Mi texto “Las relaciones omnipresentes y trascendentes” ha tenido bastante aceptación. En el presente artículo, reflexiono sobre la conexión entre relación e inmortalidad o entre inmortalidad y relación, y de ambas con el amor verdadero.
La inmortalidad de una obra musical radica en una relación: la relación que se da entre una obra y sus intérpretes o sus oyentes. Sin intérpretes y sin oyentes, no podría hablarse de inmortalidad. La obra en sí no tiene inmortalidad, sino realidad, existencia: creación de su autor, que es real, lo mismo que la vida de su autor; la inmortalidad se le atribuye porque esa creación permanece, pasa de año en año, de siglo en siglo, y a esa permanencia le decimos inmortal porque no muere con su autor, sino que permanece con sus intérpretes y oyentes. El día que no tuviera intérpretes ni oyentes, esa obra musical dejaría de ser inmortal; simplemente sería, existiría. La inmortalidad de una obra musical no radica, pues, ni en sí misma, ni en su autor, ni en intérpretes u oyentes, sino en la relación entre la obra y los intérpretes y los oyentes.
La anterior es una buena imagen o comparación, para tratar de comprender lo que Joseph Ratzinger afirma, al decir que
“la inmortalidad no anida en el ser humano en sí mismo, sino en una relación, en la relación hacia lo que es eterno y lo que otorga sentido a la eternidad. Esto permanente que puede dar vida y dar plenitud a la vida es la verdad, es el amor. El hombre puede vivir eternamente porque es capaz de tener relación con lo que da eternidad. Y a aquello que da sustento a esa relación en el hombre lo llamamos ‘alma’. El alma no es otra cosa que la capacidad del hombre de relacionarse con la verdad, con el amor eterno. Ahora se ve correctamente la sucesión de las realidades: la verdad, que es amor, y que se llama Dios, da al ser humano eternidad; y porque en el espíritu del hombre, en el alma humana, está integrada la materia, esta alcanza en él la posibilidad de ser plenificada en la resurrección” *.
De manera semejante a la inmortalidad que le atribuyen los intérpretes y oyentes a la obra musical, la inmortalidad del ser humano se la otorga Dios al ser humano… Lo diferente es que la inmortalidad de una obra musical depende de los intérpretes y oyentes que pueden morir, o sea, que no son eternos, mientras que la inmortalidad humana es regalo de Dios, que no puede morir, que es eterno y, por tanto, esta inmortalidad humana es inmortal, es eterna.
La inmortalidad humana radica también en una relación, en la relación con Dios… y lo alegre de esta realidad es que esa relación no hay que esperarla solo para después de la muerte, sino que esa relación con Dios, especialmente por medio de Jesucristo resucitado vivo y eterno y la comunidad humana, podemos tenerla desde ahora y para siempre.
La inmortalidad humana, que no es temporal ni espacial porque radica en su alma, en su espíritu encarnado, supera la mortalidad corporal. La inmortalidad humana es eterna y supera el tiempo y el espacio, que sí terminan para el ser humano con la muerte. Parece una contradicción: que el ser humano muera y que el ser humano sea inmortal…, pero no: el ser humano en su vida espacio-temporal muere; el ser humano en su vida posterior a la muerte, vive inmortalmente en una condición que supera el espacio y el tiempo y que, en ese sentido, es eterna.
La relación con Dios ‒intemporal e inespacial‒ supera el espacio y el tiempo, es inmortal, es eterna, así comience con el ser humano en este tiempo creado y en este mundo espacial.
El sueño del amor de pareja, de ser inmortal, también es real porque esa relación puede superar el espacio y el tiempo, y no termina cuando “la muerte los separe”.
El amor verdadero no se agota en “la relación de pareja”, sino que el amor verdadero se expresa de muchas maneras. Por ello, recomiendo leer en este blog los artículos 1 y 2 de Julio Hidalgo y María Cristina, que son excelentes y realistas.
* Ratzinger, Joseph (2007). Escatología. Barcelona: Herder, p. 301-302.
Vicente Alcalá Colacios
Julio, 2022