Escrito en septiembre de 2020, Mauricio Archila ‒en colaboración con Martha Cecilia García‒ plantea que para entender lo ocurrido en cuanto a protestas desde que empezó la pandemia del COVID-19 se requiere que nos ubiquemos en una perspectiva histórica*.
Para entender lo ocurrido en términos de protestas durante lo que va de la pandemia del Covid-19 conviene ubicarnos en la perspectiva histórica, apoyándonos en la Base de Datos de Luchas Sociales (Bdls) que alimenta el Cinep desde 1975. Como muestra el gráfico 1, las protestas en Colombia, que habían disminuido desde los altos niveles de mediados de los 70, con unos picos a mediados de los 80, se reactivaron a fines del siglo pasado y en especial desde 2007, con altibajos, trazando un ciclo de alza entre 2011 y 2015, cuando se dieron importantes movilizaciones nacionales de estudiantes, campesinos, pobladores urbanos y trabajadores.
Parecía que regresábamos al terreno de la tradicional lucha de clases, pero la pluralidad de actores y el peso de reclamos culturales, étnicos y de género mostraron que estábamos ante nuevas conflictividades que rebasaban lo meramente material. Las negociaciones de La Habana con las Farc generaron muchas expectativas que no quedaron congeladas, a pesar de la pérdida del plebiscito aprobatorio en octubre de 2016. Luego, vendría un bajón en los indicadores de protesta, que comenzaron a recuperarse en 2019, no tanto en número de registros cuanto en cobertura, amplitud de las demandas y, sobre todo, en cantidad y diversidad de participantes, como se expresó en el paro del 21 de noviembre de 2019 (21N) y los días siguientes.

En efecto, las jornadas del 21N contaron con masiva movilización en ciudades y campos, y desbordaron toda expectativa, no solo del gobierno sino de los propios organizadores. Los motivos del paro, originalmente, eran rechazar el “paquetazo” económico del gobierno de Iván Duque –cuyo Plan de Desarrollo anunciaba reformas pensional y laboral, y la creación de un “holding financiero” estatal con 19 entidades del sector público– y exigir el cumplimiento integral de los acuerdos de paz con las Farc. Luego, el pliego presentado por el Comité Nacional de Paro al presidente Duque el 26 de noviembre se amplió para incluir exigencias adicionales, como la eliminación del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) y la depuración de la policía; la definición de las políticas ambientales con las organizaciones del sector y rechazo al fracking; el trámite inmediato en el Congreso de la República de los proyectos de ley anticorrupción y el cumplimiento de los acuerdos firmados por el actual gobierno con estudiantes, indígenas, campesinos, maestros y otros sectores sociales.
El presidente Duque se resistió a negociar al principio; luego, convocó a una “conversación”, que no negociación, citando por separado a los diversos protagonistas del 21N y, finalmente, se sentó a la mesa con el Comité de Paro, pero usando tácticas dilatorias y divisionistas. La multiplicidad desbordante de demandas –condensadas no solo en sucesivos pliegos, sino en pancartas exhibidas en calles y veredas– no fue negociada, no tanto por su amplitud, sino porque algunos reclamos apuntaban a modificaciones fundamentales del modelo de desarrollo y de democracia colombianos. Por eso, los organizadores del 21N, luego del intervalo de fin de año, recurrieron otra vez a la presión callejera. Pero llegó el Covid-19 al país a mediados de marzo. Algunos mandatarios locales, como la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, decretaron confinamientos obligatorios para prevenir el contagio masivo, a lo que se sumó, a regañadientes, el gobiermo nacional. En esas condiciones es obvio que disminuyó la intensidad y densidad de la protesta, pero no desapareció. Aunque aún no tenemos cifras consolidadas de luchas sociales en lo que va de 2020, en términos gruesos podemos hablar de unos 400 registros hasta inicios de septiembre, de los cuales una tercera parte fueron antes del 17 de marzo.
Antes de mirar lo ocurrido en estos meses de confinamiento en términos de protagonistas y motivos de las protestas, señalemos que hay profundas continuidades con movilizaciones previas, derivadas de fallas estructurales de nuestra sociedad y de notorias ausencias y debilidades estatales, pero lo ocurrido en lo que va de la pandemia muestra novedades resultantes de la forma como se ha manejado.
La protesta colombiana sigue reflejando desajustes estructurales como los derivados del modelo aperturista y extractivista en términos de pobreza, desigualdad social, desempleo, flexibilización laboral, privatizaciones y daños ambientales, entre los más prominentes, a los que se articula la persistente violencia contra líderes sociales y desmovilizados.
Además de esta violencia política agenciada por el paramilitarismo con nuevas denominaciones y sectores de las fuerzas armadas, desde el ascenso de Duque al poder se nota un incremento en la cruenta represión a las protestas por parte de la Policía, especialmente del Esmad. Y lo más grave es que ante claros hechos de violación de derechos humanos, como el asesinato de Dilan Cruz el 26 de noviembre de 2019, estos casos se mantienen en la justicia penal militar, con lo que se refuerza la impunidad. Así se teme que vaya a pasar con el asesinato de Javier Ordóñez, ocurrido el 8 de septiembre de 2020, víspera del día de los derechos humanos en Colombia, y con los 13 muertos de los días siguientes.
Como si fuera poco, el tradicional presidencialismo del régimen político colombiano se ha agudizado durante la pandemia. Según Rodrigo Uprimny, hasta el momento Duque ha expedido 115 decretos legislativos, casi un tercio de los 386 producidos durante los 30 años de vigencia de la Constitución del 91. En consecuencia, se legisla sin el Congreso, al que no se le consultan muchas decisiones fundamentales, entre ellas la presencia de tropas de Estados Unidos en el país. A veces, ni siquiera se consulta a sus aliados políticos, aunque siempre Duque parece proceder con la aprobación del supremo jefe del Centro Democrático.
A la justicia, por su parte, también se le relega –aunque ella si no se deja fácilmente– cuando no se la deslegitima, sobre todo ante decisiones que afectan al gobierno y a sus aliados; por ejemplo, la detención domiciliaria de Álvaro Uribe Vélez a comienzos del pasado agosto. Por ende, la cuarentena terminó siendo no solo un confinamiento domiciliario, sino un verdadero estado de excepción, en el que se volvió a un crudo presidencialismo, que había tratado de frenarse con la Constitución de 1991.
En este contexto veamos lo ocurrido en estos tiempos del Covid-19.

Como muestra el gráfico 2, la salud ha sido un motivo de movilización desde la ley 100 de 1993, especialmente a partir de 2009. En efecto, las luchas por este motivo han ocupado el 4,5 % del total de las protestas sociales registradas por la Bdls entre 1994 y 2019, mostrando un comportamiento relativamente regular entre 1994 y 2008, año a partir del cual ascienden vertiginosamente para volver a disminuir desde 2017, sin caer a los bajos niveles del comienzo del periodo. Son luchas que involucran a muchos actores y cuentan con cubrimiento en prácticamente todo el territorio nacional. El sistema de salud en Colombia tiene una baja legitimidad social, algo que se deteriora aún más desde los años 90, y se ha profundizado con el manejo de la actual pandemia del Covid-19. En estos tiempos se han incrementado las protestas de la población para exigir efectiva y oportuna atención ante el eventual contagio, comenzando por la toma de pruebas.
Las luchas de los trabajadores del sector salud son las más numerosas en estos meses de cuarentena. Además de la denuncia de precarias condiciones de hospitales, clínicas y centros de salud, hay problemas de desabastecimiento de la mínima dotación para todos ellos. Pero lo más preocupante es la difícil condición laboral de los trabajadores, con malos salarios, pagos a destiempo y exagerados turnos de trabajo. Esto se exacerbó con el decreto presidencial 538 del 13 de abril de 2020, que obligaba a los trabajadores del sector a estar disponibles para la atención de la pandemia. En algunos casos no han sido suficientes las denuncias y reclamos, por lo que los trabajadores han tenido que recurrir a medidas más radicales como la huelga de hambre a comienzos de agosto en el hospital de Valledupar. A veces también se les estigmatiza y maltrata verbal y físicamente por ser eventuales transmisores del coronavirus. Lo paradójico es que de dientes para afuera se les exalta y aplaude. Como dijeron los trabajadores de la salud en Cartagena a comienzos de abril: “Los héroes con hambre no trabajan”.
Algo que compensó su valentía y espíritu de servicio, al ser la primera línea de atención de la pandemia, fue el fallo de la sala laboral de la Corte Suprema del 25 de junio que autorizó la huelga en ese sector, a raíz del movimiento de los trabajadores del hospital de Maicao.
* Originalmente publicado en revista Foro, 101-102, 2020.
Mauricio Archila y Martha Cecilia García