Me encanta la alegría. Soy de risa fácil, aun con los chistes bobos. Aunque soy muy malo para contarlos, me río “como un enano” con las anécdotas o situaciones que hacen estallar las risas de la gente. Hoy me animo a contarles algunas de ellas donde, como responsable de la actuación, la risa me ganó y no pude continuar con lo que estaba haciendo.
Un compañero que se había retirado de la Compañía hacía un par de años, se iba a casar con una hermosa y dulce muchacha bogotana. Nos pidió a sus amigos de siempre, que estábamos estudiando filosofía, que le cantáramos la serenata a su novia en la víspera del matrimonio. Aceptamos gustosos. Por alguna razón que no recuerdo, el día de la serenata los cantantes estábamos incompletos y solamente Julito Jiménez con el acordeón y yo con mi guitarra pudimos ir a la serenata. Para hacer “bulto”, se nos “pegaron” dos o tres compañeros más que no cantaban, pero que podrían aplaudir y darnos ánimos. Uno de ellos, excelente deportista, era un “tarro” descomunal.
Se pueden imaginar lo que sucedió…
A los nervios y la ansiedad del novio que quería darle a su enamorada su mejor mensaje, se unía también el nerviosismo nuestro por lograr que todo saliera muy bien, que nuestras voces expresaran el mejor sentimiento del idilio, que la novia se derritiera de amor y con sus lágrimas de ternura respondiera al regalo sorpresa de su amado.
Las dos primeras canciones salieron relativamente bien. El entusiasmo de la audiencia era creciente. Con la tercera canción, “Novia mía”, nuestro flamante deportista se emocionó y se acercó a nosotros, los cantantes. En realidad, éramos apenas dos. Todo indicaba que se sabía la letra de la canción y que estaba interesado en su mensaje. Después de la introducción y de la primera estrofa, el canto cambia de tono y dice que la novia es un “cascabel de plata y oro”. Pletórico de emoción, nuestro compañero deportista, en el verso siguiente, con su mejor esfuerzo, con todas las fuerzas de su sincero corazón, reforzó el duro y contundente: “tienes que ser mi mujer”, completamente desafinado, haciendo alarde de que tenía “oído de bombardero”.
¡La sorpresa de nosotros, los dos instrumentistas y cantantes, fue mayúscula! Julito comenzó a sacudirse con toda la potencia de su barriga con la que trataba de sostener el acordeón HONNER, mientras aguantaba la risa apretando los dientes. Yo no pude hacer lo mismo y exploté. Mi carcajada hizo que las de Julio, que eran emblemáticas, resonaran en toda la cuadra, indicando que la serenata había concluido con el mejor mensaje del enamorado. ¡Su novia sería su mujer para siempre, definitivamente y sin duda alguna! Hoy, todavía es su compañera de vida, dulce y tierna, como siempre.
Nuestro deportista se sorprendió, por supuesto, y un poco disgustado se subió a la camioneta a esperar que empacáramos los instrumentos para regresar a “Chapinero”, nuestra casa. Los vecinos todavía podían escuchar nuestras carcajadas que salían de la camioneta por la contundente orden que el tarro del grupo le había dado a la novia, con toda claridad… Otra noche de maravillosa serenata.
***
Esa primera noche de novena de la navidad, la iglesia de Villa Javier,al sur de Bogotá, estaba repleta hasta “las banderas”. Los devotos que habían participado de la misa estaban dispuestos a rezar la novena del Niño Dios y a cantar los villancicos que entonarían dos jóvenes, “pichones” de jesuitas, con devoción, sus guitarras, su entusiasmo y sus delicadas voces. Esos dos jóvenes éramos Rodrigo Quintero y yo, como siempre. Teníamos bien ensayados los cantos y, particularmente, el hermoso villancico de Germán Bernal, S.J., “Déjame niño hermoso” que interpretaríamos a dos voces. ¡Qué lindo atrevimiento!
Como la iglesia estaba repleta, el sacerdote dirigiría la novena desde el altar mayor y nosotros dos cantaríamos los villancicos desde el “ambón”, donde se hacen las lecturas de la misa. El padre y nosotros teníamos nuestros micrófonos y la amplificación era excelente.
La novena se inició con un villancico popular que todo el pueblo cantó y luego siguió con el “Benignísimo Dios de infinita caridad…”. Se rezaron las oraciones a la Virgen, a San José y los gozos se cantaron a pleno pulmón. Todo indicaba que ese primer día de la novena sería un éxito. Nosotros estábamos felices de ver la respuesta entusiasmada de la gente.
Al terminar la oración al niño Jesús, Rodrigo y yo nos preparamos para cantar el “Déjame niño hermoso” y con toda seriedad anunciamos el canto, indicándole a los devotos feligreses del templo que este canto era algo muy especial para nosotros.
Lo iniciamos al unísono, acoplando nuestras voces y miradas a lado y lado del único micrófono que teníamos para los dos. Después de la primera estrofa, sentimos que todo estaba saliendo bien y sonreímos. Cuando llegó el momento del “arrurrú, arrurrú, no llores más”, con mi dedo pulgar le hice señas a Rodrigo para que él cantara la primera voz, asegurándole con mi cabeza que yo haría la segunda. Mis gestos lo confundieron y él entendió que no sería como habíamos ensayado. Su rostro se transfiguró en rojo bermellón del susto y, al momento de cantar, de su inmaculada garganta salió un arrurrú, grave y profundo, completamente disonante. Nos miramos desconcertados y yo, al ver la cara de despiste y el esfuerzo de encontrar el tono que estaba haciendo Rodrigo, no pude aguantar la risa y… toda la iglesia escuchó mi sonora carcajada.
Algunos niños de la primera fila se rieron conmigo. La gran mayoría de los adultos y muchos de los que estaban atrás, en el fondo de la iglesia, se miraban intrigados y se formó un murmullo, mezcla de desconcierto y de complacencia. La gente estaba tratando de averiguar el porqué de la risa del padrecito. Tomé entonces el micrófono, presenté mis disculpas al público y al sacerdote y expliqué que nos habíamos confundido y que retomaríamos el canto de nuevo.
Ya más calmados, Rodrigo y yo aclaramos nuestra duda sobre quién haría la primera y quién la segunda voz en el estribillo del arrurrú y estuvimos listos para retomar el canto. La gente en la iglesia estaba en silencio nuevamente. De verdad que hacíamos un buen dúo y las voces se escuchaban muy bien acopladas. Los niños de la primera fila, que normalmente se distraían mirando los detalles del pesebre parroquial, ahora nos miraban sonrientes y atentos para escuchar nuestra canción.
La primera estrofa sonó muy bien y llegamos al momento del arrurrú. Estábamos listos para el dúo. Tomamos aire, dimos el acorde mayor, nos miramos y, esta vez los dos, al unísono, soltamos una franca carcajada que debió despertar al Niño Dios y a todo el coro celestial. No pudimos cantar más al recordar nuestra anterior equivocación y toda la iglesia, cómplice y complacida, en medio de francas risas nos aplaudió, mientras Rodri y yo huíamos a escondernos en la sacristía juagados de la risa…
El curita no tuvo más remedio que terminar entre risas la novena y dar la bendición, recordando la cita de la novena para el día siguiente. Creo que la gente se fue feliz a sus casas.
Bernardo Nieto Sotomayor
Marzo, 2023
3 Comentarios
“Donde hay música no puede haber cosa mala”. Gracias por tus simpáticos recuerdos para comenzar alegres el nuevo día.
Gracias, Rodolfo. Yo me reí solo mientras recordaba los detalles de estas gratas anécdotas que alegran la vida. Mi esposa Myriam me sorprendió en plena carcajada mientras tecleaba las historias. Creyó que me había dado algo… Después ella también se rió complacida leyendo estas historias. Creo que voy a seguir recordando historias como esas y otras que compartiré en este blog en donde a veces conviene irrumpir con una sonrisa en medio de la profundidad de nuestras reflexiones. Tus diálogos de ultratumba son emblemáticos.
Saludos a tu familia.
Ese estilo directo, simple, sin complicaciones se convierte en espacios de remanso en nuestro blog.