Es necesario poner en pausa los horrores del presente. Ni Alfred Hitchcock hubiera podido imaginarlo. Guerra infame contra Ucrania, donde mueren a rodos civiles inocentes, niños, mujeres, ancianos, jóvenes, familias enteras despedazadas o liquidadas.
¿Quién habría imaginado que en la infame guerra contra Ucrania se bombardeara una central nuclear de ese pequeño país, lo que hubiera podido convertirnos en polvo de miércoles de ceniza? Y considerando que aquello no era suficiente, el muy Putin amenaza ahora con oprimir el botón, dar un solo clic con su criminal dedo índice, y este minúsculo planeta podría estornudar, sacudir molesto la cabeza y, dando tumbos como un borracho, escapar de su lugar en las últimas espirales de la Vía láctea (¡como si una vía pudiera ser de leche!), para ser devorado por quién sabe qué agujero negro del vecindario.
Y por asociación de ideas, me viene a la mente un recuerdo lejano, que quizás me funciona como pálida alegoría de la violenta locura que hoy nos espanta en el mundo y en Colombia. Eran las cinco de la tarde y en el caserío de Valle, Chocó, ubicado un poco al norte de la ensenada de Utría, 14 personas, mujeres y hombres, nos preparábamos para embarcar en una especie de catamarán impulsado por un potente motor fuera de borda. El “experto” patrón al mando calculaba que en una hora más o menos estaríamos llegando al bien iluminado municipio de Nuquí, más allá de la bahía. Eso mismo creía Putin y, en sentido contrario, también lo temía nuestro presidente. Para trepar a la gabarra era necesario esperar que la furiosa ola reventara sobre las rocas, lanzando con fuerza sus veloces diamantes acuáticos, para bajar entonces la embarcación al mar, abordarla a toda prisa y arrancar. Cualquier imprecisión estrellaría la nave contra inmensos peñascos y nos haría trizas. Riesgo mortal y aventurado, pero así somos los humanos. Partimos con precisión y hacia las cinco y media apenas comenzaba a oscurecer.
Con todo, muy pronto cayó la noche sobre el Pacífico. Nos cubrió por entero el negro domo nocturno. No se veía nada. Al ocultarse el sol, la temperatura bajó a unos 10 grados. Comenzamos a tiritar. Como bien se sabe, ese caprichoso océano, de Pacífico solo tiene el nombre. Es bravío, y en un segundo puede transformar su calma chicha en un violento maretazo que destroce la nave y lance sus pasajeros a la muerte en el agua helada. De repente, el motor de borda comenzó a toser: ¡cof!, ¡cof!, ¡cof!… y finalmente se apagó.
Nervioso, el piloto encendió un cigarrillo, destapó el tanque de gasolina y se acercó a mirar el fondo con una linterna. No sé cómo no produjo un incendio. Tiró la cuerda del motor una y otra vez para ver si acaso lograba encenderlo, pero en vano. Bajó entonces el motor y puso el repuesto, una cajita de combustible y una pequeña hélice de avión de balso. Tiró tres veces de la cuerda y, a la tercera, el motorcito encendió. Tosiendo, tosiendo fue avanzando hacia el corazón de la noche.
Casi todas las mujeres vomitaban fuera de borda, mientras los hombres guardábamos un silencio expectante. Yo debo confesar que mantuve la calma. Y aunque me baja el ritmo del alma y me oprime el corazón, en el fondo de mí mismo soy consciente de que, desde que el mundo es mundo, los hombres se baten en interminables guerras, de tal manera que la paz perpetua ya es apenas una ilusión kantiana, pero por fuera retorna siempre el fantasma de la guerra y acepto lo que sucede por la simple razón de que así es.
Todavía me sorprende una segunda asociación de ideas. En nuestra vida personal hay momentos en que nos desafía la noche interior –no la mística noche de Juan de la Cruz–, sino la otra: la de la rabia, la ira, el odio, la lujuria, el deseo de venganza, que asedian hoy a tirios y troyanos, a Putin, a Zelensky y a Maduro. Y, a veces, también asoman tímidamente la cabeza en nuestra intimidad.
Solo en el fondo del océano reina la calma bajo sus inmensas olas. Esto quiere decir que, a mi juicio, solo el día en que cambiemos nuestro corazón de piedra en un corazón que sepa amar, comprender, perdonar, el mundo encontrará la paz.
Pero “los sueños, sueños son”, dijo Calderón de la Barca.
Luis Alberto Restrepo
Marzo, 2022