Muchas veces en mi juventud escuché esta frase de familiares y adultos despectivos que criticaban el idealismo de quienes vivíamos las ilusiones de libertad y democracia que se vivieron con tanta intensidad en la década de los sesenta.
En esta época se derribaron mitos, se trastocaron normas sociales sobre vestimenta, música y relaciones sexuales. Quienes imaginaban mundos mejores, abolición de las prohibiciones, anhelos de igualdad y superación del individualismo capitalista eran cuestionados por ese mundo adulto conservador como soñadores ingenuos desprovistos de experiencia. Era el tiempo de la Guerra Fría, en París se sucedían los acontecimientos de mayo del 68, en California los jóvenes se manifestaban contra la guerra de Vietnam, los checos protagonizaron la Primavera de Praga contra la invasión soviética y los ecos de todo esto llegaron a México, Chile, Colombia, Argentina. Los mayores decían que eran sueños de juventud, pero fueron penetrando la dura piel de lo que se consideraba correcto y cambiaron la manera como se vivía hasta ese entonces en gran parte del mundo.
A quienes hoy se manifiestan reclamando de nuevo lo que en aquel entonces comenzó a cambiar en el hemisferio norte del planeta se los llama hoy ‘castrochavistas’, que es como un insulto, una palabrota que lograron soplarle a ese estrafalario patán que dirigió los últimos cuatro años a Estados Unidos, para que conquistara votos de los colombianos de Florida.
Ahora las cosas son muy diferentes, y también necesitamos sueños diferentes. Es cierto que la contracultura de los sesenta generó grandes cambios. Es cierto que los hippies hicieron su trabajo. También, que los Beatles revolucionaron la música. Y otros forzaron la democratización de la educación superior. Pero también es cierto que muchas de estas expresiones fueron absorbidas por el sistema, haciendo de la revolución cultural un gran negocio. El capitalismo logró subvertir la subversión, convirtiéndola en un producto rentable. Lograron meter en los museos las rebeliones contra el arte convencional y domesticaron la altanería.
Ahora tenemos que revisar el guion de los deseos en medio de una enorme tragedia mundial y nacional. Al inicio de la pandemia estuvimos aterrados, se publicaron ensayos, artículos científicos, estudios económicos que intentaban describir la magnitud del desastre. Luego se habló de retorno inteligente, nueva normalidad y otras denominaciones para describir lo que aún resulta incierto y provisional, porque nadie tiene claro lo que sucederá en seis meses.
Lo cierto es que no parece razonable pensar que regresaremos al mundo que conocíamos hasta comienzos de este año, porque ese mundo se rompió. Miles de empresas, puestos de trabajo, proyectos personales y maneras de relacionarnos se hundieron en una especie de Titanic planetario.
El daño ha sido enorme. Muchas cosas se han deteriorado y otras han quedado inservibles. Por eso urge hacer cuidadosas evaluaciones que nos permitan imaginar de nuevo la forma en que queremos vivir. Un año con los colegios y universidades cerrados nos obliga a repensar estas instituciones. Muchos adolescentes manifiestan no querer regresar a las aulas, porque ahora pueden desconectarse cuando se aburren y no tienen que levantarse en la madrugada. Han surgido nuevas formas de reunirse para trabajar, actualizarse en la profesión o dirigir instituciones. El comercio electrónico está al alcance de todos. Y hay una lista larga de cosas que habrá que incorporar al menú de quienes quieren soñar un mundo mejor, a pesar de todo.
También, como siempre ha sucedido, seguirán porfiando quienes añoran un mundo que dejamos atrás hace varias décadas.
Francisco Cajiao R.
Noviembre 23, 2020