fueron múltiples, inesperados y, a mi juicio, no suficientemente analizados. Subrayo tres que contribuyeron de modo particular a vaciar de contenido la tradicional cultura política y a debilitar, de paso, la legitimidad del Estado. El pacto bipartidista no solamente selló la paz entre liberales y conservadores como se suele repetir, sino que, de paso, suprimió también sus diferencias y los vació de contenido, socavando su arraigo en el sentimiento y la pasión popular. Mucha gente comenzó a mirar a los partidos como simples maquinarias electoreras de políticos corruptos. En segundo término, el Frente Nacional abandonó parcialmente los intentos modernizadores emprendidos por “la revolución en marcha” del primer López Pumarejo, y convirtió al Estado en simple botín burocrático de los dirigentes políticos y sus clientelas. Finalmente, el Frente Nacional trajo consigo una consecuencia habitualmente ignorada: una forzada secularización de la actividad política y, en consecuencia, la pérdida del antiguo principio seudorreligioso de identidad nacional, cohesión social y legitimación política. 

En la Regeneración, la Iglesia había desempeñado un lugar central. Constituía el núcleo legitimador del régimen político y la instancia integradora de la cultura y la sociedad nacionales. El pacto bipartidista la desalojó de su lugar de privilegio. Ante todo, eliminó su arbitraje entre los partidos y una parte significativa de su influencia en el manejo del poder. Liberales y conservadores aprendieron a perpetuarse en el gobierno prescindiendo de la Iglesia y sin recurrir casi nunca a los encontrados sentimientos religiosos del pueblo colombiano. El Frente Nacional introdujo, pues, una secularización desde arriba que le sobrevino repentinamente a una sociedad arcaica, no preparada para asumir la política con criterios modernos.

A esta súbita desacralización de la política se sumó luego la secularización inducida por la rápida y desordenada “modernización” de la sociedad colombiana. La violencia en el campo, sumada al desarrollo industrial de la ciudad que demandaba mano de obra, aceleró el éxodo campesino, el proceso de urbanización y la rápida pérdida de los valores rurales de carácter comunitario. De contera, podemos añadir que la inmigración campesina amontonó inorgánicamente en torno a las ciudades las llamadas “clases populares”, potencial sujeto de una verdadera democracia o carne de cañón de un clientelismo demagógico y finalmente autoritario, apoyado por la coerción de la fuerza pública.

La alianza bipartidista tuvo también altos costos internos para la Iglesia. Al perder su exclusiva referencia al partido Conservador, la Iglesia dejó de constituir un bloque políticamente unificado. Fueron apareciendo en ella divisiones políticas que contribuyeron a restarle cohesión, fuerza y credibilidad. Comenzando por Camilo Torres, algunos sacerdotes, religiosas y laicos se acercaron al ELN de la época. Y esas actitudes contestatarias reforzaron a su vez en los obispos, durante los años 70 y 80, la postura defensiva y francamente reaccionaria que les era habitual. El resultado fue la fragmentación y polarización de la Iglesia. 

Por la brecha abierta en la unidad y el poder de la Iglesia católica penetraron en Colombia otras confesiones e iglesias cristianas, numerosas sectas, innumerables creencias e increencias y ritos de toda naturaleza. El papel de cohesión cultural que desempeñaba el catolicismo se debilitó sustancialmente y, en su lugar, encontramos hoy una extendida atomización de la antigua consciencia religioso-política nacional. Hasta hace poco perduraba, sin embargo, en la cultura colombiana su antiguo talante católico, es decir, dogmático y autoritario, sobre todo en las élites de Antioquia, del eje cafetero, el Tolima y el Huila, así como también en los Santanderes y el Cauca. 

En suma, la Iglesia católica dejó de ser el “fundamento del orden social” colombiano sin que su papel de cohesión cultural fuera sustituido por una racionalidad política moderna ni por una élite dispuesta a desarrollarla. Su desdibujamiento fue dejando tras de sí un enorme vacío de valores y normas compartidas, y un notorio déficit de legitimación del régimen político. En suma, legó división, caos y virtual anarquía. En reemplazo de la Iglesia, el Frente Nacional desarrolló una formidable maquinaria bipartidista de legitimación electoral a punta de compra de votos y, en su respaldo, acudió a la coerción policiva y militar. La fuerza pública adquirió entonces la importancia y el peso que no había tenido hasta ese momento y que se incrementaría de manera alarmante desde fines del siglo XX y primeras décadas del XXI.

Al mismo tiempo, desde mediados de los 50 se multiplicaron los centros educativos de orientación laica y tuvieron un notable desarrollo los medios de comunicación masiva, como la radio, la televisión y el cine, con lo cual el monopolio cultural ejercido desde el púlpito, la cátedra y el confesionario se vio rápidamente barrido por una intensa competencia multicéntrica y una cotidiana penetración doméstica de nuevas informaciones y opiniones plurales. 

Ni qué decir del imperio actual de los celulares, que de una generación a otra van rompiendo los lazos de los jóvenes no solo con las iglesias y sus propios padres y maestros, sino incluso con la generación precedente. Estamos ante una sociedad nacional y mundial en acelerada y constante transformación. Podemos hacer parte del proceso o, desorientados, optar simplemente por ser sus espectadores.

Luis Alberto Restrepo M.

Septiembre, 2022

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Hasta el comienzo del Frente Nacional, la Iglesia no reconocía categorías distintas a la de verdad y error, bien y mal, blanco y negro. En el seno de esos antagonismos se autoconsideraba como la única e incuestionable portadora de la Verdad y del Bien, en constante lucha contra el mal y el error y contra herejes y pecadores de carne y hueso.

4. Regeneración y violencia

Con todo, volvamos al pasado. Hasta los inicios del Frente Nacional (1958), la Iglesia no reconocía categorías distintas a la de verdad y error, bien y mal, blanco y negro. Y, en el seno de esas oposiciones radicales, se consideraba a sí misma como la única e incuestionable portadora de la Verdad y el Bien, en constante lucha, no solo contra el mal y el error en abstracto, sino contra “herejes” y “pecadores” de carne y hueso. Hasta simples críticos eran considerados como “enemigos” de la Iglesia. Mientras existió la Inquisición, estos se exponían a severos castigos que podían llegar a la tortura y la muerte. Una vez desaparecido el tenebroso engendro, la Iglesia optó por imponerles la “excomunión” pública, lo cual equivalía, en naciones mayoritariamente católicas, a su exclusión y señalamiento social. La Regeneración consolidó y radicalizó ese espíritu en Colombia. 

Durante el siglo XIX y hasta los inicios de la segunda mitad del XX, la intransigencia eclesiástica se tornó particularmente beligerante en contra de las ideas modernas y de sus expresiones revolucionarias. El Concilio Vaticano I (1869-1870) reafirmó a la Iglesia como la portadora exclusiva de la Verdad, elevó a dogma la infalibilidad del Papa y condenó nuevamente los errores de sus enemigos. Desde entonces y hasta los años 60 del siglo XX, en el instante mismo en que un miembro del clero procedía a recibir del obispo la ordenación sacerdotal, arrodillado junto al presbiterio del templo, debía prestar en voz alta un “juramento antimodernista”, por el que rechazaba, entre otras, las expresiones políticas de la modernidad. Democracia, liberalismo, socialismo y comunismo se convirtieron, todos por igual, en objeto de reiteradas condenas eclesiásticas. La confrontación cobró visos de cruzada. 

Un buen ejemplo del clima político-religioso de la época lo constituye fray Ezequiel Moreno y Díez, obispo de Pasto a comienzos del siglo XX. Para el fraile carlista español ‒promovido a los altares por los capuchinos españoles y finalmente declarado “santo” (!) por Juan Pablo II‒, hubiera sido mejor continuar la Guerra de los Mil días con los liberales que firmar con ellos la paz. En su tumba hizo poner el epitafio: “ser liberal es pecado”. 

Actitudes y consignas similares siguieron reiterándose hasta los tiempos del obispo Miguel Ángel Builes en los años 60, y de algunos de sus sucesores como el turbio y amanerado cardenal Alfonso López Trujillo, de influencia más reciente en la Iglesia colombiana y mundial. Las condenas episcopales contra el liberalismo y la masonería se prolongaron hasta el advenimiento del Frente Nacional y, después de instaurado este, se volvieron en contra del marxismo y el comunismo “ateos”. 

En Colombia, el sectarismo religioso contribuyó decisivamente a la exaltación de las pasiones políticas y a sus violentos estallidos periódicos. Le confirió a la actividad política un carácter sagrado, de enfrentamiento absoluto entre la verdad y el error, el bien y el mal. Por esta razón, los dos partidos tradicionales no se conformaron como simples asociaciones de intereses susceptibles de ser representados y negociados, sino como sectas seudorreligiosas, depositarias de cosmovisiones y convicciones inalterables. Los obispos y los curas, quién más, quién menos, se consideraban portadores de la salvación o la condenación eternas. 

Desde sus orígenes en el siglo XIX, tanto los liberales como los conservadores se confesaban católicos, pero mientras los conservadores defendían al clero, los liberales se oponían a sus privilegios: clericales y anticlericales enfrentados. Con una dosis de humor se afirmaba que, en la misa de los domingos, los primeros ocupaban los asientos de adelante y pasaban a comulgar, mientras los segundos atendían el rito desde la puerta del templo y se abstenían de recibir la hostia. Más allá de estas versiones picarescas, asuntos tan serios como los bienes de la Iglesia, el matrimonio o la educación católica obligatoria ‒y quizá no tanto los acalorados debates económicos y políticos de las élites‒ definieron en buena medida el perfil de los partidos y les dieron su arraigo popular. Incluso las elecciones se transformaron en una expresión de fe religiosa. Hasta fines del siglo XX, y aun después, el clero prescribía por quién se debía votar y por quién no. Desde el púlpito y la cátedra se ejercía una especie de tutela electoral sobre el pueblo simple y sobre conservadores educados y cultos. En este contexto, un choque brutal entre las pasiones anticlericales de algunas corrientes liberales y el fanatismo integrista de la Iglesia y sus fieles conservadores se transfirió a la contienda política. 

Teniendo en cuenta el monopolio cultural ejercido por la Iglesia en Colombia, es posible comprender por qué los conflictos de interés entre los colombianos se han visto transfigurados en luchas a muerte entre los supuestos representantes de Dios y los voceros del demonio. Esta actitud maniquea, de carácter seudorreligioso, fue la pólvora emocional de las ocho grandes guerras civiles y las decenas de rebeliones locales del siglo XIX, y continuó inspirando las confrontaciones armadas del XX, que culminaron en el holocausto nacional de La Violencia en los años 50. 

6. Regeneración y reconciliación

Paradójicamente, hay que señalar de nuevo que, a la par con la lógica de confrontación, condena y exclusión, la Iglesia también ha infundido en la cultura política colombiana la disposición contraria, que se inclina a la reincorporación del pecador arrepentido en la comunidad. Para la Iglesia, las condenas y excomuniones no son un fin en sí mismas: buscan la conversión del pecador. No hay pecado ni delito que no pueda ser perdonado, a condición, eso sí, de que el pecador confiese su delito o “abjure” públicamente de sus errores y se someta de nuevo, humildemente, a la autoridad de la Iglesia.

En el ámbito político, la casi ilimitada capacidad de perdón del Estado colombiano ‒que no es frecuente en otros países‒, condicionada a la previa sumisión del enemigo, ha encontrado quizás su expresión en las innumerables amnistías que han puesto fin a las guerras entre nacionales promovidas por las mismas élites, y a las condiciones que suelen acompañarlas. Durante la primera mitad del siglo XX los acuerdos y amnistías entre liberales y conservadores fueron denominados con el refinado nombre de “pactos de caballeros”, que incluían el secreto sobre las responsabilidades últimas de los enfrentamientos armados.

Sin embargo, las nuevas guerras que comienzan en los años 60 no enfrentan como antaño a las élites entre sí, sino a estas con las clases populares o medias, lo que imposibilita alcanzar acuerdos ocultos. En el fondo, de la criminalización radical del enemigo, de la condena absoluta y los enfrentamientos insuperables, los colombianos pasamos a negociar y a reconciliarnos a condición de que el delincuente se someta a la autoridad legítima o al menos haga los gestos públicos equivalentes al sometimiento. Confesión de los pecados, arrepentimiento y penitencia. En otras naciones, como en Estados Unidos, no tienen reato en imponer al delincuente la cadena perpetua o la pena de muerte. Ni qué hablar de China donde la pena de muerte es la solución preferida.

Vale la pena añadir que la Iglesia y el Estado no siempre coinciden en sus condenas y absoluciones. En ocasiones, la Iglesia condena a quienes el Estado está dispuesto a perdonar ‒como a la mujer que aborta y al médico que la ayuda‒, y viceversa, la jerarquía se muestra a veces dispuesta a absolver a quienes el Estado persigue, como sucede con algunos promotores del paro y el desorden público o con los criminales de guerra. No hay duda de que en los países de tradición católica esta doble y contrapuesta norma de la vida pública dificulta la consolidación de la ley civil en la consciencia de los ciudadanos. La España franquista y sus efectos son un ejemplo extremo de esta situación.

La dialéctica pasional de enfrentamientos y reconciliaciones ahondó en los colombianos una absoluta adhesión a los partidos liberal y conservador, hasta llegar a convertirlos en pasiones ancestrales de carácter familiar, local o incluso regional o ‒como dice Daniel Pécaut‒ en verdaderas “subculturas” contrapuestas dentro de una sola cultura nacional. Hasta fines de los años 50, a través de los partidos tradicionales, liberal y conservador, el colombiano se hacía partícipe de la nación y, movido por ellos, la escindía en periódicas confrontaciones armadas. Sin embargo, solo gracias a los mismos partidos era posible reconstruir la unidad nacional y la paz. 

La militante adhesión religioso-política de los colombianos a los partidos le garantizó a las élites, durante más de medio siglo, la lealtad de las clases subalternas. De este modo, el orden de la Regeneración, quizá más que el “santanderismo” elitista, pudo servir de fundamento a la estabilidad institucional de Colombia y, a la vez, propiciar las recurrentes confrontaciones armadas entre sus pobladores. Estabilidad institucional y violencia llegaron a ser características inseparables y duraderas del orden político colombiano.

Luis Alberto Restrepo M.

Septiembre, 2022

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