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Hace una semana tuve temor de expresar que para mí, HOY, la Navidad carece de sentido.

Porque la Navidad para mí, se ha ido diluyendo con el tiempo. Cuando Darío nos planteó la pregunta, estuve a punto de responder: Navidad = Nietos. Pero no. Eso fue hace unos años, cuando cometí la locura de disfrazarme de Papá Noel en la cálida Navidad limeña…por mis nietos. Difícil olvidar el sudor y el  ahogo.

La Navidad comenzó a diluirse cuando los hijos se fueron viniendo en tropel; entonces, lo único que querías era salir corriendo de esa histeria por acumular regalos, por consumir, porque la plata no alcanzaba. Fueron entonces los paseos, los campamentos a orillas de los ríos, la cocina al aire libre, los paisajes, los mejores sustitutos de la Navidad.

La disolución se agravó los cuatro años que estuvimos en París. Mi beca llegaba apenas a los 350 dólares mensuales y el consumismo era mayor, las grandes vitrinas de mil colores y de cien mil juguetes distintos eran una herida en carne viva para los niños. Para completar la beca, me tocó desde vender periódicos en las frías noches de Navidad, hasta lavar tubos de ensayo. El campo, la nieve, el nuevo frío, del cual desconocíamos su crudeza, también nos sirvieron de refugio.

Sin embargo, nada de eso alcanza a borrar los recuerdos que coinciden con muchas de las cosas que cada uno de ustedes nos regaló la semana pasada. Navidad también llegó a ser -hace mucho tiempo- familia ampliada, primos y primas. Mi primer beso fue navideño… a los 9 años, con una prima que nos visitaba de Medellín. Tíos, disfraces, globos, árbol, pólvora, buñuelos, natilla (a los 10 me dejaron pilar el maíz en el pilón de los abuelos) -recuerdo, con enorme fruición- que el premio mayor era el raspado de la paila. O cuando mi madre me dejaba estirar la melcocha para hacer las “velitas” de panela, que se iban blanqueado mágicamente, como hace la señora de la foto.Pero HOY, si quiero responder sinceramente a la pregunta, mi Navidad me la han dado ustedes !!!

Jorge Luis Puerta

Diciembre, 2021

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Navidad no es solo recuerdos hermosos, agradables, que nos reconcilian con la vida. Es, también y para muchos, una temporada difícil, en la cual millones de padres no pueden celebrarla con sus hijos como quisieran por vivir en una situación de pobreza o extrema pobreza. No olvidemos que “pesebre” evoca algo muy distinto a lo que hoy se hace en muchas casas.

Son muchos, todos positivos, los recuerdos de la Navidad en mi primera infancia y en los posteriores años, cuando con mis padres y dos hermanos, nos vinimos a vivir a Bogotá, dejando nuestra Medellín de buñuelos y natilla. Para nuestra sorpresa, ya la capital del país

estaba colonizada por los paisas, al menos en los menús navideños.

Éramos una familia de clase media, como tantas que en esos años cincuenta vinieron a Bogotá a establecerse y buscar oportunidades de trabajo. Mi padre trabajó muchos años como periodista y luego hizo una larga carrera en el área de publicidad, que por esos años se conocía con el nombre menos sofisticado de “propaganda”.

Éramos la única rama de la familia que vivía en Bogotá, pero el periodismo siempre tuvo una característica clara de solidaridad y círculo de amigos, por lo cual la Navidad, sin duda la celebración más familiar en Colombia, nos rodeó de los colegas periodistas de mi padre y eso se extendió por muchos años, al menos dos generaciones en las cuales compartimos el paseo a recoger musgo para el pesebre, la compra y quema de la hoy, con razón, prohibida pólvora, los intentos fallidos en su mayoría de elevar globos, disciplina que por explicables

resultados pasó a llamarse “quemar globos”. Y, por supuesto, la Novena de Aguinaldos, con sus textos imposibles de entender, salvo la expresión de “padre putativo” que siempre generó risas entre nosotros.

La vida corrió implacable y pasaron algunos años en que las novenas llenas de cánticos y comida fueron cambiando a fiestas de compañeros de estudio y luego amigos de oficina, que terminaron por desdibujar totalmente el espíritu navideño, para darle paso al consumo

de trago y el baile al son de los 14 cañonazos y Los cincuenta de Joselito.

Llegamos ahora a nuestro piso séptimo de edad y mis sentimientos hacia la Navidad han cambiado mucho, para convertirse casi que en una temporada con más elementos negativos que le han ganado en mi percepción a la nostalgia de los primeros años. El festival de consumismo, la pesadilla del tráfico bogotano desde la segunda semana de diciembre y la más desaforada e impresentable realidad de la inequidad son fenómenos que en mi caso han casi que borrado los bellos recuerdos para convertirse en una temporada cuyo mayor mérito es darle paso a los maravillosos días de enero en que la ciudad, muy sola, se vuelve una maravilla de paz y tranquilidad solo comparable con algunos días de Semana Santa.

Es una época en que millones de padres de familia viven descarnadamente sus muy modestas condiciones de vida, lamentan no poder dar los regalos que sus hijos solo podrán ver en vitrinas de almacenes el día que los llevan a ver las luces de parques de un área de la ciudad que visitan solo en esa ocasión navideña o, eventualmente, cuando los traen a pedir dulces en centros comerciales llenos de juguetes y ropa que difícilmente podrán tener.

Quizás tengan razón quienes opinen que esta es una visión amargada de la vida y volveremos al razonamiento del vaso medio lleno o medio vacío. Lo que ocurre es que no es fácil seguir viendo el espectáculo de derroche de consumo en una sociedad donde 42 % de sus habitantes viven en situación de pobreza y pobreza extrema. No nos obsesionemos con comparaciones con el pasado, pero tampoco dejemos de pensar que sí es mejor un país donde todos tengan la oportunidad de una Navidad con paz y alegría.

Álvaro Guerra Vélez

Diciembre, 2021

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