Solo hay un factor que apunta con algún grado de certidumbre que Colombia va hacia una cultura política democrática, que no es una vigencia de nuevas ideas, valores y comportamientos, sino el total agotamiento de las formas que habían encauzado hasta ahora la actividad social y política de los colombianos.
IV. Gérmenes de una nueva cultura política
1. ¿Hacia una nueva cultura política?
El único factor que nos indica con alguna certeza que Colombia se encuentra en un tránsito hacia una cultura política democrática, distinta al autoritarismo tradicional o al sistema clientelista-utilitario implantado por el Frente Nacional, no es una clara vigencia de nuevas ideas, valores y comportamientos, sino el total agotamiento de las formas que habían encauzado hasta ahora la actividad social y política de los colombianos. Este es, a mi juicio, el único argumento convincente. Esa falta de aliento democrático pone a los colombianos ante la alternativa de cambio o barbarie. El presidente Petro le está apostando al gigantesco reto del cambio. Por el bien de Colombia me parece indispensable que tenga éxito, así sea parcial. El reto es enorme y tiene enemigos muy poderosos, comenzando por sus propios planes demasiado ambiciosos, algunos de los cuales suenan a utopía.
Ante todo, es claro que la cultura colombiana en general y, en particular, la cultura política, se han secularizado definitivamente. Además, la secularización de Colombia quedó consagrada en la nueva Constitución de 1991. Ningún otro actor tradicional ‒ni los partidos, ni los militares, ni los gremios‒ perdió tanto terreno en la nueva Constitución como la Iglesia católica. Del proemio de la Carta se suprimió el nombre de Dios para reivindicar en su lugar la soberanía del pueblo; Colombia se reconoció como nación pluricultural; se aceptó la libertad religiosa y de cultos; la Iglesia dejó de ser considerada como fundamento del orden social. En este campo, la Carta fundamental no hizo sino consagrar procesos sociales y políticos ya cumplidos de tiempo atrás en amplios y poderosos círculos el país.
Esto no quiere decir que la Iglesia católica haya dejado de ser una institución importante en la vida nacional. A pesar de su pérdida de poder político e influencia social, sigue siendo la institución de interés público más orgánica de Colombia, tanto en su funcionamiento interno como en sus nexos culturales y morales con la sociedad. Las élites laicas del país, sean económicas, políticas o militares, están muy lejos de emular el grado de cohesión, penetración social y eficacia operativa de la Iglesia colombiana. Ahora, cuando animada de manera constante desde el Vaticano y la Nunciatura, se preocupa menos por sus propios problemas y más por los de todos los colombianos, en especial por la paz, los obispos y el clero ‒con muy pocas excepciones‒ están jugando un papel significativo en la paz y la reconstrucción nacional. Pero ya no busca adquirir poder, sino servir*.
Si la clerocracia desapareció para siempre de los círculos de poder, tampoco es posible la restauración completa de la alianza burocrático-militar, la democratura. Instaurada por el Frente Nacional, su poder, sin embargo, podría prolongarse a término indefinido si no avanzaran alternativas creíbles, como las que promete Petro. Los numerosos y pequeños partidos y movimientos están en crisis. El abandono del serio debate político y el omnipresente clientelismo han dado de tiempo atrás rienda suelta a las ambiciones personales y la corrupción, que no cesan de generar divisiones internas. Ahora amenazan incluso al Pacto Histórico, que avanza por aguas pantanosas. Espero que no se ahogue. Las actuales circunstancias internacionales no les facilitan a las dos grandes vertientes de todo pensamiento político, una liberal y la otra conservadora, la tarea de redefinir su identidad: los conservadores del mundo son hoy los más acérrimos neoliberales, razón por la cual muchos liberales son en realidad conservadores, o viceversa. Esta confusión se refleja hoy en casi todos los partidos, los políticos y los gobernantes de Colombia. Sin embargo, las alternativas apenas comienzan a surgir.
Así, pues, militares y policías continúan siendo el último recurso para la estabilidad de todos los gobiernos. Los gobernantes civiles se han sentido hasta ahora obligados a “cogerle el paso” a los militares. Solo si el nuevo gobierno logra la paz completa y el desarme de todos los grupos armados ilegales como lo anuncia, será posible desarrollar una democracia más real e incluyente. En esa eventualidad se abriría paso un profundo replanteamiento de la función militar y del concepto tradicional de Seguridad fundado en las armas, para construir una Seguridad Humana, que incluya en primer lugar la presencia integral del Estado en los territorios y el bienestar social de las mayorías. Sin embargo, esta noble aspiración tiene visos de utopía.
Tanto el agotamiento de los antiguos mecanismos de funcionamiento político como el surgimiento aún vacilante de nuevas instituciones constituyen, sin duda, indicios de una transición hacia nueva cultura política, que ya no puede ser sino de carácter moderno y democrático. Con todo, estos gérmenes enfrentan tres obstáculos considerables.
2. Obstáculos a la democracia en Colombia
El primer tropiezo para el desarrollo de una cultura democrática en Colombia proviene de la persistencia de guerrillas y de la transformación que han sufrido las que continúan en la lucha: el ELN, las disidencias de las exFARC y un pequeño reducto del EPL en el Catatumbo. En los últimos años estas estructuras se han fortalecido económicamente en virtud del secuestro, la extorsión y el narcotráfico, y esto les ha permitido adquirir armas más modernas y reclutar jóvenes marginados o de clases medias, que carecen de ideales políticos, pero encuentran en la guerra un empleo remunerado, sentido de pertenencia a un colectivo poderoso y un cierto poder personal. La guerra se torna entonces para ellos más estimulante y mucho más rentable que la paz. A estas organizaciones se les suman, como ya dije, numerosos y diversos grupos paramilitares y criminales. El clima de guerra y el enquistamiento o la descomposición de una guerrilla enriquecida han llevado también al fortalecimiento de unas Fuerzas Armadas que, con el auspicio de empresarios, funcionarios y gobiernos, vienen ejerciendo con frecuencia una violencia desproporcionada e ilegal y conspiran contra la gestación de una cultura democrática que pondría en cuestión su papel actual y sus grandes privilegios. Sin embargo, no pretendo desconocer que muchos de ellos asumen graves riesgos, exponen y pierden fácilmente la vida.
El segundo gran obstáculo para un tránsito hacia una democracia más efectiva es el narcotráfico. Hasta ahora se ha hablado sobre todo de sus efectos inmediatos: el impacto económico y su aporte al clima de violencia en el país. Los ingresos que genera ese tipo de contrabando han contribuido a mantener cierto crecimiento económico en Colombia. Ahora, cuando el crecimiento se encuentra gravemente amenazado por un altísimo déficit fiscal del Estado, un fuerte desequilibrio en el comercio internacional y una creciente inflación nacional que se suma a la inflación importada por las medidas tardías que han tomado la FED y también el Banco de la República, tampoco parece que se hayan ponderado suficientemente los efectos políticos y culturales de esa situación, previsibles en el mediano y largo plazo.
En la medida en que la economía legal cae en barrena crecerán la influencia y el poder de los narcotraficantes. Los narcos colombianos han aprendido a mimetizarse y están presentes entre empresarios, dirigentes políticos y autoridades como forma de irradiación espontánea de su poder económico y como condición para protegerse a sí mismos y sus negocios. El fenómeno es urbano y rural, pero resulta particularmente perceptible en provincia y en el ámbito local y regional. Desde ese punto de vista, la descentralización y democratización del Estado, aunque no carezcan de potencialidades democráticas, han ofrecido también los escenarios más propicios para el desarrollo silencioso del poder político del narcotráfico. De tal manera que, si durante el Frente Nacional surgió una clase política que ejercía el poder en su propio beneficio, más recientemente se ha gestado una nueva élite puesta directamente al servicio de sus mecenas, los narcotraficantes. Más que el testaferrato económico, Colombia padece un testaferrato político.
Como quiera que sea, es indudable que los narcotraficantes han impuesto sus patrones culturales a las nuevas generaciones: enriquecimiento rápido, alto consumo sin demasiada ostentación, corrupción y, en casos extremos, violencia como método de resolución de conflictos. El tradicional santanderismo o el nuñizmo de los colombianos tendrá que retorcerse si se propone continuar encubriendo esta nueva dosis de barbarie que amenaza gravemente el desarrollo de una cultura democrática.
Finalmente, todos los obstáculos anteriores, aunque graves, no lo serían tanto si Colombia contara con una nueva élite dirigente sólidamente formada en los principios democráticos y con un medio cultural que le fuera favorable. En el país parece estar irrumpiendo una cultura democrática, aunque todavía es precaria y superficial. Es importante contribuir a su consolidación.
3. Cambio en la Iglesia
Con todo, en esta historia se impone un paréntesis. Hay que reconocer que, ya desde comienzos de los años 60, la Iglesia católica comenzó un importante proceso de apertura a la modernidad. El 25 de enero de 1959, el papa Juan XXIII anunció la celebración del Concilio Vaticano II. Sin embargo, “el papa bueno” falleció un año después (1963). Las otras tres etapas fueron convocadas y presididas por su sucesor, el papa hamletiano Pablo VI, hasta su clausura en diciembre de 1965.
En 1968, se realizó en Medellín la Segunda Conferencia del Episcopado de América Latina (CELAM), que buscó aplicar al continente las determinaciones del Concilio Vaticano II. En esa reunión los obispos reconocieron que la Iglesia como institución había estado vinculada a las clases dirigentes de la época, desconociendo la “violencia institucionalizada” e ignorando a la gran cantidad de latinoamericanos pobres. De aquí surgió la bien conocida “opción preferencial (de la Iglesia) por los pobres”, contra la cual se levantaría luego, en la reunión del CELAM en Puebla (México, 1979) el oscuro cardenal Alfonso López Trujillo con el apoyo del mismo papa Juan Pablo II, que pretendía mantener el mismo modelo de Iglesia medieval que gobernaba el mundo. Con sus contemporáneos, Reagan y Tatcher, padres del neoliberalismo, el Papa inhibió todos los intentos de reacción en contra del sistema vigente, acusándolos de marxistas y comunistas
Además, en 1965, había sido elegido el padre Pedro Arrupe, S.J., como superior General de los jesuitas. Lo primero que hizo Arrupe fue convocar a todos los superiores provinciales de América Latina a una reunión de un mes en Rio de Janeiro, asamblea dirigida por un psicólogo, y el mensaje que les transmitió el General fue ‒palabras más, palabras menos‒ el siguiente: “Durante siglos, los jesuitas hemos querido formar a las élites para que, desde la fe, transformaran sus sociedades. Entre tanto, dejamos de lado a los pobres. Pues nos hemos equivocado radicalmente. Las élites se engolosinaron con el poder y se olvidaron de su gente. Ahora debemos dar un giro de 180 grados a nuestro trabajo, y dedicarnos a formar, ante todo, a los pobres y olvidados”.
El nuevo rumbo de los jesuitas tuvo amplia influencia en numerosas comunidades religiosas femeninas y masculinas, y también en los obispos que luego se reunieron en Medellín.
Trece años después, en 1978, accedió a la sede pontificia el arzobispo de Cracovia, Karol Józef Wojtyła, Juan Pablo II. De inmediato, el papa polaco frenó en seco a Arrupe, lo encerró con él durante tres días y lo presionó de tal manera para que le diera contraorden a todos los jesuitas del mundo, que Arrupe padeció un derrame cerebral y quedó en silla de ruedas, casi sin habla. El Papa sacó a la mayor parte de los jesuitas del Vaticano y los humilló de muchas maneras.
Wojtyła falleció en 2005. Ironías de la vida: ocho años más tarde, en marzo de 2013, otro jesuita ‒por lo demás latinoamericano (argentino) ‒, Jorge Mario Bergoglio, fue elegido papa (marzo de 2013-…) y adoptó el nombre Francisco I en memoria del santo de Asís. Ya desde el Vaticano, Francisco profundizó el cambio y sigue reformando sustancialmente la herencia colonial.
Esperemos que su legado perdure más allá de su fallecimiento.
_____________________
* Aunque esta nota no hace parte del ensayo, me parece oportuno aclarar mi relación ambivalente con el cristianismo y en especial con la Iglesia. Aprecio la figura de Jesús de Nazaret (como también la de Buda Gautama), los evangelios ‒a pesar de que los leo muy rara vez‒ y recuerdo con alguna frecuencia sus sabias sentencias. Pero no me gusta para nada el Cristo que se inventó Pablo y ratificó Constantino I con el Concilio de Nicea. De ahí en adelante, la Iglesia perdió su rumbo. Nada que ver con Jesús, el fiel judío y carpintero de Nazaret. Por fin, el papa Francisco ha seguido desandando el camino de la Iglesia hacia su origen. Me parece un proceso que, si perdura, a mediano y largo plazo tendrá una enorme incidencia en Colombia y en otras partes del mundo. Con todo, no ignoro que la ciencia derribó desde hace tiempos todo el edificio dogmático. Ya ni siquiera merece revisión. Por eso, simplemente creo en La Vida, en esa misteriosa energía que desde nuestro interior impulsa La Vida, aunque no sepamos qué es ni para dónde va. Parece más bien una energía loca, desatada, pero quién sabe las que se trae. A veces da vueltas inesperadas.
Luis Alberto Restrepo M.
Septiembre, 2022
5 Comentarios
Gracias Luis Alberto por corrernos y ampliarnos el «mapa»… Mi hijo y yo teniamos ayer un «diálogo» sin ponernos de acuerdo… me mostraba el mapa con la evidencia del lugar que señalaba; yo sabía que «ahí no era» pero todavia no habia ampliado el google-map y no se veia el otro lugar… Estabamos hablando de dos cosas diferentes, como ocurre muchas veces en los «diálogos» entre humanos.
Luis Alberto: he leído con atención y admiración tu profundo escrito (en múltiples entregas) sobre la situación política de nuestro país. Creo que debería ser publicado en su totalidad. Me impresionó el capítulo final sobre la Iglesia, con el análisis del papel de los Papas y de la Compañía de Jesús. Es un enorme testimonio de fe en el Espíritu. Muchas gracias. Saludos.
Estimado Luis Alberto, gracias por compartir tus interesantes reflexiones. Te comparto amistosamente mi punto de vista divergente sobre la siguiente afirmación tuya: “Ante todo, es claro que la cultura colombiana en general y, en particular, la cultura política, se han secularizado definitivamente”.
Me parece pertinente distinguir entre un proceso de laicización (es decir, de separación jurídica y política entre Iglesia y Estado) y un proceso de secularización (es decir, un proceso sociocultural de progresiva marginalización y privatización de las prácticas y de las creencias religiosas). En Colombia, con la Constitución de 1991 hubo un avance en la laicización del Estado. También en algunos sectores se ha dado un proceso de secularización que se manifiesta en la disminución de la práctica religiosa, la aceptación social del matrimonio civil, del divorcio y aun de las uniones de hecho, y la aceptación del aborto no solo en la legislación civil sino también en los comportamientos sociales. Sin embargo, los referentes religiosos continúan siendo importantes para la gran mayoría de la población colombiana. La pérdida de influjo de la Iglesia católica se ha operado en favor de un universo religioso complejo dominado por los grupos pentecostales pero que incluye también Iglesias históricas protestantes; movimientos religiosos de origen estadounidense (Mormones, Testigos de Jehová, Iglesia de la Cientología…); expresiones religiosas “neo-indias”; cultos afroamericanos; grupos neo-orientales, etc. Es en esta diversidad concurrencial donde reside la principal novedad religiosa, no solo en Colombia sino en América Latina, donde los gobiernos , confrontados al pluralismo religioso, se han visto obligados a identificar con precisión el complejo universo de organizaciones que cuestionan los privilegios de que gozaba la Iglesia católica. El crecimiento de las iglesias evangélicas pentecostales ha significado igualmente una nueva confesionalización de la política, pues estos grupos han fundado partidos políticos para defender sus intereses e intentar desplazar a la Iglesia católica como tradicional interlocutor religioso exclusivo del Estado.
Un abrazo.
Gracias Larpo. Excelente comprensión de nuestra historia.
Nos queda la tarea de vivir coherentemente y ayudar a construir las condiciones de posibilidad de un país nuevo, más humano, justo y feliz.
Excelente esta nueva entrega. Mil gracias.