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A propósito de la cumbre COP26 sobre cambio climático es pertinente recordar los mensajes de los “Límites del Crecimiento”, el llamado Informe al Club de Roma. El estudio se presentó en 1972. Han pasado 50 años y todavía no se ha puesto en práctica la mayoría de sus recomendaciones. Sin duda, este diagnóstico fue profético.

De manera enfática, el Informe al Club de Roma reconoce que el crecimiento presenta las características de la trampa malthusiana: la capacidad de carga del planeta no soporta el ritmo de la población, la producción y el consumo. Recuerda que el crecimiento tiene límites. Durante este medio siglo tales advertencias no se tuvieron en cuenta, y ahora la situación es mucho más crítica.

Las razones por las cuales no se han tomado decisiones radicales son de muy diverso tipo, comenzando porque los seres humanos tenemos una visión de corto plazo. En el informe se muestra que el cerebro, a pesar de sus capacidades maravillosas, apenas puede conjugar un número limitado de interacciones. Su percepción de la complejidad de los fenómenos es muy parcial. Para una persona normal es muy difícil pensar en el bienestar de individuos que vivirán en el planeta Tierra dentro de 200 años. 

Este ejercicio mental no es usual. El altruismo a duras penas alcanza a mover la preocupación por las personas cercanas de la siguiente progenie. Puesto que la persona no se preocupa por las generaciones futuras, es indispensable que el Estado diseñe los mecanismos que obliguen a actuar en función del bienestar de quienes vivirán en este planeta en los próximos siglos. Esta justicia intergeneracional tiene que ser el resultado de una decisión colectiva que va más allá de la mirada estrecha de cada individuo.

Además de las dificultades inherentes a la conciencia humana, los asuntos climáticos son difíciles de aceptar porque no se cuenta con los instrumentos metodológicos para captar sus implicaciones. En el caso de la disciplina económica es evidente la falta de herramientas. La estimación de la tasa de preferencia intertemporal es imposible cuando el horizonte de análisis es de larguísimo plazo. Los modelos financieros de valor presente neto tienen limitaciones intrínsecas y a duras penas permiten hacer proyecciones para los próximos cinco o 10 años. No tiene ningún sentido un ejercicio financiero con proyecciones a 50 o 100 años. Las evaluaciones costo/beneficio son inútiles cuando el margen temporal es tan amplio.

El otro obstáculo está relacionado con los intereses económicos y políticos. La dependencia de las energías fósiles continúa marcando el ritmo del desarrollo contemporáneo. Y la transformación de la matriz energética implica cambios sustantivos, que van contra intereses muy arraigados. Los gobiernos suelen hacer declaraciones a favor de la sostenibilidad, pero no toman las decisiones que se requieren para frenar la deforestación o para ir reduciendo la dependencia del petróleo y del carbón. El llamado no ha sido atendido por Rusia y China.

Y desde la perspectiva fiscal, como lo reconoció el presidente Biden en su discurso del 28 de octubre, es indispensable que los mayores gastos que conlleva el desarrollo sostenible, sean financiados con impuestos progresivos. Se requiere un esfuerzo conjunto para que los ricos y las grandes corporaciones contribuyan al cierre de la brecha fiscal. 

No hay sostenibilidad sin equidad.

Jorge Iván González

Noviembre 2021

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Piketty acaba de reunir una serie de artículos que había escrito para la prensa bajo el nombre de “Viva el socialismo!”. Considera que ha llegado el momento de superar los logros del Estado del Bienestar. Aunque los impuestos progresivos y las nacionalizaciones que se realizaron después de la segunda guerra permitieron mejorar los niveles de vida y reducir la desigualdad, en las condiciones actuales estas medidas no son suficientes y es necesario ir más allá.

La concentración del ingreso y de la riqueza ha llevado a niveles sin precedentes. Por tanto, es indispensable replantear de manera sustantiva el ordenamiento de nuestras sociedades. El cambio climático impone nuevas tareas, que necesariamente pasan por medidas distributivas. Sin equidad no puede haber sostenibilidad.

El camino, dice Piketty, es el socialismo participativo. Se trata de buscar mecanismos que permitan lograr dos objetivos. Por un lado, la distribución de los excedentes desde las empresas. Los trabajadores deberían tener derecho a recibir parte de las ganancias. Y, por otro lado, el acceso de los ciudadanos al patrimonio de la sociedad.

Por ejemplo, se le podría entregar un monto de capital a los jóvenes que llegan a determinada edad. Estos mecanismos permitirían que desde el mercado se logre una mejor distribución de la riqueza. La tarea siguiente le correspondería al Estado a través de impuestos progresivos.

Este socialismo no es comunismo. No se pretende que el Estado sea propietario de los medios de producción, sino que los trabajadores pueden participar de las utilidades de las empresas. Para Piketty este camino es posible y, además, es urgente. Sin medidas radicales no es posible garantizar el bienestar colectivo. Y, sobre todo, no será factible la sostenibilidad del planeta.


Se equivoca Santiago Castro cuando afirma que el problema central es la pobreza y no la desigualdad (La República, 15 septiembre).

En su opinión, el tema de la desigualdad es la “bandera favorita de nuestros populistas latinoamericanos”. Es bueno recordarle a Castro que el asunto no es de ahora. Y además, que ha sido una preocupación permanente de la filosofía moral.

Para Aristóteles “… las revoluciones nacen lo mismo de la desigualdad de los honores que de la desigualdad de la fortuna”. Y la preocupación por la desigualdad que permea los diálogos socráticos es retomada como uno de los temas centrales de la modernidad. Los revolucionarios franceses aspiran a conjugar “libertad, igualdad y fraternidad”. Todos los pensadores económicos del siglo XIX, como Marx, George, Mill, le dan énfasis a los problemas distributivos. A principios del siglo XX, Walras y Pigou reiteran su importancia.

Filósofos morales contemporáneos como Rawls, desde la lógica contractualista kantiana, han puesto en el centro del debate la importancia de conjugar la igualdad de oportunidades con las diferencias en los talentos y las habilidades. Estas reflexiones marcan gran parte de la obra de Sen. Y recientemente, la Ocde, Naciones Unidas, Oxfam, la Cepal, el Banco Mundial, han llamado la atención sobre la inaceptable concentración de la riqueza. Biden está impulsando políticas distributivas.

En China, Xi Jinping ha dado el mandato de la “prosperidad común”, cuyo fundamento es una política distributiva radical. No se trata, entonces, como piensa Castro, de un asunto de populistas criollos.

Jorge Iván González

Octubre, 2021

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